24 julio, 2007

Carretera y Océano

Creemos fervientemente que Australia no es ciudades sino campo (con más desierto que hierba, eso sí), de modo que después de unos días en Melbourne a la vuelta de Tasmania, decidimos alquilar un coche para hacer por nuestra cuenta el trayecto a Adelaide, recorriendo la ¨Great Ocean Road¨. Aunque oficialmente son unos 400 Km, es desde Torquay a Warranambool donde hay unos 150 Km de carretera que se pueden calificar de espectaculares. Por un lado el océano, con playas y acantilados. Al otro lado del arcén, boscosas montañas. Conducir esta ruta es una desgracia porque el acompañante no dejará de exclamar “¡oh!”, “’¡ah!” y “¿has visto eso?” y a uno le tocará sujetar firmemente el volante y responder, con mala leche apenas contenida, “Pues claro que no, ¿no ves que estoy conduciendo?”. Para evitar esa situación, Isabel y yo nos fuimos turnando a la hora de manejar el Mitsubishi Lancer (habíamos alquilado un pequeño y gris Hyundai Getz pero nos entregaron este sedán blanco y seguí la máxima de “Nunca preguntes porqué te dan algo mejor de lo que has contratado, si no te va a costar nada”).

El primer día de viaje por la Great Ocean Road batimos un record: salimos de Melbourne y la primera noche la hacemos…a una hora de allí, en Geelong. Por una cosa u otra, hemos salido tarde, al principio nos diluvió y no pude acelerar mucho y nos encontramos con que se ha va a hacer de noche pronto así que dormimos en la mejor opción (la mas barata, 55 AUD la habitación doble), el Inta National Hotel. Debajo hay un pub y actuaciones.. Porque me quedo despierto (mientras Isa intenta conectarse a Internet) leyendo folletos y preparando nuestra ruta hasta Adelaide – conforme a la costumbre que hemos adquirido desde Enero, esperamos hasta la víspera o al mismo día para informarnos sobre lo que vamos a hacer…cuando ya lo estamos haciendo - que si no igual me hubiera molestado el ruido de la música en directo que llegaba a través del suelo. O de las paredes, cada vez que alguien abría la puerta del segundo piso (no quiero imaginar lo que hubiera sido querer acostarse pronto y estar alojado en el primer piso). A Isa lo que le molesta es el olor del pub, una mezcla de cebada fermentada y humo y sudor viejo (más reciente es el humo, porque hasta hace unas semanas no entró en vigor la Ley que nos protege a los no fumadores de la agresión irrespetuosa de los adictos a la nicotina, impidiéndoles a ellos fumar en bares y restaurantes).
.
Un pequeño madrugón al día siguiente. A las 9 salimos pitando de nuestra caliente camita para evitar que el eficiente servicio de la ciudad nos obligue a introducir unas monedas en el parquímetro electrónico (y para aprovechar el día mejor que la víspera, claro). Antes de escapar un peculiar personaje me entretiene en la cocina y me ameniza mi café. Un metro ochenta, sombrero encajado hasta las cejas, barba y largo peno canos, abrigo abrochado hasta el cuello. En un inglés apenas inteligible me habla del Islam, los conquistadores españoles, una novia española que tuvo y los vascos. Menciona la Leyenda Negra y habla de las matanzas que los conquistadores hispanos cometieron con los indios en centro y Sudamérica. Yo le comento, sin querer entrar en polémicas pero harto de esa exageración alimentada por nuestros enemigos británicos de la época, que algo así hicieron los ingleses con los aborígenes australianos ¿verdad? (y los americanos con sus indios, y los franceses en Indochina, y los japoneses en Corea, y todas las potencias europeas en África…pero, pobre de ti, es España a la que todo el mundo recuerda).

En Anglesea desayunamos y nos acercamos al campo de golf local, no para practicar este deporte sino para observar como los jugadores comparten la hierba pacientemente con una colonia de canguros que allí habita. No es la única de las interrupciones del viaje. Hacemos paradas en la carretera, muchas paradas, maldecimos nada en silencio cada mirador que ha construido con una total falta de escrúpulos el Gobierno para que los turistas podamos disfrutar del paisaje. .Bajamos a una playa, vemos unas cascadas, nos acercamos a un faro, nos detenemos a ver el memorial a los constructores de la carretera (soldados retornados de la I Guerra Mundial que se encontraban sin empleo y para los que se decidió esta obra, y otras, de tal manera que pudieran tener un sueldo digno y una oportunidad laboral).


Y no somos los únicos incapaces de hacer el trayecto sin interrupción. En un recodo de la carretera empezamos a ver coches detenidos y conductores mirando hacia arriba. ¿Un meteorito? ¿Una invasión alienígena? ¿Una lluvia de cometas? Ni fenómeno astronómico ni bélico sino una adorable criatura. Koalas, subidos a eucaliptos, comiendo sus hojas unos, dormitando aferrados a sus troncos, otros. A tres o cuatro metros de distancia, casi ajenos al revuelo que despertaban más abajo, un peludo marsupial estiraba sus bracitos para alcanzar una suculenta hoja y más de una deseaba que se cayera al suelo en esta acción para poder acariciarlo a placer.


La noche la hacemos en Port Campbell, una enorme población de 300 habitantes, en el "Ocean House Backpackers". Llegamos apenas a las siete y ya estaba cerrando la oficina (y todos los negocios del pueblo, creo yo). Para el alojamiento se nos ofrecen dos posibilidades: cabina en el camping park (de los mismos dueños, aparentemente) por 45 AUD por persona o la habitual litera en un dormitorio de mochileros por solo 25 AUD. Yo pregunto de cuanta gente es la habitación y cuanta gente hay y la respuesta es que está vacio. Ni una milésima de segundo para decantarnos por esa opción. Y resulta que el precio final son 22,5 AUD por un motivo que ni se nos ocurre preguntar (ver mi comentario sobre el Lancer en vez del Getz). Así que dormimos en una casita en frente del mar con dos cocinas, tres cuartos de baño, una terraza, un living room, 5 habitaciones con 26 camas…y todo para nosotros solos.

Al día siguiente vemos los "Doce Apóstoles", que resultan no ser tan espectaculares (como ya decía Dani) pero aún así merece la pena pasar a ver estas formaciones rocosas a las que el mar ha aislado de la costa y que acabará engullendo (cada vez van quedando menos conforme a la fuerza del océano erosiona y debilita su base y hace pocos años uno de ellos acabo derrumbándose y ahora reposa, junto a varios de sus condiscípulos, en las profundidades). Parece que trae mala suerte pensar o decir que no es para tanto el monumento natural. Unos kilómetros más allá, en el camino a Gibsons Steps damos un mal paso y al girar para salir de la carretera principal al coche le revienta un neumático sin mayores consecuencias que las habituales: un hombre ensuciándose las manos para cambiar la rueda mientras una mujer contempla la escena, maravillada por la destreza, ingenio y efectividad de cada uno de sus masculinos movimientos. Nos resarcimos esa misma tarde, parando en Timboon para pecar: degustación de quesos y compra de dos deliciosos (un fuerte azul y un cremoso brie) acompañados de una botella de vino local.


Esa noche nos quedamos en Portland, pero no en la habitación de un hotel. Dormiremos en una caravana, gentileza de Olivia y Harold, que tienen varias habilitadas como habitaciones para sus huéspedes. En los alrededores de la ciudad queremos ver Cape Nelson (otro bello faro), Blowholes (pensaba que eran como los Bufones de Llanes), el Bosque Petrificado (más arboles que bosque, aunque es llamativo) y la Yellow Rock (lo mejor de todo…y mi cámara se niega a funcionar). Antojo de Isabel con discusión de 0,5 segundos: sea una amiga, hermana, mujer o madre, ellas siempre ganan. Nos quedaremos otra noche porque ella tenía ganas de viajar en caravana pero el invierno se lo negó así que ahora se va a resarcir. Hago una llamada a Thrifty para extender el alquiler del coche un día mas. Al cabo de cinco minutos, hago una segunda llamada porque en la primera les di mal el numero de matricula (no me la sabia ni la tenia apuntada, así que salí de la cabina, mire y…me fije en el coche incorrecto). De todos modos, la empleada de la oficina de Melbourne no debía tener ni el ordenador encendido porque me dijo que si a todo, incluyendo el número de matricula, y no me comentó nada del pago. Es como Isabel, cuando hacemos las compras de comida para los viajes nunca me comenta nada del pago o de la cantidad que nos hemos gastado.


Y luego me pilla desprevenido y me da el susto.



Nota: Nosotros optamos por alquilar un coche y recorrer a nuestro, lento, paso la Great Ocean Road pero si no disponéis de mucho tiempo existen operadores turísticos que os llevaran a los 12 Apóstoles en un viaje de un solo día. Preparaos para madrugar mucho. He dicho mucho. En el momento en que sois dos o más personas merece la pena alquilar un coche…o comprárselo de segunda mano si vais a estar recorriendo Australia más de cuatro o cinco semanas.


