13 enero, 2008

Los tesoros de Rajastán

Al caer la noche sobre la ciudad, en torno a las luces de las farolas se forma una aureola difusa provocada por las partículas de arena en suspensión. Esta fantasmal esfera permanece, pese al viento, como el halo de los santos cristianos en una tierra poblada por infieles. Las calles se vacían pronto de paseantes e incluso se hace infrecuente ver circular uno de los negros y amarillos "autorickshaws", omnipresentes el resto del tiempo. Para cuando vuelvo a mi hotel, después de haber estado conectado a Internet en un establecimiento cercano, toda mi ropa está cubierta de un finísimo polvillo levemente dorado. El Oceano y el Desierto siempre encuentran la manera de atravesar las puertas y los muros que les pone el hombre. Estoy en Bikaner, una ciudad al Noroeste del Estado indio de Rajastán (con una población superior a la de Francia sobre una menor extensión de terreno), y en medio del Gran Desierto Thar.

Las tres formas de transporte urbano más comunes en Rajastán: ciclomotor, trickshaw motorizado y el carro de tracción animal, camello en el caso de las poblaciones del desierto.

En Delhi, la tremenda contaminación y suciedad ambiental provocaban que las mucosidades nasales se volvieran tan negras como la capa de porquería que crecía bajo mis uñas. No importaba cuantas veces al día te lavaras o te sonaras, en la gigantesca capital la contaminación se podía, literalmente, tocar con las manos. Creo que es el sitio en el que más sucio me he sentido, pese a contar (y usar a diario) con una estupenda ducha de agua caliente en mi habitación. Ni siquiera en Mongolia, recorriendo el Desierto del Gobi durante siete días en los que no había posibilidad de ducharse (el agua era allí más que un lujo y una necesidad juntos), había sentido la roña tan enquistada en mi cuerpo.

En Bikaner, como antes en Jaisalmer o en Jaipur, es la arena la que se convierte en una segunda piel, acompañándote desde que sales a la calle hasta que vuelves, cansado, a tu habitación. Pero merece la pena porque Rajastán está llena de tesoros, deslumbrantes y coloridos unos, ocultos y sutiles otros.

En Jodhpur os espera una colosal visión: sobre una colina de 125 metros de altura, desde el siglo XV vigila la Ciudad Azul el espectacular Fuerte Meherangarh. No es sólo un monstruo decorativo, pues ha sufrido asedios y ataques y en sus murallas se ha derramado más de una vez la sangre de los defensores Rajputs.

A sus pies, en el lado Sur, hay un laberinto de callejuelas en las que habitan casi un millón de personas. Mientras que, probablemente surgido como atracción turística, el color azul está presente en todo tipo de edificios, es en el lado Norte, en la zona original de los Brahmanes, donde tiene su sabor más auténtico y su origen más étnico.

Como un gigantesco Lego de casas de una sola planta, se desparraman las construcciones, cruzadas por callejuelas en las que transitamos pocos turistas, muchas motocicletas y alguna somnolienta vaca. Mujeres con coloridos y vistosos saris y hombres de turbante se acercan a hacer sus compras al "Mercado Sardat", que circunda la Torre del Reloj. Verduras y frutos secos, ropa y calzado, pero sobre todo especias, son los productos que más destacan en los puestos callejeros.

Daos el paseo cuesta arriba hasta el Fuerte, pagad las 250 rupias (poco más de 4 Eur) de la entrada (incluye el permiso para hacer fotografías y una increíblemente práctica y bien realizada "audio-guía") y dejad que la voz del Maharaja, entre otros, os guíe por las distintas estancias y, también, por distintas épocas de esplendor, gloria y caballerosidad, cuando se elegía "Muerte antes que deshonor".

El fuerte Meherangarh

A treinta kilómetros al Sur del ya mencionado Bikaner (donde deberéis haber visitado el Fuerte-Palacio), encuentro una curiosidad de esas que sólo ocurren en países dominados por la religión de Vishnu o la de Buda: un templo que acoge a centenares de ratas, sagrado objeto de devoción por parte de los fieles.Cuenta la leyenda hindú que Karni Mata, una encarnación del siglo XIV de Durga, le pidió al Dios de la Muerte, Yama, que le devolviera la vida al hijo de un apenado narrador de historias. Cuando Yama se negó, Karni Mata reencarnó a todos los narradores en ratas, dejando a Yama sin sus humanas almas.

