28 octubre, 2007

El Embajador

Como si 25 kilos de mochila no fuesen carga suficiente, a José se le ha metido en la cabeza que también recaigan sobre sus hombros la dignidad y el honor patrios. Desde que pusimos pie en China, me viene machacando con el peso de nuestra responsabilidad cívica:

“Pichu, mientras sigamos caminando por tierras extranjeras, te recuerdo que somos embajadores de nuestro país y que como tales debemos comportarnos”.

Se ha tomado tan en serio su misión diplomática, que me temo que vaya a terminar en su currículum vitae – “Actividad laboral de enero del 2007 a enero del 2008: Embajador Honorario de España”. Como si lo viera.
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Esto de ser embajadores en un país de cultura y tradición tan dispares a las nuestras, no es moco de pavo. Y si no, que se lo pregunten a la ex candidata socialista a la presidencia francesa, Doña Ségolène, que cometió la “gaffe” de acudir a una ceremonia oficial china vestida enteramente de blanco, color funerario en Asia.

También los belgas supieron lucirse en su día. Esta anécdota nos fue contada por una señora del mismo país, periodista FreeLancer, que conocimos en Jiuzhaigou. Su abuelo, que ejercía el cargo de Senador, fue convidado, junto con una delegación diplomática belga, a una cena oficial celebrada en la casa del mismísimo Chiang Kai-Shek. Como obsequio a la anfitriona, los belgas llevaron un delicado pañuelo de encaje, muestra de su más fina artesanía textil. La señora de Chiang Kai-Shek recibió su regalo con expresión vacua, mezcla de sorpresa y despago, seguida de un gesto de agradecimiento ostensiblemente forzado. Pronto comprenderían el porqué. Abriéndose paso en el comedor donde tendría lugar la recepción, ante sus ojos desplegada, vieron una inmensa mesa recubierta de un no menos imponente mantel, todo él hecho de encaje. A su lado, el brocado belga parecía una mera servilleta a juego. Primer error de la noche.
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Los chinos, en buena tradición asiática, les agasajaron con un opíparo festín. Los belgas estaban ya a punto de estallar, sus tripas tensas a no dar más de sí, cuando se percataron de que una gran bandeja de arroz negro, situada delante de ellos, había quedado intacta. Breve intercambio de miradas y palabras neerlandesas, que probablemente pudieran traducirse así:

“¿Quién quiere arroz?”

“Estarás de broma, yo no puedo ni con mi alma: un grano más y te juro que me revienta el pantalón”.

“Pero no vamos a dejar ese arroz ahí, ¿qué van a pensar de nosotros? No podemos hacerles ese feo”.

“No me jodas, Jens, ¡ya te he dicho que no puedo más!”
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“Te recuerdo que tú eres el Embajador y que como tal debes…”

“Vale, vale, lo que sea con tal de que no vuelvas a meterme ese rollo… sírveme una cucharada, pero que sea pequeña, ¿eh?”

“Aquí tienes: una cucharada por Su Majestad el Rey, otra por Su Alteza la Reina, otra por la Gloriosa Región de Flandes, otra por…”

"¡EH, NO TE PASES! Que sea una por la Gran Nación Belga y ¡basta!”

Así pues, ante las miradas perplejas y horrorizadas de sus anfitriones, un sudoroso embajador belga, haciendo gala de heroico esfuerzo, se llevó a la boca una última cucharada de arroz. Segunda metedura de pata. Craso, crasísimo error: el arroz negro nunca debe de ser tocado. Probarlo implica que la comida ha sido insuficiente. Esto se considera un insulto para el cocinero y, por ende, para el anfitrión.

Si los profesionales de la diplomacia son capaces de cometer tales deslices, con más razón nosotros, humildes neófitos. Y es que comportarse dignamente en China conlleva echar por el suelo años de educación, negando los valores inculcados por nuestros padres desde la más tierna infancia. Así pues, los mandatos de “termina la comida”, “come con la boca cerrada”, “no sorbas la sopa” y “no te metas los dedos en las narices”, aquí, simple y llanamente, no sirven.

Terminarse la comida, por ejemplo, es de muy mal gusto. Mientras en occidente rebañamos el plato para indicar que estaba todo muy rico, esa misma actitud en oriente significa que nos hemos quedado con hambre. Eso explica que los chinos, a la hora de pedir la comida en los restaurantes, suelan encargar platos para el doble de comensales. No es nada insólito ver cómo abandonan la mesa dejando dos o más platos prácticamente sin tocar.

Nosotros, en este respecto, generalmente hemos quedado como unos auténticos muertos de hambre. En nuestro afán por reducir gastos, incluso hemos llegado a compartir un plato único (pero no os preocupéis, que el honor está a salvo: en tales ocasiones, nos hicimos pasar por belgas).

En China, para indicar que la cocinera se ha lucido, lo que procede es comer haciendo mucho ruido. Incluso cuando el manjar consiste en una sopa de fideos liofilizada, recurso gastronómico habitual en los trenes, lo suyo es pegar largos y sonoros sorbidos: “sluuuurp, sluuuuuuurp”. En esto, el Junior se ha convertido en un experto.