(Escrito por él desde Uluru, Northern Territory, Australia, después de haber disfrutado de la puesta de sol enfrente de Ayers Rock, - la víspera de darse un madrugón para, desde otro punto, ver amanecer y luego turnarse para conducir unos 441 Kilómetros hasta Alice Springs – el 30 de julio de 2007)

La Isla del Diablo

He dormido en turismos (asientos traseros, delanteros reclinables y delanteros incómodos), en todo terrenos (sin reclinar asientos y también tumbado en la parte de atrás), en aviones, en trenes (tanto en asientos como en coches cama), pero nunca había dormido en un barco (que no estuviera fondeado)…y menos en un asiento. Pero la Clase Business del ferri “Spirit of Tasmania I” que nos llevó de Melbourne a Devonport tiene unas butacas tan cómodas como las de Primera Clase de una aerolínea, incluso cuentan con una lámpara de lectura, pero no con pantalla de TV. Y no hay azafatas que te traigan el periódico y la comida. Si lo quieres, tienes que ir a buscarlo tú. Y pagarlo. Y además lo que ostentosamente llaman la Clase Business resulta que es la de los mochileros, los pobres, los sin fondos. Los cutres, vamos, que no tienen 100 dólares más para dormir en una litera, en una cabina (aunque si quieren “ojo de buey” tienen que pagar una cantidad adicional). Eso sí, hay dos restaurantes, dos bares, una sala de juegos y una sala de cine (¿de verdad “Eragon” no era una película para niños?) en la que proyectan dos películas durante la travesía. Y en el piso superior hay otros dos bares (ahora cerrados) y una zona cubierta pero aparentemente no climatizada para contemplar el mar durante el viaje. En verano, claro, que hay un servicio diurno porque en invierno a las cinco de la tarde es de noche y no se ve nada. Y además ¿con este frio quien va a querer estar hay arriba?. Por lo menos los pasajes nos han salido con un descuento de casi el 50%, ¡viva la temporada baja y vivan las ofertas!

Después de enamorarme de la Isla Sur de Nueva Zelanda era difícil pensar que podían aparecer paisajes que llegaran a gustarme tanto como aquellos. Sin embargo el mundo está lleno de maravillas y a este asturiano nunca le ha cansado ver montañas, praderas y ríos. Y Tasmania no fue una decepción a ese respecto. Limitadas las comparaciones por la menor extensión y la ausencia de glaciares, aquí volvimos a encontrar la belleza salvaje de las antípodas.

Lo primero que hicimos (en realidad lo segundo, antes alquilamos el coche, un automático Hyundai Accent) fue comprar un pase que nos permitiría visitar todos los parques nacionales de Tasmania, que no son pocos pues el 21% de la superficie de la isla (es decir, uno de cada cinco kilómetros cuadrados) está protegido y mimado con esa categoría. No solo está cuidada la riqueza vegetal sino también la animal. A todos os sonaran (de películas, publicidad y suvenires australianos) esos carteles romboidales que sobre un fondo amarillo presentan la figura de, por ejemplo, un koala y avisan de su proximidad los próximos kilómetros ¿verdad? Pues en Tasmania comprobamos que la fauna está presente, y muy presente, fuera y dentro de sus bosques. Hubo encuentros con wombats, uno a cada lado de la carretera y sin que uno de ellos se decidiera a cruzarla. Aparecieron los “pademelons” (marsupiales de tamaño algo menor que el wallaby, una especie de primo pequeño del canguro aunque todos pertenezcan a la misma familia) a nuestro lado cuando, entrada la noche, llegábamos a visitar las Cataratas Russell. Y no solo ellos, sino también los nocturnos possums, hicieron acto de tranquila y lenta presencia. A mi, que admito abiertamente que me gustan los animales, me pareció una experiencia que no tiene precio el verlos en su hábitat, tan cerca de uno, y además especialmente tratándose de especies únicas, existentes sólo en esta parte del mundo.

¿Conocéis a ¨”Taz”? Si, hombre, El Diablo de Tasmania, el personaje de cómic. Bueno pues nosotros vimos en vivo y en directo, en carne, garras y pelo, al auténtico Diablo de Tasmania. Un oscuro marsupial del tamaño de un perro pequeño y con tanta hambre como este (o como mi amigo David).aunque solo le den de comer dos veces al día (al animal, no a mi amigo) y al que pudimos observar en cautividad en el extenso “Tasmanian Devil Conservation Park”
, al Sur de la Isla, camino de Port Arthur. La docena de ejemplares que se encuentran aquí gozan de todo tipo de cuidados, especialmente médicos pues a sus hermanos en libertad los está diezmando un terrible cáncer que les mata en muy poco tiempo.


T y T, Tontos y Torpes, así son los jóvenes animales que vimos (tres hembras y un macho) en el recinto. Eran tan rápidos como una gallina, y tan listos como ésta. Cuando les dieron la comida ellos se lanzaron ávidamente sobre el suelo….donde no había nada. Tardaron unos divertidos segundos en encontrar, a un metro de distancia, el primer trozo de comida. Eso sí, sus mandíbulas tienen cuatro veces la fuerza de un perro de similar tamaño y daba miedo el ruido que hacían cuando cortaban rápida y metódicamente los huesos, devorando todo lo que se les ponía por delante. Ver a los cuatro aferrando con sus dientes, cada uno en una esquina, el trozo de carne, mientras se intercambiaban gruñidos y tiraban con fuerza de su presa daba escalofríos (imaginaros si fuera una pobre gallina). De todos modos, como he dicho antes, son bastante torpes y esa escena es más que improbable.

Y como sólo comen dos veces al día, el resto del tiempo lo dedican a dormitar, pasear y a…a…a…ejem…bueno…a copular. Delante de nosotros (y de los niños de una familia que también visitaba las instalaciones), el macho requería las atenciones de una de las hembras. Ella se negaba con gruñidos y gestos amenazantes. Él se retiraba, pero al cabo de unos minutos volvía a insistir. Ella volvía a negarse. El se retiraba otra vez…y así hasta que, como os podéis imaginar, venció la resistencia de la hembra y , tumbado a sus espaldas, procedió a…a…a…ejem…bueno, a copular….y a detenerse….y a volver a la acción….y a detenerse….y a volver….y a detenerse….y a volver…. Con ánimos científicos y dado que se trataba de una especie en peligro de extinción, yo grabé la escena para la posteridad y prometo subirla a YouTube
en cuanto tenga ocasión.

Nos fuimos de allí al cabo de un rato para, en otra zona donde la acción era distinta, ver a los canguros de cerca. Tan de cerca que les pudimos dar de comer en la mano y allí se acercaron estos marsupiales permitiendo que también les acariciáramos. Había alguna hembra que aún tenia en su bolsa a un pequeño (“joey” llaman aquí a las crías) y otras con retoños más mayores pero que todavía se acercaban a ellas para mamar, con la cabeza dentro del marsupio.



Como es fácil deducir, Tasmania no es una isla para ver ciudades, sino campo. Edificios, sino bosques. Gente, sino animales.

De las maravillas de la Naturaleza nos dirigimos a ver las obras del Hombre. En Port Arthur visitamos los restos de su famosa y extensa colonia penal e hicimos un pequeño crucero alrededor de "Dead Island" (“La Isla de los Muertos”, como su nombre indica, se usaba como cementerio) y de la que es reconocida mundialmente como el primer Centro Penitenciario para Menores, "Puer Island" (en esa época el Código Penal permitía el ahorcamiento de niños de 8 años y los menores que cometían un delito compartían instalaciones con los presos mayores de edad). Para los que no lo sepan, la colonización de Australia se produjo como consecuencia de convertirla en Colonia Penal a la que deportar a los presos británicos. Ladrones, asesinos, rebeldes irlandeses y prostitutas acabaron en barcos que les llevaron a estas lejanas tierras (el viaje duraba varios meses y no todos los buques llegaban pues la costa está llena de restos de naufragios en las traicioneras aguas) y aquí cumplían su condena. La dureza de la ley era extrema pero también existían las oportunidades para la reinserción y la libertad, dependiendo de la conducta de cada reo. Unos frecuentaban las celdas de castigo donde se practicaba la privación sensorial: se les mantenía completamente a oscuras y en silencio. Otros, mejor dispuestos, podían obtener la ansiada libertad condicional. En el museo de Port Arthur se pueden leer las historias de muchos convictos y comprobar que la cadena “delito-condena-libertad-delito-condena…” no es exclusiva de estos tiempos.




También hay un pequeño jardín que recuerda acontecimientos más recientes pero emotivos y tristes. En 1996 un hombre armado cometió una masacre en la zona y entre las 35 victimas mortales se encontraban algunos trabajadores del enclave. La sangre derramada hace 100 años se encontró con un nuevo caudal a finales del siglo XX.

No puedo terminar mi post de una manera tan triste así que aquí va una anécdota “verdadera y verídica”. Seguro que conocéis este viejo chiste:

Entra un tipo en una librería y le pregunta al vendedor “¿Tiene usted el libro ´Cómo hacer amigos´, calvo de mierda?

Pues bien, la tarde que nosotros embarcábamos en el ferri de vuelta a Melbourne nos paramos en la pequeña ciudad de Latrobe, pocos kilómetros all Sur de Devonport, haciendo tiempo hasta que fuera la hora de devolver el coche y subir al barco. Decidimos visitar la Oficina de Información Turística para que nos dieran información sobre museos o actividades en la zona. Allí dispondrían de información fiable proporcionada por las atracciones turísticas locales y daba por sentado que alguna de ellas sería ciertamente famosa y se nos presentarían varias alternativas para amenizar la espera, y eso era lo que yo quería preguntar. Pero Isabel, que caminaba delante, se acercó al mostrador y le preguntó con nulo tacto a la sonriente morena:


“Bueno, y aquí ¿hay algo que ver?”