Un grupo de ratas sagradas disfruta de un plato de leche


Las ratas sagradas (kabas) campan a sus anchas por el suelo del recinto, pero resultan ser más tímidas de lo que uno esperaba. Comparten la comida con palomas, que han descubierto en el templo un lugar donde alimentarse, y si uno se les acerca demasiado, se apartan. Aunque si uno se está quieto y se encuentra en su camino, notará como los roedores pasan corriendo, casi indiferentes, por encima de sus pies (como en cualquier templo, descalzarse a la entrada es de rigueur). Por cierto, si veis una rata blanca, como me ocurrió a mi, dicen que es un signo de buena suerte hindú (claro que como yo soy cristiano, no creo que me toque la Primitiva y no me ha llegado ningún email de Asturias diciendo que el Sorteo del Niño nos haya sonreído). Algo curioso es que, pese a no faltarles la comida, muchas de las ratas presentaban en sus cuerpos señales inequívocas de haber participado en peleas (desconozco si es algo endémico en esos animales o se trataba de un fenómeno puntual).

En los tiempos, y culturas, en que las mujeres eran objetos propiedad del marido (ni unos ni otras tan lejanos ni extintos) el Maharaja de Jaipur Sawaj Pratap Singh construyó, en 1799 el Hawa Mahal o Palacio de los Vientos, para dar a las mujeres de la corte la oportunidad de observar la vida en las calles de la ciudad. De aquel edificio, hoy sólo permanece en pie poca cosa visitable más que una fachada de cinco pisos de altura, de color rosáceo (en 1876, otro Maharaja, Ram Singh, pintó la ciudad de rosa, color asociado con la hospitalidad, para dar la bienvenida al Príncipe de Gales y futuro Eduardo VII).

En la misma ciudad, Jaipur, no podéis dejar de visitar su Palacio, un complejo de patios, jardines y edificios en los que aún reside el actual Maharajá, aunque es dudoso que coincidaís con él, pese a su campechanía. Las zonas visitables incluyen, entre otras, el Mubarak Mahal (un centro de recepción para las visitas de dignatarios) y la Armería (en los antiguos apartamentos de las maharanis, las esposas de los maharajas) está llena de armas bellamente decoradas.

Demostrando que las vacas sagradas pueden ser tan mansas como las demás, Isabel confraterniza con una habitante de la localidad


¿Queréis ver otro Fuerte sobre una montaña que se proyecta, a la vez amenazador y protector, sobre una ciudad? Entonces, tomad el tren nocturno y encaminad vuestros pasos hacia Jaisalmer. Podreis penetrar en la ciudadela-fuerte erigida en la colina de Trikuta, con 99 enormes bastiones (o havelis) en los que el paso de tiempo ha destinado que su uso se convierta en algo tan pacífico como hostales, restaurantes, o talleres de artesanía y costura.

Despojado de su epicentro comercial en rutas que llevaban hasta Pakistán, las guerras de India con el vecino del Oeste en 1965 y 1971 le han vuelto a otorgar una gran importancia estratégica. En mi viaje en tren no pude dejar de observar gran cantidad de carros de combate y vehículos acorazados de transporte, siempre a relativa cercanía del ferrocarril. Además, todos los días sobrevolaba la ciudad algún helicóptero militar, de transporte Mil Mi-8 o de ataque, Mil Mi-24 (el aeropuerto situado en las inmediaciones lleva años cerrado al tráfico civil, pero no al militar). Estamos en una zona sensible, no sólo para la Historia antigua, sino también para la de los siglos XX y XXI, pero el turismo mueve montañas y, a veces, pacifica a los guerreros.