“Esto, Juni, perdona que te moleste… pero, ¿de verdad es necesario que hagas tanto ruido? Mira que estamos solos en el compartimento”.

“Slurp, slurp… sí, sí, sluuuurp… es justo y necesario, sluuuuurp… me sirve de entrenamiento, sluuuuuurp…”

La verdad es que yo, en esto de sorber la sopa, soy algo negada. Al aspirar los fideos, se me pone boca de piñón, y mi “slurp” acaba transformándose en un sonido bilabial oclusivo, algo así como un “bbbbbb”, que parece que voy repartiendo besos indiscriminadamente entre los pasajeros.
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Donde sí que he logrado integrarme a las usanzas locales, ha sido en lo de hurgarme las narices. Tanto en público como en privado, yo ya no me corto ni con un cristal. Con desastrosas consecuencias en alguna ocasión, como en Lhasa, donde mis vasos sanguíneos se hallaban fragilizados por la altitud. Estoy imaginando a más de uno con cara de disgusto y turbamiento. Permitidme que abra un paréntesis digresivo.

(Nota para los que se hayan escandalizado: ¡mira que sois hipócritas! ¿De verdad me queréis hacer creer que nunca os hurgáis las narices? Imposible, todo el mundo lo hace. Todos, salvo los mancos por partida doble, tal vez. Si no me creéis, fijaos en los conductores. Apenas salidos de la autoescuela, observaréis como rápidamente se relajan sus posturas. Las manos que firmemente sujetaban el volante a las tres menos cuarto – o dos menos diez – se deslizan hasta las seis y media. Pronto, una sola mano queda cansinamente apoyada sobre el volante, mientras la otra, cuando no está sujetando un teléfono móvil o paseando un cigarrillo de la ventanilla a la boca y de vuelta a la ventanilla, invariablemente se halla apuntando al hipotálamo, el índice profundamente encastrado en una de las fosas nasales. La cantidad de conductores que se creen invisibles en la semi intimidad de sus vehículos, es algo realmente gracioso).

Donde he de postrarme y reconocerle al Junior su gran valor y absoluta supremacía, ha sido en el tema de no rechazar ningún ofrecimiento de comida, por poco apetitosa que fuese. En más de una ocasión, confieso haber dejado solo al embajador.

De camino al lago Nam-Tso, por ejemplo, compartimos mesa y comida con nuestros compañeros de viaje chinos. Éstos, como es costumbre, encargaron el doble de comida necesaria (ese día, no íbamos de belgas, así que a todo dijimos que sí de buen rollito), incluidos varios platos “sichuaneses”. La tradición culinaria de Sichuan es famosa por ser endiabladamente picante. Los chinos, de ánimo jocoso, se iban riendo y gastando bromas, mientras hacían circular los platos por una bandeja central giratoria. Hasta que le llegó el turno de servirse al Junior que, dejándonos a todos alucinados, se llevó directamente a la boca una guindilla enterita.

Pero lo mejor fue en el monasterio de Drepung, a siete kilómetros en las afueras de Lhasa. Unos monjes nos invitaron a tomar el té con ellos en su habitación. Bueno, no sé si eran monjes realmente: su actitud jovial y desinhibida más bien me hace pensar que se trataba de estudiantes o novicios.

Era una habitación pequeña enmoquetada, con dos camas, una estantería y un pequeño baúl que les servía de mesa. Nos descalzamos antes de entrar y tomamos asiento en una de las camas. Tras ofrecernos unas tazas de té, para mi gran horror, sacaron una botella de plástico llena de mantequilla de yak.

Con tan sólo olerla se me revuelven las tripas: la mantequilla de yak desprende uno de los olores más pungentes y característicos del Tíbet. La usan para todo, no sólo para cocinar. Sirve como cera para alimentar el fuego de las velas y también como material decorativo, para modelar esculturas votivas. Una de las bebidas típicas locales es el “bö cha” – básicamente, un té enriquecido con dicha mantequilla. Puro veneno.

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En esta ocasión, los monjes usaron esta grasa para preparar “tsampa”: un par de cucharadas de mantequilla, azúcar al gusto del consumidor, unos buenos puñados de polvo de avena y agua caliente. Con los dedos fueron mezclando estos ingredientes hasta formar un mejunje de aspecto fangoso (por no decir algo soez). Le añadieron un poco más de polvos y siguieron mezclando, hasta conseguir una masa compacta. Algo parecido a un polvorón, pero sin sabor a almendras.
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El embajador, fiel a los gajes de su oficio, imitó a sus anfitriones con sonrisa impertérrita. Metió el dedo, removió el potingue, se lo chupó (el dedo), volvió a meterlo, siguió mezclando en vano, y por fin dejó que los monjes metiesen mano a su masa amorfa. En un par de minutos, le entregaron un pedazo de sustancia marrón apelmazada.

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Pobre Juni. Antes de realizar su supremo sacrificio por la Patria, me lanzó una de esas miradas tan suyas, ecléctica y llena de paradojismo. Una expresividad a medio camino entre el terror y la valentonada, el asco y la complacencia, el patetismo y el orgullo. Por un lado dice “¡ayúdame, te lo suplico, no me dejes solito en este embolado!” y por otro, “¡mira, mira de lo que soy capaz!”.