Nota: Pasamos unos días en Melbourne al llegar de Nueva Zelanda y después a la vuelta de Tasmania. A ambos nos pareció una ciudad bonita y disfrutamos de muy buen tiempo (y eso que era invierno). He de destacar que las autoridades del transporte metropolitano han dispuesto dos servicios gratuitos por el CBD (Central Business District), un tranvía que hace un recorrido circular y un autobús que lo hace transversalmente. Australianos y turistas por igual los aprovechan para sus desplazamientos por el centro. ¿Qué podéis hacer en Melbourne? Visitad el Queen Victoria Market, un mercado de estilo europeo y hasta algo pijo (tal vez no os lo parezca a vosotros pero es ya medio año viendo mercados asiáticos y se agradece la diferencia que te recuerda el Mercado de El Fontán, por ejemplo). Usad el tranvía gratuito para acercaros hasta los Docklands (me encanta el mar, por si aún no lo había dicho). Aprovechad que hay un tour guiado gratuito del Parlamento. Acercaros a Federation Square e informaros de actividades en la ciudad (en el cercano ACMI – Australian Centre for the Moving Image –nosotros fuimos a una exposición, no gratuita, sobre los 20 años de Pixar, los reyes de la animación, con películas como “Toy Story”, “Monsters, Inc”, “Finding Nemo” y “Cars”).Y no os olvideis de disfrutar de Internet gratis en la State Library, por supuesto.

(Escrito por él entre los exquisitos vinos de los valles de Barossa y Clare y la noche en mitad del Outback en Coober Pedy, South Australia, Australia, los días 25 – 28 de julio de 2007)

Great Ocean Road

140 kilómetros de carretera serpentina, la B100, mejor conocida como “Great Ocean Road”, bordea la costa del estado de Victoria, de Geelong a Warrnambool.

Alquilamos coche en Melbourne, para un total de cuatro días (que terminaron siendo cinco), con intención de devolverlo en Adelaida. Sin prisas. Y es que nosotros somos así: antes de coger la famosa carretera, ya paramos a descansar. Tras un breve garbeo por el paseo marítimo de Geelong, cuyos 104 coloridos bolardos no llegamos a fotografiar en su totalidad, decidimos hacer noche en el pueblo. En el “National Hotel”, nada menos (increíble pretensión la de este “hostelucho” para mochileros, antro apestoso a cerveza fermentada, poblado de caracteres barbudos y noctámbulos, cuyo emblemático nombre hace mofa del espíritu patrio).

Bolardos (Geelong)


Más afortunada fue nuestra segunda noche, en Port Campbell. Llegamos por los pelos, un minuto antes de la hora de cierre de recepción. Se nos presentaron dos alternativas. Por un lado, la glamorosa habitación doble por 90 dólares. Por el otro, a mitad de precio, el dormitorio de estilo marcial con literas. Ardua decisión, cuanto más por la urgencia. Un minuto para sopesar pros y contras. Romance o ahorro, ¿por cuál os hubieseis decantado vosotros? Nosotros, con un simple cruce de cómplices miradas, de inmediato resolvimos el dilema: ¡literas, por favor! Un acierto, pues tuvimos la suerte de no tener que compartir dormitorio con desconocidos. De hecho, ni dormitorio, ni cuarto de baño, ni cocina, ni sala de estar, ¡tuvimos el hostal entero para nosotros solos! ¡Y con vistas al mar! ¡Hurra por el invierno, el viento, la lluvia y la temporada baja!

Los dos tramos más populares de la gran carretera son los que llevan de la Bahía de Apollo al Cabo Otway y, un poco más lejos, del poblado de Princetown al de Port Campbell.

El primero atraviesa el parque nacional de Otway, en el que es fácil divisar koalas en su hábitat natural. El truco para encontrarlos consiste no tanto en mirar a lo alto de los eucaliptos, sino más bien en fijarse en los arcenes. Allá donde veáis una fila de coches indebidamente estacionados a ambos lados de la carretera, pisad el freno y buscad un hueco en el que aparcar igual de indebidamente. Apenas apeados del coche, divisaréis un grupito de maromos y chorbas, los unos apuntando al cielo con sus cámaras digitales, las otras formando un coro de “oooohs” y “aaaahs”. Os acercáis al grupo, miráis hacia arriba y… premio, ahí está, visión celestial, un osito de peluche vivo, qué bonito, qué monada, mira cómo duerme, anda pero si allí hay otro, mira, mira cómo come (dolor de cervicales garantizado al cabo de quince minutos de vuestro primer encuentro con el koala).

El segundo tramo pasa por el parque nacional de Port Campbell, cuyo atractivo número uno son sus acantilados, las formaciones rocosas de los Doce Apóstoles (de los que sólo se ven seis) y del Arco. Está bien, pero tampoco me da para más. Personalmente, prefiero los paisajes de Portland, aunque sólo sea porque nadie se detiene a contemplarlos. Nosotros lo hicimos. Es más, nos quedamos allí dos días, paseando por los acantilados del bosque de piedra (“Petrified Forest”), buscando tesoros bajo la roca amarilla (“Yellow Rock”) y elfos en el bosque encantado (“Enchanted Forest”).

Portland fue, para mí, la mejor parte del viaje. Como quien alcanza un extremo del arco iris y descubre allí el mítico caldero de oro, nosotros encontramos a Harold y Olive. A cinco kilómetros de Portland, de camino a “Yellow Rock”, esta pareja de adorables ancianos nos recibieron en su pequeño hostal, el “Bellevue Backpackers”. Siendo los únicos huéspedes, tuvimos derecho a la suite nupcial: una gran caravana aparcada en el jardín, equipada con todas las “modernidades” imaginables, desde el equipo de alta fidelidad de los años 70 y sus mega altavoces, hasta el televisor en blanco y negro. En cada armario y en cada cajón, encontré un pequeño tesoro: café, té y azúcar (cuya gratuidad José compensó olvidándose una botella de licor en la nevera), una baraja de naipes (que no usamos) y, lo mejor, un libro (que devoré en un par de tirones), auténtico bestseller de los 80. “All I really need to know I learned in Kindergarten”, de Robert Fulghum (“Todo lo que realmente necesito saber, lo aprendí en el jardín de infancia”, os lo recomiendo).

(Escrito por ella desde Kangaroo Island, Australia, 23/07/07)

19 julio, 2007

Tasmania

Habiendo regresado de Nueva Zelanda pocos días antes, nos creíamos inmunes a la belleza de los paisajes australes. Aun así, Tasmania nos dejó boquiabiertos. Menos espectacular que aquélla, pero no por ello menos cautivante. La imagen de Tasmania que, como una postal, quedará para siempre impresa en mi memoria, es la de un paisaje austero bajo un cielo plomizo, árboles abigarrados, retorcidos como ánimas atormentadas, sus siluetas como sombras recortadas en el horizonte.

De cada cuatro kilómetros cuadrados de territorio, uno es parque nacional. La entrada a un parque, válida por 24 horas, cuesta 20 dólares por vehículo. La alternativa, por la que nos decantamos, es pagar 50 dólares por un pase de ocho semanas. Con él te regalan un pequeño pasaporte testimonial, en el que acumular sellos que den fe de tu paso por los siguientes parques: Freycinet, Strzelecki, Mount William, Rocky Cape, Maria Island, Mount Field, Douglas, Apsley, Tasman, Mole Creek Karst, Ben Lomond, Narawntapu, Franklin y Gordon Wild Rivers, Cradle Mountain, Lake Saint Clair, Southwest, South Bruny y Hartz Mountains. Nosotros, con nuestro precipitado itinerario de cinco días y cuatro noches, logramos coleccionar la friolera de DOS sellos (como siempre, amortizando la inversión).

Bueno, por lo menos conseguimos cumplir un objetivo: ver de cerca al demonio. El Diablo de Tasmania, con su poderosa mandíbula (cuatro veces más fuerte que la de un perro), es uno de los pocos marsupiales carnívoros todavía existentes, si no el único (el otro era el Tigre de Tasmania, cuyo último espécimen murió en cautividad en 1936).

Que el Diablo de Tasmania haya sobrevivido hasta hoy me parece un milagro.

Para empezar, la naturaleza no le ha dotado de demasiado talento para la caza. El pobre bicho no ve tres en un burro, apenas corre y es torpe como él solo. En el continente australiano, la proliferación de dingos (perros salvajes), mejores depredadores que el diablo, ha impedido la supervivencia de éste.

Por si esto fuera poco, el diablo tiene un ciclo procreador largo y poco eficiente. La hembra procrea una sola vez al año, produciendo hasta 50 embriones, de los que sólo cuatro tienen esperanza de vida. En libertad, la media de natalidad anual es de un diablillo por hembra. 50 embriones, cuatro tetillas y, obviamente, sobrevive el más mamón. Es ley de vida.

Su longevidad tampoco es como para tirar cohetes, con una media de cuatro a cinco años de vida. Hay que decir que el diablo es un animal de temperamento agresivo y cascarrabias: demostrado queda que la mala leche no contribuye a una larga y próspera existencia. Para colmo de males, a finales de los 90 la especie desarrolló un cáncer facial que ya ha costado la vida a dos tercios de su población, ¡pobres diablos!