Para que veáis que ser "Bond...James Bond" está casi al alcance de cualquiera, no tenéis más que alojaros en la Isla de Jagniwas, en medio del Lago Pichola, en Udaipur. Allí se encuentra el "Lake Palace Hotel" donde se rodó parte una de las películas de la saga de 007, "Octopussy", allá por los años 80, con Roger Moore encarnando al mujeriego agente al servicio de Su Graciosa Majestad (tengo que enterarme de cual es la frase original en inglés, porque nadie les presume a los monarcas británicos tanto sentido del humor). El palacio cubre por completo la isla y fue construido por el Mahraja Jagat Singh II en 1754 y es hoy un hotel de superlujo. Si no os podéis permitir alojaros allí, tal vez os podáis permitir el visitarlo para comer o cenar, la única otra forma de acceder a él. ¿El precio del buffet? Europeo, lo que en India se traduce como "una barbaridad" (o un no muy caro capricho).

En la orilla Este del lago, se alza el Palacio de la Ciudad, el mayor de Rajastán, con una fachada de 244 metros de longitud y 30 de altura. Es curioso que, como podéis ver en la fotografía, retiene una cierta uniformidad en su construcción pese a que en realidad se trata de un conglomerado de edificios creado por distintos Maharajas. A los pies del palacio y continuando por la orilla del lago en dirección norte, merece la pena acercarse a los gaths donde los hindúes se bañan y lavan la ropa, como se hacía en la España rural de otros tiempos.

Tomaros un descanso de Palacios, Fuertes y Maharajas, visitando Pushkar. Dice la leyenda que Brahma dejó caer una flor de loto sobre la superficie de un lago y allí surgió la ciudad. Como objeto de peregrinación, su carácter sagrado prohibe que en ella se consuman drogas (aunque el bhang - marihuana - puede aparecer incluso en un batido), alcohol (pero si se pide discretamente...), huevos, carne...o las parejas se besen en público (esto último es cosa corriente en toda Asia, aunque demasiados extranjeros lo incumplen, trayéndose aquí sus costumbres e ignorando las de los locales). En torno al lago se agrupan 52 gaths (en uno de ellos se esparcieron las cenizas de ese apóstol de la no violencia, el asesinado Ghandi) y es en ellos donde los peregrinos acuden a bañarse en sus sagradas aguas.


Hay muchos turistas que pierden el sentido entre sus callejuelas, rodeados de olores a especias, puestos de venta de tikka, los sadhus que pasean por el pueblo o meditan junto al lago, y acaban pasando aquí más días que los originalmente planeados. Los reconoceréis por sus largos pelos con trenzas rastas (como si llevaran "un pulpo en la cabeza", que dice mi amigo Vincent), pantalones amplios, bolsos de tela en bandolera (en general, ropa supuestamente local que un indio no se pondría ni en pleno subidón de bhang y que provoca la risa entre los locales cuando les preguntas su opinión a ellos, que prefieren unos pantalones vaqueros y una camisa de algodón blanca). Son los nuevos hippies, con los bolsillos llenos de valiosos Euros que aquí pueden estirar y estirar como si se tratara de goma de mascar.

Se pueden recorrer miles de kilómetros con el objeto de encontrarse uno mismo, ya que todos llegamos a la India perdidos y sin saber que esperar de éste país tan extraño, milenario, misterioso, poblado por timadores y santos, mendigos y lisiados, caras infantiles de grandes ojos que te persiguen buscando limosna, ruidoso, sucio, lleno de contrastes, con bombas atómicas y vacas comiendo basura en las calles.

Pero, sobre todo, fascinante.


Marionetas de fabricación artesanal apoyadas en un muro, a la entrada del castillo de Jaisalmer. A veces nos parece que eso es lo que somos nosotros, y que los hilos se mueven sin un sentido claro por obra y gracia de fuerzas que no comprendemos. Para unos Dios, para otros el Destino, pero desde las Parcas de la mitología helena, el hombre ha intentado, en vano, buscarle el sentido a esas acciones suyas que, para todos los demás, no tienen explicación. Por eso, una vez que en Occidente matamos al Dios cristiano, muchos son los que viajan a los países budistas e hinduistas buscando un sentido a sus vidas, buscándose a sí mismos. Porque ¿quién no ha perdido alguna vez el Norte?


(Escrito por él desde Myiktyina, Myanmar, el miércoles 9 de Enero de 2008)

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