Le pegó un bocado. Con la boca todavía llena y haciendo una serie de ruiditos apreciativos, como queriendo decir “hummm, qué rico está esto”, me tendió el resto de su tsampa. Generoso ofrecimiento. No podía dejar pasar la oportunidad de ponerme en evidencia, el muy cabrón. Su mirada se mutó, mandándome un nuevo pero conocido mensaje: “Vamos, embajadora, ¡te toca!”

Un pellizquito. Una pizquita nomás del puto polvorón tibetano fue suficiente para que el sabor de la mantequilla me repitiese toda la noche.
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Nota para los lectores: aquellos que conocen a José de toda la vida, o por lo menos desde antes de su auto investidura como alto dignatario español, sabrán que esto de ingerir alegremente sustancias de aspecto, olor y/o textura repugnantes es algo bastante ajeno a su carácter. Algunos incluso se negarán a creer mi relato. Por este motivo y para que quede constancia gráfica del prodigioso acopio de valor desplegado por el embajador, tengo filmada la escena completa del tsampa. Un día de estos, igual me animo a subir el vídeo a YouTube.

Nota para el embajador: la próxima vez que vengas a comerte un arrocito a Castellón, aunque no estés en tierra foránea, podrías tratar de comportarte como digno plenipotenciario de tu Principado. Así pues, cuando mi padre te ofrezca una mandarina de la mejor selección de su huerta, a ver si te la comes sin escupir “disimuladamente” los gajos mascados en la servilleta. Mira, hete aquí una sugerencia: en febrero, cuando vuelvas a tu Carriona natal, tal vez puedas decirle a tu santa madre que deje de colarte tres veces el zumo de naranja. Para que te sirva de entrenamiento, sluuurp...

(Escrito por ella desde Katmandú, Nepal, 28/10/07)

24 octubre, 2007

"Chinglish"

Uno de los inconvenientes de viajar por China, indudablemente, es la barrera idiomática.

Bastante problemático cuando uno se encuentra en una comisaría, intentando explicarle a un par de pasmados polis que o bien has perdido tu cámara o bien te la han mangado en la estación (Xi’an) o, aún más difícil, que la recepcionista de tu hostal te ha timado 100 yuanes por la cara, cobrándote dos veces el depósito de las llaves (Lhasa). Todo ello con gran gestualidad, para mayor entretenimiento de nuestros amigos de la seguridad y orden público.

Mucho más divertido cuando uno se halla en un restaurante callejero, enfrentado a una carta de la que sólo los precios resultan inteligibles. Para tales ocasiones, hay que echar mano a la imaginación. Recursos no nos han faltado:

1. Cuando los ingredientes están a la vista del consumidor, basta apuntar con el dedo para lograr un plato aproximado a lo que uno tenía en mente.

2. Cuando no, te das un paseo por las mesas, husmeando lo que otros clientes están comiendo, hasta dar con un plato apetecible y, nuevamente, recurrir al viejo método de señalar con el dedo.

3. Si en ese momento eres el único cliente del establecimiento, la situación se te pone un poco más peliaguda, pero no por ello desesperada. Con un poco de suerte, la camarera te introduce en la cocina, donde vuelve a funcionar el primitivo método.

4. Si no cayó esa breva, no pasa nada. Un sistema que nos dio muy buen resultado fue sacar un pequeño bloc de notas y un boli, para dibujarle a la camarera nuestro plato deseado (obvio que uno se tiene que conformar con expresar conceptos básicos, tipo “pollo” o “ternera”, porque tampoco es plan de ponerse a dibujar una fabada asturiana). Por cierto, este método también contribuye a crear buen rollito con el personal: hasta el chef y sus pinches desertaron de su cocina para admirar nuestras creaciones artísticas.

5. Si no tienes ni bloc, ni boli, ni arte… bueno, todavía te queda la mímica. Parece difícil, pero da resultado y es divertido. No hace falta llamarse Marcel Marceau para hacerse entender. Estando en Güillín, conseguí llevarme un sándwich de jamón, tomate y pepino, tras pasar cinco minutos mimando el concepto de “bocata para llevar” (con prisas encima, porque se me iba el tren).
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Para bien o para mal, estas situaciones tan simpáticas se van haciendo cada día menos frecuentes. Gracias al fuerte influjo del turismo internacional, una nueva lengua está empezando a cobrar forma y fuerza.

Amigos de la filología moderna, permitidme que os haga una breve introducción a este fascinante y revolucionario idioma, que he bautizado con el nombre de “chinglish”, por ser puente vivo entre el pensamiento de Confucio y la lengua de Shakespeare.