Si el diablo no se luce ni por su destreza depredadora, ni por la afabilidad de su carácter, ni por su longevidad, ni por su capacidad reproductora… en cambio, en las artes amatorias, deja a más de uno con la boca abierta y la baba colgante. El diablillo, como si le hubiesen puesto las pilas del conejito duralex, dura, dura y dura (eso sí, a su ritmo, tumbado y sin prisas). José y yo, a riesgo de ser acusados de voyeristas, filmamos (para vosotros) parte del cortejo, preliminares y bueno, ya imagináis lo que viene después (a ver si un día de éstos subimos el vídeo a youtube).

Aparte del diablo de Tasmania, tuvimos la oportunidad de ver otros marsupiales autóctonos, tanto en cautividad como en su hábitat natural. Muchos de ellos, desgraciadamente, inertes en el arcén. Pero también vimos a unos cuantos canguros y “pademelons” (pronunciado “pedimélons”, el wallaby local) dando alegres brincos. En una ocasión, tuvimos que parar el coche para que un “wombat”, con toda su pachorra, se reuniese con su pareja al otro lado de la carretera.

Hablando de marsupiales y de cruzar carreteras, esto me recuerda una anécdota que nos contó la guía del parque histórico de Port Arthur, ubicado en una península al sureste de la isla. Port Arthur fue uno de los centros penitenciarios más severos de Tasmania hasta el año de su cierre, en 1877. William Hunt, uno de los presos de Port Arthur, todavía es recordado por su genial intento de huída. Consiguió escapar de la cárcel y llegar hasta el paso de “Eagelhawk Neck” (traducido como “cuello de águila”, pero más parecido al cuello de un embudo). Este estrecho paso es el único camino terrestre para salir de la península y, lógicamente, se hallaba bajo permanente vigilancia del ejército. William encontró un canguro muerto y. tras despellejarlo meticulosamente, caída la noche, se echó el apestoso pellejo a la espalda y, a grandes saltos, pasó por delante de los guardias. Desgraciadamente para él, uno de los soldados, que tenía hambre de carne de canguro, apuntó su arma hacia él. El susto fue mutuo, tanto de William como de los guardias al escuchar los gritos del primer canguro parlante: “¡NO disparen! ¡No disparen! ¡Soy yo, Billy!”.

La guía no nos contó el desenlace final de la historia, aunque no es difícil de imaginar. El valiente e ingenioso Billy volvería a ingresar en la penitenciaría de Port Arthur y, probablemente, pasaría algún tiempo en los calabozos de castigo. En éstos, no penetraba la luz, no se oía ruido alguno y existía prohibición absoluta de hablar, quedando privado de sus sentidos durante días, hasta el máximo de un mes. O hasta que se le pasaran las ganas de pegar brincos.


Nota: Port Arthur es también conocido trágicamente, por la masacre que allí tuvo desenlace el 28 de abril de 1996. La sanguinaria locura de un hombre armado se cobró las vidas de 35 personas e hirió a otras muchas. Era domingo. Bajo un cielo plomizo, árboles abigarrados, retorcidos como ánimas atormentadas, sus siluetas recortadas como sombras en el horizonte.

(Escrito por ella desde Adelaida, Australia, 18/07/07)




El Pequeño Gigante

Esta historia no ocurrió hace tanto tiempo, aunque por el reloj de los Hombres se hayan encendido y apagado varios soles desde entonces. Para los Gigantes fue sólo ayer, aunque ellos no se molestaran en recordar cosas tan diminutas para esa especie que hoy se esconde en los confines de una galaxia más allá del cinturón de Orión. No le tienen miedo a este pálido bípedo. Si se han ido tan lejos es porque les apetecía. La verdad es que nuestros asuntos, de interesarse por ellos, les parecerían mundanos. Ellos se entretienen con cosas de Gigantes, llenando el vacio cósmico y vaciando sistemas solares, lo que podríamos denominar ingeniería planetaria (aunque a ellos les haría gracia la arrogancia oculta tras el nombre y seguro que dirían que el término correcto es “Cosas de Gigantes Que Los Hombres No Entienden”).

Ha pasado en todas las familias, y en todas las épocas. Esta raza y tiempo no iban a ser una excepción. Al Pequeño gigante sus hermanos mayores no le permitían jugar con ellos. Mediano y Grande no estaban de acuerdo, como pretendía Mamá, con que los tres compartieran lo que entonces no era más que una bola de barro que giraba, acompañada por una bola de piedra más pequeña, en torno a una bola en llamas más grande. Que Pequeño se fuera con sus juegos infantiles a otro sitio, ellos no iban a compartir juguetes con él. Pero claro, Pequeño llamó a Mamá y ella llamó a Papá y alguien levantó la voz y alguien bajó la cabeza y alguien recibió un beso y alguien se fue a regañadientes acompañado de alguien que iba contento y sonriente.

Pero como ocurre siempre, una vez los mayores (y éstos lo eran más de lo que os podéis imaginar) se perdieron de vista, las cosas se torcieron levemente. “Las normas, que te quede claro, son tres”, le dijo el Mayor al Pequeño, “la primera es que no juegas con nosotros, así que no vengas a donde estemos. La segunda es que nosotros no jugamos contigo, así que no nos llames o hables con nosotros, ¿lo has entendido?”. El pequeño asintió mientras sus hermanos le daban la espalda y se alejaban. “Esperad, ¿cual es la tercera norma?”, les preguntó mientras aún podían oírlo. Sin girarse para contestar, el Mediano replicó “Tú te quedas aquí y no te mueves hasta que vengamos a buscarte. Y si Mamá te pregunta, te lo has pasado estupendamente con nosotros”. Soltando una carcajada, sus dos hermanos se alejaron con grandes zancadas.

Pequeño se quedó solo y miró a su alrededor, al gulag al que le habían desterrado. Al Norte divisaba una gran superficie de agua. Al Sur sus hermanos habían amontonado rocas y piedras hasta una altura que le impedía ver lo que había detrás. Esa cordillera se iba curvando y acercando paulatinamente por sus extremos hasta convertirse en una semi-elipse que le cercaba en la distancia. Agachó la cabeza y le dio una patada a una piedra, enfadado. ¿Qué podía hacer él? Suspirando, se arrodilló y sus manos cavaron varios agujeros donde había una llanura en las montañas y los llenó de agua. Parecían lagos, y le gustaron, aunque el vital líquido estaba casi helado. Decidió seguir jugando. Se mantuvo ocupado durante un buen rato mientras cambiaba para siempre la geografía de aquella área, Cuando terminó contempló el resultado de su obra: donde el mar (fértil con todo tipo de deliciosos habitantes de las profundidades) luchaba contra la tierra, había furiosos acantilados, donde la acariciaba, surgían preciosas playas. Las montañas estaban ahora cubiertas de nieve y las verdes colinas, pobladas de frondosos bosques con multitud de árboles de los que colgaban verdes manzanas, cubrían el resto del paisaje. Era Natural. Era un Paraíso.

Pero se le había quedado pequeño así que, contraviniendo las órdenes explícitas de sus hermanos se levantó y caminó un rato hasta encontrar otro sitio mas grande donde jugar y poder repetir esa belleza pero a mayor escala, con grandes volcanes, espectaculares glaciares, intrincados fiordos, bellísimas playas y bosques recorridos por animales peculiares no vistos en ningún otro lugar de ese joven mundo.

Cuando estaba terminando su obra, un rugido le sobresaltó y una conocida voz le hizo temblar “¿Qué haces aquí? ¿Por qué te has movido de la esquina en la que te dejamos?” Mediano y Grande le contemplaron cejijuntos y se acercaron furiosos al Pequeño que ahora amenazaba con romper a llorar por miedo a las represalias de sus hermanos. Cuando parecía que era inminente una pelea en la que volvería a perder el más débil, una sombra se cernió sobre ellos. Los tres miraron hacia arriba y vieron a Papá cruzado de brazos. “¿Qué está pasando aquí?”, les preguntó con voz suave pero cargada de autoridad.

Grande se aclaró la garganta y con temor le dijo que Mamá les había obligado a jugar con Pequeño así que decidieron, para que éste no se hiciera daño, protegerle detrás de un pequeño muro y dejarle con suficiente espacio para que se entretuviera mientras ellos…ellos…ummm…daban una vuelta explorando aquel mundo. Ahora ellos habían vuelto a buscarle y no le encontraron donde le habían dejado así que estaban preocupados por él, ya que no querían que le pasara nada. Papá les contempló con esa mirada que ponen los adultos y que los niños entienden como “esa es tu versión de la historia pero sé perfectamente que no lo estás contando todo”.

Papá miró lo que Pequeño había hecho y sonrió. “Bueno”, les preguntó a los otros, “¿Qué habéis hecho vosotros mientras vuestro hermano estaba tan ocupado?”. Ellos le guiaron hacia la zona en la que habían pasado el rato: los volcanes vomitaban lava, negras nubes cubrían el cielo y un olor a azufre lo impregnaba todo. No había vegetación más allá de arbustos de aspecto tan triste como la tierra en la que intentaban medrar. Los repugnantes animales que reptaban o se arrastraban entre las rocas no podrían nunca hacer reír a un niño ni mucho menos inspirar en él los deseos de abrazarlos. Nadie dijo nada y los dos hermanos no sabían como salir del apuro. Y no era la primera vez que su conducta con respecto a Pequeño dejaba mucho que desear aunque él, casi siempre alegre y saltarín, nunca hubiera osado comentarle nada a Papá y Mamá.

“Nos vamos de aquí”, les dijo Papá a los tres, “así que venid conmigo a recoger a Mamá. Pero id pensando en esto: lo que cada uno hace en el exterior sólo refleja lo que lleva en su interior. Vosotros dos aún estáis a tiempo de cambiar y en el siguiente sitio al que vayamos espero que Mediano y Grande crezcan no sólo por fuera sino también por dentro. Reflexionad sobre eso y tened en cuenta que incluso un Gigante puede aprender algo valioso de un Pequeño”. Y diciendo esto, cogió al Pequeño entre sus brazos y, seguido de Mediano y Grande, se fueron a buscar a Mamá.

A sus espaldas dejaron un mundo en formación en el que dos de sus zonas iban a seguir transformándose, mejorando lo que Pequeño había comenzado. Al mar que era frontera natural de la más pequeña de ellas lo iban a llamar Cantábrico y a sus altas montañas, los Picos de Europa. A la otra, compuesta de dos islas, la conocerían como Nueva Zelanda pero para el más joven de los gigantes era simplemente, su mejor zona de juegos.

.

(Escrito por él - porque le apetecía intentar explicar torpe y humildemente que la belleza de Nueva Zelanda es más que humana, más que mágica - entre el Valle de Barossa y ese poblado minero mitad subterráneo en medio de la nada que es Coober Pedy, del 25 al 28 de julio de 2007)

Hay que venir al Sur (para disfrutar bien de Nueva Zelanda)

Me niego a sufrir tamaño atropello en silencio, le pese a quien le pese. Vamos, hombre, ¡que me acusen a mí abierta e injustificadamente de demasiado detallista en mis textos del blog! ¡David, Manu, Mel, Diego, Sergi! Vosotros, que sabéis la verdad, defendedme a capa y espada desde Dublín. Bueno, no, mejor no os esforcéis demasiado, seguid, seguid con vuestros emails sobre fútbol y lo mal que lo hace la selección nacional… Sí, es cierto, a veces (algunas) escribo contándolo todo con pelos y señales pero es la forma de satisfacer el lado “reportero” del escritor, y la vertiente “diario” esa la selecciono un poco más. Pero no mucho más, a juzgar por todo lo que se publica. En fin, esta era la introducción para un resumen de la Isla Sur, al estilo de mi aventajada compañera de viaje que ya se ha ventilado de un plumazo las experiencias vividas durante varias (pocas) semanas recorriendo esa parte del país. Ahora es mi turno de contaros lo que no os podéis perder y lo que nosotros no dejamos pasar, para bien y para mal.




Los pueblos de carretera. ¿Habéis visto algún episodio de “Northern Exposure” (“Dr. En Alaska”)? Si os acordáis del aspecto de las casas y calles de la pequeña Cicely entonces tendréis una permanente sensación de “déjà vu” cuando recorráis muchos de los parajes neozelandeses. Atravesareis pueblos que constan de una calle principal, que es la carretera nacional por la que circulas en ese momento, un hotel, una tienda de ultramarinos, una iglesia y doscientos metros de casas. Eso en los sitios grandes, porque en muchos otros la iglesia, la tienda y el hotel están en el pueblo de al lado. Hay 60, 80 o 120 habitantes según aparece en la Guía de Viaje bajo el nombre de la población. Y sus casas se esparcen entre los límites de uno y otro pueblo. Antes de verlas, las adivinas por los blancos penachos de humo, enroscados como una serpiente en su madriguera, que se elevan entre los arboles. Porque es invierno y la madera cortada laboriosamente durante el verano se transmuta ahora en luz, calor y vida.



Los paisajes. Lake Rotoiri, los pancakes de punakiki, el Lago Mattheson (desde donde hay una perspectiva de postal con el Monte Cook al fondo)… Si no conocéis nada de Nueva Zelanda os encontrareis en cada recodo de la carretera con imágenes que se grabaran en vuestras retina como si se tratara de una película o un documental de la 2: una carretera por la falda de una montaña, un rio con extensas orillas pedregosas, montañas que contemplan el sinuoso paso del agua y cucuruchos blanquecinos que se niegan a derretirse en lo alto de los pétreos gigantes. A veces, la atmosfera nos presentaba tal claridad del aire que recuerdo especialmente una puesta de sol en la que parecía que líneas de pintura anaranjada caían del cielo y se derramaban sobre el horizonte.



Los museos. Para todos los gustos, colores y sabores: “NZ Fighter Pilots Museum” (con efectos personales de pilotos de la I y II Guerra Mundiales, centenares de maquetas, aviones Hawker Hurricane, Polikarpov Il, Tiger Moth, De Havilland Vampire y un segundo edificio para mantenimiento de estas y otras aeronaves), “Puzzling World” (no solo por el gigantesco y complicado laberinto al aire libre sino por la variedad de sus hologramas, lo curioso del efecto de las caras – una habitación enorme en la que te sentirás no solo observado sino seguido por la mirada de decenas de Einsteins, Churchills… - , el cuarto en que puedes ser gigante o enano según por que puerta entres o la curiosa habitación donde la gravedad funciona al revés) , “Transport and Toy Museum” (con miles de juguetes de todas las épocas – incluyendo, por supuesto, un apartado especial dedicado a Star Wars con ¡algunas figuras de 1977 aún en sus cajas! – y centenares de turismos, coches de bomberos, vehículos militares, carros de combate y varios aviones, incluyendo un MiG), “Shantytown” (la reconstrucción de un pueblecito minero australiano de mediados del siglo XIX con su tren de vapor – en el que obviamente nos dimos una vuelta – y todo), “Canterbury Museum” (donde a las tres y media tenemos el tour con una embarazadísima Rachel que espera el segundo hijo para Octubre), “Willowbank Wildlife and Maori Experience” (decidimos tirar la casa por la ventana y cogemos el paquete completo: espectáculo maorí, cena y visita a la reserva de vida salvaje. La cena nos hincha, el espectáculo no nos parece muy bueno a ambos y la buena noticia es que vemos hasta media docena de gordos kiwis. La nota surrealista y graciosa es que cuando volvemos en el taxi se recibe una llamada desde el centro y tenemos que dar la vuelta pues parece que nos hemos dejado a otros dos pasajeros atrás. Al llegar comprobamos que éramos nosotros…

Los glaciares. Hace dos años en el Sur de Chile, Renato, Mercedes, Sabine y yo pasamos cerca de uno, pero la traicionera niebla lo envolvió rápidamente con su gris manto y nos quedamos con las ganas de verlo. Esta vez no ocurrió lo mismo y pude disfrutar no de uno sino de dos glaciares que están bastante cerca el uno del otro, al principio de lo que se conoce como Southern Alps (Alpes del Sur). Al segundo, el Fox Glacier, nos pudimos acercar hasta unos cien metros. El primero lo vimos bastante más de cerca, Isabel optó por la vía CC (cómoda y cara) haciendo HeliTrekking y yo por la –CC (menos cómoda y menos cara), haciendo trekking hasta el principio del glaciar y sobre este para después hacer Ice Climbing
(escalada en hielo).

Un pequeño grupo compuesto por Beth, Tadhg, dos chinas quejicas y dos guias (Mickey y Ray) disfrutamos de un madrugador día de cielo azul paseando primero y escalando luego, por este viejo gigante. Hacia el final de la jornada, subir los verticales veinticinco metros de la última pared fue especialmente cansado y cada vez que se levantaba un brazo para clavar el pico en el costado del coloso, el esfuerzo era acompañado por un pequeño gruñido. A continuación, hacer fuerza para quitar el crampón de donde lo habíamos clavado, levantar el pie y volverlo a clavar más arriba, y repetir la operación con el otro pie sobre la milenaria blancura. Impulsar el cuerpo hacia la cima a regañadientes y volver a usar los brazos, uno primero y después el otro, para clavar más arriba aún los dos picos. Robarle segundos a la maniobra para girar la cabeza y mirar hacia abajo, sonriendo. Y en lo alto una merecida pausa para contemplar, a mis espaldas, una lengua blanca que se asomaba entre verdes montañas buscando un valle del que se alejaba lenta pero inexorablemente.