El chinglish es indudablemente superior a todos los demás idiomas en cuanto a su flexibilidad creativa. Pongamos un ejemplo práctico. Supongamos que uno quiera producir un anuncio publicitario que haga elogio tanto del talento musical (“melody”) de su monarca, como de su olor corporal (“smell”), pero que se encuentre limitado por restricciones físicas de imprenta. Bien, gracias al chinglish, este problema queda rápidamente resuelto. En lugar de descartar uno de los atributos del monarca, a fin de ajustarse al espacio disponible del cartel, el chinglish ofrece el recurso creativo de la libre fusión semántica de palabras. Así pues, durante nuestra visita a los guerreros de terracota de Xi´An, nos encontramos con este mensaje: “Qin smelody”, en lugar de “Qin smell and melody”.

Traducción literal: “Olor y melodía de Qin”. Más claro, agua.


Otra ventaja del chinglish es su carácter altamente intuitivo. Las erratas no impiden la comprensión del texto. Ilustraré este concepto con otro ejemplo real. Durante nuestro crucero por el Yangtzé, fotografiamos este cartel: “CROW ROOM”.

Traducción literal: “Habitación de cuervos”. Obviamente, por “cuervos” se entiende la tripulación (“crew”). Chupado.


No me cansaré de recalcar las ventajas que representa el carácter intuitivo del chinglish. Gracias al mismo, la dislexia ya no supone ninguna traba para la comunicación. Vean si no este texto, encontrado en una agencia de viajes de Chongqing: “FANTSATIC MOUNPAINS AND WATERS”. La intención es obvia. Lo que se pretendía escribir era: “Fantastic mountains and waters ”.

Traducción literal: “Fantásticas montañas y aguas”. Ésta era facilona.


Por cierto, ya que estamos en el tema de las disfuncionalidades lingüísticas, una de las originalidades del chinglish consiste en que la tartamudez trasciende del nivel oral al escrito. Así lo demuestra este párrafo, tomado del folleto de nuestro hotel en Wuhan:

“Wanguo Hotel on No.297 youth road Hankow, distance Hankow train station only 5 minutes car distance, being apart from an an an an an an an an an an an a day river international airport only 30 minutes distance, travel for business guest and sightseeings provided to have most the geography environment of the advantage”.
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Me ahorro la traducción puesto que se trata de un texto de nivel avanzado. Si bien el chinglish permite la comprensión global del mensaje dentro de su contexto, lograr su entendimiento profundo y pormenorizado es algo más complejo, requiriendo, como en cualquier otro idioma, algo de estudio. A este respecto, el segundo párrafo del previamente mencionado folleto, resulta jugoso:

“The hotel presses star class standard to repair to reform, environment grace, gather the guest room, the meal drinks, amusement business in integral whole, 24 hours provide the thoughtful and small synthesizing the sex wine shop ministrantly for the guest”.

Si entre nuestros queridos lectores, alguien pudiese traducirnos estas últimas líneas, Junior y yo le quedaríamos profundamente agradecidos, pues nos hemos quedado con las ganas de saber qué es exactamente eso del “sex wine shop” (mira que buscamos la prometedora tienda, pero no la encontramos).

Traducción literal: “sexo vino tienda”.

Nota: Para aquellos que deseen profundizar sus conocimientos del chinglish, recomiendo las siguientes páginas web:

(Escrito por ella desde Gyantse, Tíbet, 13/10/07)

10 octubre, 2007

Sin Palabras















Porque una imagen vale más que mil palabras:

Fotos de la meseta tibetana, tomadas desde la ventanilla del tren.

(Publicado por ella, desde Lhasa, Tibet, el 10/10/2007)

Lhasa Express

No me lo puedo creer, pero parece que por fin nos sonríe la suerte. Lo que hace tan sólo un par de semanas nos parecía imposible, se acaba de cumplir. Es más, ¡superando nuestras expectativas!

Increíble pero cierto, estamos subidos a un tren en dirección a Lhasa. ¡Nos vamos al Tíbet! ¡Que sí! ¡Que nos vamos al Tíbeeeeeet!

Ya, ya imagino lo que estáis pensando. En esta era de globalización y comunicaciones, viajar ya no es ninguna aventura. Total, te compras un billete de avión para Beijing o dónde sea, luego un billete de tren para Lhasa y… ¡hala! Mira qué bonito, ya estás de camino para el Tíbet. Está tirado. Pan comido.

Eso pensábamos nosotros también, pero pronto se nos quitó la ilusión. Llegar a Lhasa es jodido, no sólo porque te cuesta una pasta (para estándares asiáticos), sino porque además no paran de ponerte trabas.

Para empezar, te piden que te saques un permiso que te sale más caro que un visado. Nosotros, lo tramitamos a través de nuestro hostal en Chengdu, el “Mix Backpackers Hostel”, por el razonable precio de 450 yuanes. Eso sí, para conseguir el permiso, primero teníamos que enseñarles nuestros billetes de tren. Así que nos fuimos directos a la estación.

Allí, el agobio de siempre. Infinitas colas delante de las taquillas, la peña empujándose y pegándole al cigarrillo, y todos los carteles en chino. Bueno, todos no. Todos, menos uno, que decía bien clarito: “No se venden billetes a Lhasa sin presentar permiso”. ¡Pues sí que nos la han hecho buena!
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Con más moral que el Alcoyano, nos pusimos a hacer cola. Cuando nos llegó el turno, casi provocamos una conmoción, con los chinos gritando que ya estaba bien de hacerles perder el tiempo, que a ver si comprábamos nuestros putos billetes de una puta vez y nos íbamos ya a tomar “pol culo” (hay que ver lo fácil que es traducir el chino cuando empiezas a pillarle el tonillo). Y es que nos llevó cosa de un cuarto de hora explicarle a la funcionaria que necesitábamos billetes para Lhasa y asimilar la información de vuelta (mucho menos explícita que la de los chinos que teníamos detrás).

A saber:

1. Que los únicos billetes disponible eran los de asiento duro (normalmente, no nos hacemos los remilgados a la hora de elegir medios de transporte, pero éste es un viaje de 46 horas, con sus dos noches, y habíamos decidido hacerlo con estilo, en clase “soft sleeper” o compartimento de litera blanda, un lujillo que queríamos ofrecernos como regalo póstumo de cumpleaños).

2. Que no, que no había ningún billete disponible para viajar tumbados, ni en litera blanda, ni en litera dura.

3. Que no habría billetes para viajar tumbados, ni para mañana, ni para pasado, ni para la semana siguiente, ni para el mes de octubre. Pero que volviésemos mañana, por si acaso.
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El tema de comprar billetes de tren es bastante más complicado en China que en otros países asiáticos, por los siguientes motivos:

1. No puedes comprarte un billete para ir de la ciudad “A” a la “B” desde la ciudad “C”. Para ir de “A” a “B” sólo te puedes comprar el billete en la ciudad “A”, ¿me explico?
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2. No puedes comprarte el billete con más de diez días de antelación.

3. Algunas agencias se dedican a comprar billetes al por mayor, agotando enseguida la disponibilidad de plazas, para luego sacarse una jugosa comisión en la reventa (actividad ilícita, como descubriríamos más tarde en Wuhan, a la vuelta de nuestro crucero por el Yangtzé).

Empezamos a barajar alternativas, que si hacer el recorrido en todoterreno (algo que queríamos hacer más adelante, para ir de Lhasa a Katmandú) o en avión (¿y perdernos la oportunidad de contemplar los desolados paisajes de la meseta tibetana? No way!). Al final, animados por los testimonios de otros viajeros, decidimos seguir intentándolo.

A unos cinco minutos del hostal, encontramos una pequeña oficina de la agencia de ferrocarriles. El tema era presentarse allí por la mañana y comprarse un billete para dentro de diez días, ganándoles por la mano a los compradores de billetes al por mayor. Y así fue como conseguimos nuestros billetes, a la tercera fue la vencida.

Curiosamente, ese día ni siquiera llegamos temprano a la oficina, con lo que no íbamos con demasiadas esperanzas. Sin embargo, de pronto, nos fue todo como una seda. No dábamos crédito. No sólo teníamos billete para el día dos de octubre, sino que además podíamos optar por litera dura o blanda, litera blanda de primera (compartimento para dos) o de segunda (para cuatro), litera blanda de arriba o de abajo (algo más cara). Apabullados, nos quedamos apabullados. No será broma, ¿verdad?

“Chinita, ¡pónganos dos de segunda, de litera blanda y que sea de arriba, por favor!”.

¡Marchando! Un par de minutos más tarde y tras desembolsar 1065 yuanes, más cinco de tasas, teníamos el valioso papelito en las manos. Nos fuimos pitando al hostal, a encargar nuestros permisos, que tardarían tres días laborables en tramitarse. Nosotros teníamos tiempo de sobra, nueve días por delante. Así que para matar el tiempo, nos fuimos a visitar el parque nacional de Jiuzhaigou (con esto liquidamos tres días, dos de ellos consumidos en el autobús) y encadenamos con el crucero de tres días por el Yangtzé, volviendo a Chengdu con el tiempo justo para comer, subir unos cuantos textos al blog y volver a la estación para pillar el tren T22.

Nos acompañó a la estación una señora, que se encargó de enseñarles nuestros permisos a las autoridades ferroviarias. Una vez a bordo, tuvimos que enseñar nuestros pasaportes, y ya no volveríamos a ser molestados hasta el día siguiente (hoy), para rellenar un formulario antes de hacer trasbordo, en Xining, al tren desde el que estoy escribiendo ahora.


Ya estábamos encantados en el T22, que nos llevó de Chengdu a Xining, pues viajábamos solos en el compartimento para cuatro, pero aún lo estamos más ahora. Este tren es el doble de lujoso que aquél. Compartimentos enmoquetados, zapatillas presentadas en bandejita de plástico, perchitas, espejo, termo y papelera de rigor, mesita con mantel y flores naturales, cuatro televisores de pantalla plana (al pie de cada litera), lámparas individuales, música ambiental, regulador de luz y de sonido, una toma eléctrica (sin la cual no estaríamos enganchados al portátil ahora mismo) y cuatro de oxígeno (para cuando nos encontremos a más de 5000 metros de altitud). ¡Y seguimos estando solos! (Algo totalmente insólito, sobre todo por estas fechas de fiesta nacional en China).