El clima. En las mismas fechas, invierno en Nueva Zelanda, verano en Europa, se puede tomar el sol en el Norte o esquiar en el Sur. Surf y bañadores en Raglan, guantes y gorros en Queenstown, donde en esas fechas comenzaban a celebrar el Winterfest y en el escenario coros y cantante estaban perfectamente arropados. Eso significa que, si te descuidas, viajando por el sur el frio se convierte en helada, la lluvia en nieve y el traicionero hielo cubre el asfalto. Llegas a un pueblo bajo un cielo despejado de nubes y con el sol relajándose en lo alto. Al día siguiente, hay varios centímetros de nieve en las calles, el blanco hielo cubre las cortadas carreteras. En Wanaka el 22 de junio entramos en un museo a las once de la mañana y cuando salimos una repentina nevada ha dejado blancos los campos y las carreteras, con lo que camiones y coches tienen problemas para recorrer los 9 km de vuelta al pueblo (nosotros, para no ser menos, nos vamos a la cuneta). Al día siguiente, Wanaka se despierta aislada con las carreteras cortadas y durante unos días la única manera de abandonar el pueblo será por alguna de las vías por las que se puede circular con cadenas. No llega el correo y se acaba el pan en los supermercados…




Si creéis que todas nuestras experiencias han sido maravillosas y perfectas, siempre hay pequeños tropiezos y complicaciones. A Haast: llegamos de noche, cerrado el único supermercado, la única gasolinera, y nos tenemos que alojar en la más barata de las más caras opciones. Incluso la gente que estaba allí cenando tenía aspecto de estar pasando los primeros días de una condena de 10 años en una penitenciaría del círculo polar. De hecho, tras abandonar el privilegio de esa compañía nos encontramos con la temperatura más baja de todo el viaje. Haast Pass ostenta el record de tener, con un cielo despejado y un sol maravilloso, dos grados bajo cero fuera del coche. Y os recuerdo que en Wanaka (población 3500 habitantes) nos quedamos forzosamente durante tres días.





Se hace raro mirar un mapa del mundo en que a la derecha está el continente americano y Europa (y bajo ella, África) no se encuentra en el centro, sino a la izquierda. Es básicamente el azul claro del Pacífico lo que ocupa la posición predominante y, muy debajo, Nueva Zelanda.

Otra peculiaridad. Las condiciones geográficas de aislamiento de este país y de Australia provocan restricciones en los productos que se pueden introducir y sacar del país, así que un par de días antes de irnos de Nueva Zelanda empezamos la operación “Sin Comida”, El objetivo es comernos todo lo que tenemos y vaciar nuestra despensa móvil. Hemos acabado con demasiados gramos de espagueti que he cocinado con una salsa con ajo, cebolla, atún, nata, y huevo revuelto pero una tortilla de una patata y ocho cebollas se descarta.

Dos cosas sobre autobuses y autobuseros. En NZ he visto que los vehículos fuera de servicio no solo tienen eso en el letrero de su frontal sino que, maravilla nunca vista, añaden una sorprendente palabra y lo que se puede leer es “Sorry, Out of Service””, ¡se disculpan!

En el viaje de Queenstown a Christchurch tanto John, el conductor del primer autobús, como Tofi, el del segundo no paran de coger el micrófono para contar cosas de los sitios por los que pasamos. Imaginaos si hicieran eso los del ALSA…estáis en el autobús que os lleva de Oviedo a Madrid, acabáis de salir de la capital asturiana y el conductor coge el micrófono y os dice “Buenos días, mi nombre es Mariano, y voy a llevarles hasta Madrid. Conforme pasemos cerca de algún monumento o paisaje singular les iré narrando alguna historia sobre ellos. Sin ir más lejos, a nuestra derecha se encuentra el monumento prerrománico de San Julián de los Prados…”







Nota: Nueva Zelanda es un país barato. La comida y el transporte están a niveles similares a los europeos, así que para los que vivimos en Irlanda no debería resultarnos excesivamente oneroso el día a día. Nueva Zelanda es un país caro. Sí, lo es para el alojamiento y las actividades pero ¿quién dijo que fuera barato hacer submarinismo, paracaidismo, descenso de ríos, escalada en glaciares o viajar en helicóptero?

Y cuando lleguéis al país aseguraos de tener un billete de salida del mismo para evitar que os hagan dar la vuelta en el mismo Aeropuerto.

(Escrito por él entre Adelaide y Emu Bay, Australia, 19 – 21 de julio de 2007)

12 julio, 2007

Isla Sur

Las 20:28, hace media hora que salimos de Melbourne a bordo del “Spirit of Tasmania”, una auténtica ciudad flotante con sus restaurantes, bares, discoteca, casino, sala de juegos, cine, guardería, oficina de turismo, tiendas y quioscos de internet. Para este exótico crucero nocturno por el estrecho de Bass, nosotros, por supuesto, hemos decidido viajar en clase Business. Como reyes, oiga.

Toda una vida esperando decir una frase así, pero para qué vamos a engañarnos. En este ferri, la clase Business es la de los pobres, la de los que han aprovechado la oferta de mitad precio, la de los que en caso de titánica emergencia no habrán visto el vídeo de procedimientos de evacuación, la de los que no usarán ninguna de las 222 cabinas disponibles y se autosatisfarán reclinando sus asientos. Comodísimos, eso sí.
.
Aprovechando que la travesía es larga y que el Junior está aparentemente entretenido con su guía Lonely Planet, os contaré mis impresiones de la Isla Sur. Obviamente, no me refiero a Tasmania, que aún no conocemos, sino a Nueva Zelanda.

Contrariamente a José, que os rindió detallada cuenta de sus aventuras por la Isla Norte, yo voy a ser bastante más sucinta. Y es que si os contara todos los pormenores de nuestra ruta diaria, iba a repetirme mucho. Tres semanas de admirativas exclamaciones y silenciosos éxtasis. Cada día, un nuevo paisaje de infinita belleza. Carreteras zigzagueantes abriéndose camino entre gigantescos helechos, bosques en los que apenas se filtra la luz, ríos de agua cristalina, lagos como espejos en los que se admiran sus Altezas las montañas, arrecifes escarpados, infinitas llanuras de turba, infinitas llanuras de pasto, infinitas llanuras de arena y mar.

Sin lugar a dudas, lo mejor de Nueva Zelanda son sus paisajes. Amén de éstos, he aquí mi pequeña lista de favoritos, en el más espontáneo desorden:

1. Hostales, la mejor relación calidad precio que he visto hasta ahora. Con la excepción del hostal de Haast, en el que afortunadamente sólo dormimos una noche (por los pelos escapamos al temporal de nieve en Haast, de habernos quedado atrapados allí, eso sí que hubiese sido una tragedia), la mayoría de hostales son cómodos y acogedores. El precio medio de habitación doble con baño compartido es de unos 60 dólares locales (unos 15 euros por persona). Las zonas comunes suelen ser amplias y en ellas se encuentran la televisión, mullidos sofás, cojines y pufs, estufas de leña, libros de segunda mano y juegos de sociedad. Las cocinas también suelen ser espaciosas y están mejor equipadas que las del plató televisivo del Arguiñano. Algunos hostales ofrecen desayuno gratuito, sopa gratuita, té y café gratuitos, spa gratuito... Si la palabra “gratis” ejerce sobre vosotros el mismo magnetismo que sobre nosotros (José ha acuñado un nuevo lema, con el que ya llevamos varios días riéndonos: “cheap is good, free is the best!”), os alegrará saber que en muchos hostales incluso es posible pernoctar sin pagar. Sí, sí, habéis leído bien. A cambio de un par de horas de trabajo (pasar la aspiradora, fregar platos, hacer camas, tender toallas y poco más, vamos que no es como para herniarse), puedes conseguir alojamiento gratis.

2. Spas, el mejor invento después del colchón. Para los que no estéis familiarizados con este genial concepto, los spas son unas bañeras redondas con jacuzzi, agua súper caliente y capacidad para unas cuatro personas. Una de las ventajas de recorrer Nueva Zelanda en invierno es la posibilidad de disfrutar de estos baños calientes, burbujeantes y al aire libre, que además son (no me cansaré nunca de repetirlo) gratisssss… Uno de mis mejores recuerdos: tras una gélida tarde de caminatas por los alrededores del glaciar Franz Josef, el merecido descanso, mis fatigados músculos relajados por el cálido hidromasaje, mientras contemplo unos picos nevados y se me va abriendo el apetito, pensando en esa sabrosísima sopita gratisssss… Ah, si no fuera por estos pequeños placeres…

3. Azul, el de los glaciares. Mientras José escalaba paredes de hielo, yo, que soy poco adepta al esfuerzo físico (vaya, si no lo llego a decir, nunca lo hubieseis adivinado), opté por sobrevolar el glaciar Franz Josef en helicóptero y hacer un pequeño trek de dos horas por el hielo. La excursión es carilla (unos 170 euros), pero merece la pena. No me hubiese importado pagar un poco más por disfrutar de un vuelo escénico más largo, porque el paseo en helicóptero, valga la redundancia, se me pasó volando. No tengo palabras para describir la belleza de un paisaje de hielo, ni siquiera las fotos le hacen justicia.
.
4. WOW, el mejor museo de Nelson. El “World Of Wearable Art Museum” ofrece dos exhibiciones permanentes, la de coches antiguos y la de extravagantes creaciones de alta costura. Un auténtico derroche de imaginación y genialidad. No paséis por Nelson sin visitar este museo.

5. Shantytown, la ciudad del pasado. Saliendo de Greymouth, fuimos a visitar esta reproducción de una ciudad minera del siglo XIX. Nos tiramos una mañana entera visitando sus instalaciones, las pequeñas boutiques, la oficina de correos y telégrafos, el banco, la barbería, la cárcel, el hospital, la iglesia, la estación… incluso hicimos un pequeño recorrido subidos a un tren de vapor. Lo pasamos como niños.

6. Puzzling World, el museo de las falsas impresiones. Aquí también lo pasamos como niños. De los tres museos que visitamos en Wanaka, éste, sin lugar a dudas, fue el más divertido. Sorprendente engaño de los sentidos, cuya percepción llega incluso a desafiar la ley de la gravedad. .