Pero lo mejor de todo son los paisajes, quisiéramos apearnos del tren cada cinco minutos. Impresionantes. Para cortársele a uno la respiración (a lo mejor, por eso nos han puesto las tomas de oxígeno).


Os dejo, que son las 20:17 y el restaurante deja de servir a y media. El Junior, con su habitual gentileza, se acaba de ir a encargar la cena, diciéndome al salir: “Pues tú quédate aquí si quieres, pero cuando nos sirvan los platos dentro de cinco minutos, yo no pienso venir a buscarte”.

Amén.


(Escrito por ella desde el tren, en dirección a Lhasa, Tíbet, 03/10/07)

02 octubre, 2007

Historias de un crucero

Tres días de crucero por las aguas del río rojo. Abordaron el “Queen Elizabeth” a media tarde, recibidos por un pequeño comité de bienvenida, cócteles y canapés. Subieron a su camarote, pequeño pero confortable, con su cama doble, su mini bar, su baño privado y, lo mejor de todo, acceso a un diminuto balcón. Con su segundo cóctel todavía en la mano, salieron a respirar unas bocanadas de brisa fluvial. Asomados a la barandilla, contemplaron los primeros atisbos de belleza kárstica a orillas del río. Ella suspiró. Él le pasó la mano alrededor de la cintura, se sonrieron en silencio durante breves segundos. Un beso. “Ven conmigo, cariño”, dijo él, “vamos a explorar el resto del barco”.

La recepción, una tienda de suvenires, un mirador interior con sofás, una cafetería, un amplio restaurante, una sala de baile con escenario, un mini cine, un área de recreo infantil. Salieron a cubierta. Una amplia terraza a popa y tres a proa, una por cada nivel del barco. Todas dispuestas con reclinables tumbonas. Mientras él se quedaba atrás observando la sala de máquinas, ella se dirigió a la proa del barco. Apoyada en la barandilla, cerró los ojos durante unos momentos, para memorizar mejor las imágenes de un mundo mágico en vías de desaparición, las tres gargantas del río Yangtzé.

Con música orquestal, fueron llamados a cenar. Dos cenas, tres comidas y un surtido desayuno buffet estaban incluidos en el precio del crucero, así como una excursión en barca por tres mini gargantas, una visita guiada a la mansión del gran poeta Qu Yuan, un espectáculo de Ópera y un tour por la presa más grande del mundo.

Enseguida se alegraron de haber optado por el régimen de pensión completa. Les ofrecieron un banquete digno de la emperatriz Cixi, tanto por la exquisitez, como por la variedad y abundancia de los manjares. El capitán y su tripulación vinieron a saludar a los pasajeros, asegurándose de que todo estuviese a su gusto.

Tras la cena, fueron agradablemente sorprendidos por una pequeña demostración de danza folklórica, que no recordaban haber leído en la programación del crucero. Tras el espectáculo, se abrió el baile. La orquesta tocó valses hasta pasada la media noche, siendo luego sustituida por un DJ que les pinchó una selección de música algo más moderna. Los grandes éxitos de los años ochenta y algunos de los noventa. Ella estaba encantada. Bailaron y bebieron hasta altas horas de la madrugada.

Por fin se rindieron extenuados. Fueron a cubierta, la terraza estaba vacía. Se derrumbaron en una de las tumbonas y, durante unos minutos, se quedaron ensimismados contemplando la luna llena, de color ámbar, reflejada en las aguas límpidas del Yangtzé. Los primeros rayos del sol empezaban a rasgar el manto de la noche. Un nuevo amanecer. A lo lejos, mezclado con el monótono murmullo de los motores, se oía una canción de Céline Dion. Ella volteó su rostro hacia él, su oscura melena despeinada por el viento. Entreabrió sus carnosos labios, encendidos por la pasión, y dijo: “Put your hands on me, Juni!”.


El tour a las tres gargantas del río Yangtzé empezó a las seis y media de la mañana, cuando un “pick up” vino a recogerles a su hostal de Chengdu. No para llevarles al barco, sino a un autobús. Tan sólo seis horas más tarde, llegaron a Chongqing, una ciudad de 32 millones de habitantes (siete veces la población de la República de Irlanda, casi nada), donde les dijeron: “Hala, a paseo hasta las 4:30 y ni se os ocurra volver tarde”. En “chinglish”, claro.

A dicha hora, salieron disparados hacia el muelle, donde les esperaba otro autobús. Cuatro horas después, “ensandwichados” entre dos chinos en los asientos de última fila, llegaron a Ychang. La luna llena, de color ámbar, brillaba en el firmamento. Él, destrozando música y letra de una canción de La Unión, le cantó al oído: “La luna llena sobre Chochín, ha transformado el barco en autobús, auuuuuuú”…

Por fin embarcaron en el “Yun Yang”. Mil chinos y su abuela empujándoles por las escaleras. A tropezones se abrieron paso entre la multitud, cruzaron una cortina de humo tan densa que impedía la visibilidad de los carteles de prohibido fumar, llegaron a un pasillo y se refugiaron en el camarote 302.