7. Las galletas Tim Tam, que son australianas, pero que descubrimos en Motueka. Estamos literalmente enganchados a las Tim Tam (y a todas las demás galletas de la casa Arnott´s), con un consumo medio de paquete diario. Y eso que no son gratisssss…

(Escrito por ella desde el “Espíritu de Tasmania”, Australia, 06/07/07)


Lo encontramos

Son solo 100 metros y tú puedes hacerlo, José. No es ni tan difícil ni durará tanto tiempo como para justificar que te eches atrás a estas alturas. No hay que llevar una capa, máscara o los calzoncillos por encima de los pantalones para superar ese obstáculo. Otra gente, aparentemente normal, ha sido capaz de hacerlo antes que tú y, peor todavía, hay otra gente haciéndolo mientras tú corrías en dirección contraria. Si otros antes que tú y otras (¡otras, José, otras!) son suficientemente hábiles como para encontrar la manera de vencer ese pánico, ¿cómo vas a poder mirarte al espejo si tú no lo logras? Además, no puedes echarte atrás porque sabes que no hay alternativa y cualquiera que te haya estado viendo se habrá reído a gusto así que, maldita sea, ¡vuelve a meterte en el agua!

Pero ¿por qué nuestra barca no se podía arrimar más a la orilla, como por ejemplo la de Caterina? Claro, ya os imagino a vosotros, mirando de refilón por la ventana de la oficina o de casa y viendo lucir el sol en España. Y miráis el calendario y comprobáis que, al igual que ayer y que mañana, seguimos en Junio, así que ¿dónde está el problema de este asturiano (que debería estar acostumbrado a las aguas del Cantábrico)?

El problema es que este asturiano emigrado a Irlanda se encuentra ahora en Nueva Zelanda, en las frías aguas de la Bahía de Tasman y Junio aquí es como Octubre en los canales de Estocolmo. Y la barca (que además está pagada, como aquella grúa de Belfast, ¿eh, Mel?) es la única manera de salir del Parque Nacional Abel Tasman, salvo que se quiera realizar una caminata de cuatro horas, una hora antes de que empiece a anochecer. Reuniendo todo mi valor, volví a meterme en el agua con los pantalones remangados hasta medio muslo y procedí a contar los pasos que daba, como forma de distraer mi cerebro de la baja temperatura del mar. Noventa pasos después, y adelantando a Isabel y Mariana, unos pies casi en el punto de congelación me proyectaban sobre la borda y me dejaban, por fin, sentado en la barca que nos devolvería a Marahau, nuestro punto de partida y lugar donde descansaba nuestro coche.

En Nelson habíamos aprovechado que el check out en invierno era a las once de la mañana, en lugar de a las habituales diez, para robarle unos minutos más al sueño, ese amigo al que los viajeros tratamos con tanto desdén. Y después fuimos a un aparentemente humilde local, en el centro de la ciudad a ver El Anillo.

Parecía a la vez insignificante y enorme. ¿Cómo algo tan pequeño y de diseño tan sencillo había podido levantar tantas pasiones, tumbar a gigantes y hacer crecer desmesuradamente a gente pequeña? Pero allí estaba, en una humilde caja de madera sin inscripción alguna que pudiera delatar el contenido. Con temor casi reverencial lo cogí en mi mano y un repentino impulso me llevó a introducir mi dedo en él. ¿Acaso no brillaba ahora de una manera especial? Ese refulgir del oro parecía mágico, como si hubiera estado esperando a que yo llegara a él. Después de todo, ¿por qué no iba a ser mío? ¿Es que yo no tenía derecho a llevarlo en mi mano? ¿Quién podía negármelo? ¡Pobre de quien osara! ¡Nada podía interponerse entre él y yo! ¡My precious! ¡Mi Tesoro!

“José, tenemos que irnos ya¨, me dijo Isa con un tono de preocupación en su voz. Y además estás saliendo en las fotos con una cara extraña, me das escalofríos… ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?


.
.
.
El matrimonio de Arte y Moda sólo puede dar a luz hijos de efímera vida y la siguiente parada de nuestra ruta era un lugar en el que se preservaban estas creaciones, el WOW, “World of Wearable Arts & Classic Cars Museum” www.wowcars.co.nz, situado a las afueras de Nelson. Una de las exhibiciones es relativamente convencional, con coches clásicos desde los principios del automóvil. Pero junto a piezas obvias como un Ford T u otras que han salido de los talleres de Mercedes (y se cuenta como se añadió ese nombre a los de Daimler y Benz), Porsche o Cadillac, aparecen otras menos comunes, como un Cord Westchester Sedan de 1937, un Pierce Arrow, un Locomobile, un Stearms Knight…Yo me confieso un desconocedor del mundo del automóvil clásico (y de la mecánica del moderno) pero aún así lo encontré muy interesante. Si Fernando De La Hoz, al que conocí compartiendo sede social en la Calle Covadonga, que organiza el Certamen del Automóvil Clásico “Ciudad de Oviedo” hubiera estado aquí, habría disfrutado como un niño observando estos más de cincuenta vehículos allí expuestos.


La otra exhibición, la verdadera esencia del museo, es una serie de modelos presentados al festival anual WoW. Este evento que se gestó en Nelson en 1987, fue obra de la artista Suzie Moncrieff que quiso crear un concepto en el que no solo se diseñara una prenda o vestido sino que ésta fuera además, simple y llanamente arte. Tras sucesivos festivales, la idea fue tomando tales dimensiones que en 2005 el show, rebautizado “Montana World of Wearable Art Award Show” (Montana, el nuevo patrocinador, es uno de los mayores viñedos de Nueva Zelanda) fue trasladado a Wellington, donde la próxima edición se celebrara en Septiembre de 2007. En el museo de Nelson se han habilitado tres zonas, una audiovisual donde uno asiste asombrado y admirado (¡la imaginación y la creatividad al poder!) a la presentación en video de las obras que desfilaron en anteriores ediciones, otra para las creaciones de un apartado especial, las que cuentan con elementos fosforescentes o luminiscencias, solo apreciables en su totalidad a oscuras, con la ayuda de “luz negra”. En la última parte, o primera si seguimos el orden correcto para una mejor experiencia, nos encontramos una sala en la que se exponen estáticamente diferentes modelos que participaron en el festival y, en una pasarela por la que se desplazan una veintena de maniquíes con no menos majestuosidad que cuando lo hicieron vistiendo a modelos humanos, luciendo una serie de premiadas creaciones acompañados de una música propia de cualquier evento de moda.


Uno, que admite abiertamente que no entiende de moda más allá de unas simples reglas sobre como combinar colores y prendas de manera que uno no parezca un payaso de corbata en la oficina, se ha quedado asombrado ante la capacidad creadora de los diseñadores de todo el mundo que presentaron, y presentan, obras a este festival. Contrariamente a mis deseos, no hay fotos de los modelos por la presencia de cámaras de seguridad y la prohibición explícita de las mismas (sólo se autorizan en la zona de exposición de los coches, por eso he publicado varias de los vehículos acompañando el texto).



Después de tanta fascinación cinematográfica y cultura artística, en Rabbit Island descansamos de cultura y conocimiento y estuvimos un buen rato disfrutando de un sencillo paseo por la playa. La isla es una reserva forestal y no se puede pernoctar en ella (de hecho a la puesta de sol se cierra el único acceso por carretera) y está poblada por arboles que crecen sin intromisión o limitación humana alguna. Y lo hacen hasta el borde de una enorme y tranquila playa desde la que se observa una limpia perspectiva de la tranquila Nelson. El ruido del mar, las gaviotas y alguna ave que no acertábamos a identificar (la mejor descripción la hizo Isa, “Parece un pingüino con alas”) fueron prácticamente nuestra única compañía. De haber sido verano, seguro que neozelandeses y foráneos hubieran hecho masivo acto de presencia.




Motueka, donde estaría nuestro alojamiento en el Laughing Kiwi durante un par de noches, iba a ser nuestra base para descubrir el Parque Nacional Abel Tasman, así llamado en honor del explorador holandés (que también ha sido honrado con el bautizo de esa isla al Sur de Australia a la que se conoce como Tasmania), Pese a ser el parque más pequeño de Nueva Zelanda, conjuga dos hábitats muy peculiares, montaña y costa, con bosques que descienden hacia las playas, pues cuenta con numerosas calas de arena, y algunas de ellas son parte del recorrido de varios trekkings. Por cierto, lo que en español se conoce (creo) como senderismo, y en el mundo anglosajón como “trekking”, en Nueva Zelanda se llama “tramping” (y básicamente es todo lo mismo, caminar y caminar, por colinas y baja y alta montaña, disfrutando de los paisajes y la naturaleza).



Carlos y Mariana, una pareja de argentinos que también al dia siguiente planeaban esa excursión, pensaban madrugar para estar en Marahau (la base de la mayor parte de empresas) antes de las nueve y allí ver las opciones. Nosotros decidimos que también madrugaríamos y que levantarse a las siete y media, no era tanto sacrificio. Así que preparamos unos sándwiches y temprano, casi a la una de la mañana, nos acostamos, Cuando sonó el despertador, no le hicimos caso hasta las pasadas las ocho asi que al llegar a Marahau, descubrimos que la siguiente excursión de Abel Tasman Aquataxi no empezaba hasta las diez y media así que disfrutamos de unos cafés con leche para entretener la espera. Lo que contratamos fue un viaje en barco a lo largo de toda la costa del Parque que, a la vuelta, nos dejaría en Bark Bay, donde desembarcaríamos y haríamos un trek de unas horas hasta Anchorage, donde a las tres y media nos recogería otro barco.




Las vistas desde el barco eran espectaculares y el paseo por tierra fue también muy bonito pero ambos tenemos como queja que lo frondoso del bosque impedía ver, salvo en tramos puntuales, la zona de la costa y el mar. Es que había que quejarse de algo…




(Arriba) Senderos y caminos del Parque

Y después de la forzada inmersión en las gélidas aguas de Anchorage, la recompensa iba a estar muy cerca, a solo cien metros de nuestra habitación, porque hemos descubierto que en Nueva Zelanda la mayoría de los “Hostels” tienen SPA gratis…y el agua cálida y las burbujas eran una tentación en la que había que caer.

Son solo 100 metros y tú puedes hacerlo, José. No es ni tan difícil ni durará tanto tiempo como para justificar que te eches atrás a estas alturas. No hay que llevar una capa, máscara o los calzoncillos por encima de los pantalones para superar ese obstáculo. Otra gente, aparentemente normal, ha sido capaz de hacerlo antes que tú. Si otras antes que tú (¡otras, José, otras!, recuerda a las dos chicas chinas ayer por la noche) son suficientemente hábiles como para encontrar la manera de vencer ese pánico, ¿cómo vas a poder mirarte al espejo si tú no lo logras? Además, no puedes echarte atrás porque sabes que no hay alternativa y cualquiera que te haya estado viendo se habrá reído a gusto así que, maldita sea, aunque estés en bañador y cazadora ¡vuelve a salir al porche y camina esos cien metros por el patio hasta llegar al SPA al aire libre!.



(Arriba) Dentro del Parque Natural, esta es la isla en la que habitualmente podemos encontrar una apacible colonia de focas


(Debajo) La dura vida de las focas en el “Abel Tasman National Park



Nota: En Marzo de 1999 el equipo artístico del neozelandés director Peter Jackson se dirigió al joyero Jens Hansen para que creara algunos diseños para El Anillo Único, la pieza central de su trilogía sobre la obra homónima de Tolkien, “El Señor de Los Anillos”. El anillo para la película fue elegido entre los 15 diseños presentados y aunque, por definición, Anillo sólo puede haber uno, se crearon hasta cuarenta versiones a diferentes escalas para adaptarse a determinadas escenas de la película, tan pequeños como para que incluso un hobbit pudiera ponerlo en su dedo, o tan grande como uno de ocho pulgadas (20,32 cm) de diámetro, que es el que se ve en el prologo de la primera película, girando y dando vueltas en el aire (que, obviamente no se podía hacer de oro, así que fue la ligeramente más humilde plata su materia prima) .

El prototipo original y el de ocho pulgadas de diámetro se exhiben en el estudio del joyero, en Nelson. Verlos no cuesta nada…y no tiene precio.


(Escrito por él desde Westport, Isla Sur, Nueva Zelanda, el jueves 14 de junio de 2007, intentando a la vez ver un episodio de “The Sopranos” en la televisión mientras a sus espaldas dos pesados franceses no han dejado de hablar la última hora, entre el final de un episodio de “Without a trace” y la mitad de la serie de mafiosos)

Al revés

Gafas de sol. Bikinis. Gorras. Protección solar. Bañadores. Toallas de playa. Sandalias. Colchonetas hinchables. Casi a mediados de Junio y eso es lo que se compra normalmente la gente por estas fechas. Unos guantes para la nieve y un gorro (“beenie”) térmico para el frio. Eso es lo que me compro yo (e Isa acapara jerséis y cazadoras). Si estamos en las antípodas, es lógico y normal que aquí se hagan las cosas al revés que en Europa. Porque a las cinco de la tarde llueve y hay 6 grados centígrados de temperatura en Picton, Malborough Sounds (¿fiordos?), el pueblo de la Isla Sur donde atraca el ferri de Interislander procedente de Wellington, en la Isla Norte. Y que ferri (acostumbrado a escribir esta palabra en inglés, “ferry”, más de una vez se me va a colar la “y” a lo largo de mis textos; además, ¡no me acostumbro a esa “i latina” al final!). Dos niveles para pasajeros, dos salas VIP, una tienda de regalos y prensa, una sala de máquinas (bueno, dos, la normal para el desplazamiento del barco…y una para que los pasajeros se entretengan con máquinas recreativas), una zona infantil, un restaurante-cafetería, un bar, una zona de trabajo en la que poder enchufar el portátil (y, más adelante, conectarlo a Internet), un buzón de correos…zonas de observación en cubierta, al aire libre y bajo techo, para los días con mal tiempo.


.
.
.
Como este domingo, que nos ha pasado como en nuestro tour a Halong Bay, en Vietnam: tendremos que ver fotos de revistas para descubrir por donde habíamos pasado. En un viaje tan largo y por geografías tan variadas como el nuestro, nunca se puede ir a todas partes en las condiciones ideales. O, dicho de otro modo, habrá veces en que estaremos en el paisaje acertado con el tiempo equivocado. En nuestro trayecto en barco, fue la lluvia, el viento y los cielos nublados los culpables de que no disfrutáramos al cien por cien lo que, de haberlo hecho en verano, hubiera sido casi una hora (de las tres de duración del viaje) pasando por entre los recovecos de los Malborough Sounds, una preciosa zona de fiordos en la que la costa no es recta sino que, al igual que el muelle de un acordeón, una sucesión de entrantes y salientes la ha poblado de preciosas bahías y pequeñas calas.

En Picton no pensábamos demorarnos mucho, solo hacer compras por la tarde y alquilar un coche para recorrer la Isla Sur. El ferri no llegaba hasta las 13.35 (por cierto, la entrega y recogida del equipaje facturado fue como en un aeropuerto, con resguardos y cinta transportadora y todo, ¡que modernos ellos….y que de pueblo debo parecer yo cuando destaco estas cosas!), y nosotros no acabamos de instalarnos en el “Hostel” hasta las dos…y a las cinco cierra todo y se echa la noche encima. Tiempo para pasear bajo el orvallo en el puerto, hurgar encantados en una tienda de artículos de segunda mano y antigüedades (si no fuera por el peso, el bulto, y lo que me queda aún de viaje, me hubiera llevado un par de preciosas cámaras antiguas y una botella de cerámica que hace varias décadas contuvo whisky; Isa, menos escrupulosa, se llevó un detalle que ya os contará ella), picar algo (el café y los nuggets del ferri dejaron con razón a mi delgada acompañante con hambre) en un “fish and chips” como los de antaño en Irlanda y darle un meneo a la American Express en el Supervalue local donde nos aprovisionamos de comida para un par de días, así como de mi par de guantes y un gorro cada uno.

.
.
.
.
Una noche de descanso y esta mañana nos decantábamos por un azul (mi color), pequeño (facilidad de aparcamiento para la conductora) y automático (novedad para ambos) Suzuki Swift, como el cuarto integrante (nosotros dos más Fede somos los tres restantes) de esta expedición por Nueva Zelanda. Y gracias a él y a la libertad de desplazamiento que nos otorga, en el trayecto de hoy entre Picton y Nelson, lo que más se ha oído en el habitáculo han sido los “¡oh!” y “¡ah!” que, sin connotaciones sexuales, proferíamos Isa y yo:


“Suspension bridge” (puente colgante) que nos encontramos en la zona de Pelorus mientras recorríamos un sendero por el bosque.



a) Entre Linkwater y Te Mahia, al recorrer una preciosa carretera costera, con el mar a un lado y las escarpadas montañas pobladas de bosques al otro.


b) En Havelock, cuando desde el mirador a las afueras se puede apreciar este pueblo y su pequeño puerto, a la entrada del Pelorus Sound.

c) En Pelorus Bridge, un idílico puente sobre un rio de montaña entre densos bosques con helechos que parecían haberse congelado en el tiempo, desde un remoto pasado en que los dinosaurios poblaban la Tierra.

d) Entre Rai Valley y Nelson, cuando la carretera nos ha dejado boquiabiertos al presentar a la salida de cada curva colores otoñales que convivían con los verdes oscuros en frondosos macizos donde los altos pinos se disputaban unos a otros el cotizado espacio.

e) A la entrada de Nelson, cuando tuvimos que detenernos a fotografiar (sin que el resultado haga otra cosa que palidecer ante la realidad que observamos) lo que era un auténtico y perfecto cielo al atardecer, con sus colores en un degradado sublime hasta acabar rozando el azul del agua de la Tasman Bay.




Nota: Alojamiento en Picton en Atlantis Backpackers, haciendo caso a Lonely Planet (una bonita y grande habitación doble por 50 AUD con desayuno gratis) y alquiler del Suzuki Swift en Thrifty por 29 + 6 AUD (insurance waiver) al dia durante diez días. Alojamiento en el Tasman Bay Backpackers en Nelson, habitación (preciosa) doble por 58 AUD con desayuno gratis (y película, “Babel”, con palomitas a las ocho de la tarde)

(Escrito por él desde Nelson, Nueva Zelanda, aprovechando que Isa ha dejado momentáneamente descuidado a Fede, el lunes 11 de Junio de 2007)