Dos literas, una mesita con termo y dos tazas, un taburete, un desvencijado televisor, un minúsculo baño con el lavabo roto y la ducha por encima del inodoro. “Bueno, por lo menos estamos solos, con un poco de suerte igual no viene nadie”, dijo ella sin terminar de creérselo.
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Cinco minutos más tarde, un chino aporreaba la puerta. No tenía la llave de su camarote, el 302. Entró con su mujer y saludó a la pareja de blancos. Éstos sólo hablaban dos palabras de chino (hola y gracias) y aquéllos, dos de inglés (hola y lo siento) y cero de español. Las dos parejas se sentaron en la cama inferior de las literas, frente a frente, en un incómodo radio de medio metro. Se miraron perplejos. Él le dijo a ella: “anda, saca el cuaderno y dibújales una conversación” (un método que había dado satisfactorios resultados a la hora de encargar comida en puestos callejeros). “Mejor ofréceles una chocolatina para romper el hielo”, contestó ella. Sonrisas.

Fueron a llenar el termo de agua caliente y se prepararon su sopita de fideos liofilizada para cenar. Enseguida se alegraron de haber aprovechado las cuatro horas libres en Chongqing para comprar algo de comida. No sólo les daba algo que hacer, sino que además les evitaba el tener que cenar en el restaurante de fumadores.

Ni la comida, ni la excursión en barca por las mini gargantas (150 yuanes), ni el acceso a la plataforma de observación (30 yuanes), ni el viaje de vuelta a Chengdu (130 yuanes de autobús, 60 yuanes p/p de hotel en Wuhan, y 322 yuanes de tren) estaban incluidos en el precio del crucero (770 yuanes). Sí lo estaban las entradas a la mansión del, para ellos, desconocido poeta Qu Yuan, la opereta que por poco les dejó sordos, y la visita a la presa más aburrida del mundo.

A las seis de la mañana, mediante gritos acompañados de aporreamiento a su puerta, se les informaba que el barco estaba a punto de penetrar la primera garganta. Tras hacer cola para el baño y llevarse a la boca una magra barrita de cereales, salieron a cubierta. Como se habían negado a pagar por el uso de la plataforma de observación, se dirigieron a la proa del barco, donde tropecientos chinos se peleaban por conseguir sus cincuenta centímetros cúbicos de espacio en una terraza de diez metros de largo por uno y medio de ancho. Ella se puso de puntillas, pero aún así no alcanzaba a ver más allá de la gran muralla humana. Él, cortésmente, le acercó una silla de plástico y le dijo: “anda, enano, súbete aquí”. Durante veinte minutos, la guía turística les taladró el oído con su megáfono. Increíble la cantidad de información que pudo llegar a dar sobre la topografía e historia de la garganta. Toda ella en chino.


Se fueron en busca de un rincón menos concurrido, lo encontraron en uno de los pasillos laterales del barco. Acababan de apoyarse en la barandilla, cuando una repentina cascada de fideos en su jugo (presuntamente gástrico) cayó del piso superior, salpicando a un metro de distancia. “Bien”, dijo ella, “mejor no nos asomemos demasiado”.

El barco surcaba lentamente las aguas pardas del Yangtzé, dispersando un islote de basura. Un bulto, de aspecto indefinido, flotaba en dirección a ellos. Él, con los ojos aún entornados para atisbar mejor el cuerpo misterioso, volteó su rostro hacia ella y, con voz animada por la excitación de su descubrimiento, dijo: “Mira, Pichu: ¡Un perro muerto!”


Nota 1: Dos de las fotos del texto han sido tomadas de internet, las otras dos son originales nuestras. Una de las historias es verídica, la otra un cuento chino. Quedaos con la que más os guste.

Nota 2: Por cierto, la historia de nuestro crucero no termina ahí. Dado que el final de nuestra peliculita va de polis y cacos, le he dejado al Juni el gusto de contároslo.

(Escrito por ella desde Wuhan, provincia de Hubei, China, 01/10/07)

Un ejército pacífico

Ni Indiana Jones ni Lara Croft, sino unos simples campesinos. Fue allá por 1974, un año antes de la muerte del Gran Timonel, cuando éstos humildes chinos descubrieron un secreto oculto desde hacía dos milenios. No buscaban gloria ni fortuna, sino agua, y al excavar un pozo para extraer el liquido y escondido elemento, sacaron a la superficie lo que se puede calificar como el mayor descubrimiento arqueológico del siglo XX. Sepultados bajo tierra yacían pacíficamente millares de arqueros, infantes, jinetes y oficiales como muestra del poderío militar de su fallecido monarca. Pero no eran huesos blanquecinos ni armaduras oxidadas. Eran los Guerreros de Terracota del Emperador Quin Shihuang, el primer Emperador de China.

Declarado Patrimonio de la Humanidad, el complejo se encuentra a unos 35 Km a las afueras de la ciudad de Xi'an. La forma más sencilla de acceder a él es acercarse a la estación de tren (la misma en la que, en un vagón, yo perdí una cámara de fotos, snif, snif) y, en el aparcamiento que se encuentra en el lado Este, tomar el verde autobús 306 (no os dejéis confundir por el ''5-'' delante) que por sólo 7 yuanes os dejará a las puertas del recinto tras un recorrido de unos 40 minutos (y unos cinco minutos después de pasar por delante de una incongruente pirámide montada sobre una esfinge).


El precio de la entrada es de 90 yuanes (una barbaridad) en temporada alta o de 65 yuanes (un atraco) en temporada baja. Opcionalmente, por 20 yuanes (y un depósito reembolsable de 200 yuanes) os podéis llevar una audio guia, cosa que nosotros hicimos pero que nos acabó cansando al cabo de un par de puntos de información, así que no lo recomendamos. También, por un precio que desconozco, podéis contratar a un/a guía que os acompañará durante el recorrido y os irá explicando los pormenores de este inmóvil desfile.

La primera parada es el Foso No. 1 (parece lógico, ¿verdad?), el más grande (230 x 62 m), fotografiado (portada de la penúltima edición de la Lonely Pedante
) y conocido de los tres que allí se han excavado. Con varios muros interiores que los separan en líneas uniformes, esperan pacientemente en orden de batalla 6000 estatuas de soldados y caballos. Las armas que portaban originalmente han sido retiradas y no se muestran al público pero estaban casi en perfecto estado de conservación. No así las piezas construidas en madera, como los carros que, tirados por un total de 36 caballos, transportaban a otros soldados de terracota. Siguiendo su ciclo natural, hace tiempo que esta materia se desintegró.


Todo el conjunto, de forma rectangular, es fácilmente accesible por los pasillos que lo bordean en toda su extensión. Hay que tener una buena dosis de paciencia para conseguir contemplar con detalle las figuras desde los mejores ángulos, pues la popularización de las cámaras digitales hace de cada comprador un futuro competidor al que no es educado recibir a codazos. La afluencia de público, como a la Gran Muralla o a la Ciudad Prohibida, es masiva: mas de 40.000.000 de visitantes (de los que un 10% hemos sido los extranjeros) desde que se abrieron las instalaciones.

Los Fosos 2 y 3 contienen un número bastante más reducido de piezas y el 2 en concreto está aún en proceso de excavación. De hecho, los arqueólogos sospechan que lo actualmente descubierto es solo una mínima parte de lo que aguarda enterrado en esta zona, a menos de 2 km del mausoleo del Emperador que no siguió la costumbre de enterrar vivos a esclavos y soldados en su tumba, pero sí lo hizo con los artesanos que la construyeron.

En todos los fosos y recintos interiores hay avisos para que no se use flas
h, ni trípode, ni se fume. Y en todos te encuentras con alguien fumando. O una pareja de turistas alemanes con un ostentoso trípode. O más destellos que en la alfombra roja de los Oscar. Pero las autoridades no vigilan el cumplimiento de sus propias prohibiciones, pese a la numerosa presencia de guardias de seguridad.


Nota: Si es espectacular el conjunto monumental, no lo es menos lo que durante mi visita era aún el embrión de una ciudad comercial. Durante el paseo de diez minutos hasta el aparcamiento, se camina por calles flanqueadas de edificios
de una sola planta, con bajos comerciales de los que el 99% aún no ha sido ocupado. Probablemente de aquí a Agosto del 2008 la situación será la opuesta, pues se espera que de la masiva afluencia de turistas, deportistas, diplomáticos y periodistas con destino a Beijing y las Olimpiadas, muchos de ellos acabarán desviándose para visitar Xi`an. Y los gritones vendedores de souvenirs les estarán esperando.


Para nuestro alojamiento en Xi'an, hicimos una reserva en Bob's Guesthouse, donde por 100 CNY al día, tuvimos una habitación doble con televisión (que no encendimos), baño (que sí que usamos) y un aire acondicionado que no hace falta en Septiembre. Si viajáis con portátil, hay WiFi y, en la sala de lectura, disponen de dos ordenadores con conexión a Internet. Ofrecen una recogida gratuita en la estación de tren, pero como sólo está a unos 500 metros, en lugar de coche, recorreréis esa distancia andando, acompañados de uno de los empleados. Tienen llamadas internacionales vía PC, aunque la calidad no es muy buena, a 1 RMB el minuto. Hay una sala con películas en DVD, intercambio de libros y un tranquilo patio. También servicio de lavandería. He de decir que el chico de recepción es muy majo, contestando a nuestras preguntas y llegando a salir a acompañarnos a un restaurante que está a unos metros para que pudiéramos pedir la cena (os lo he dicho, aquí no se habla inglés y son pocos los sitios con menú en ese idioma, McDonalds aparte).


(escrito por él desde Xi'an, el 19 de Septiembre de 2007 y corregido, también, en el tren a Lhasa el 4 de Octubre de 2007)

Ulaan Bataar




Ulaan Bataar es una ciudad de contenedores y ''gers''. Los contenedores que un día viajaron en ferrocarril o barco, se usan como garajes, trasteros y almacenes. Se les encuentra formando parte del peculiar mobiliario urbano de este país, que durante medio siglo giró en la cerrada y compacta órbita soviética. De aquella época quedan los edificios, museos y plazas de estilo grandioso, popular y revolucionario. Alguna hoz y martillo permanecen en un monumento y, ajena al paso del tiempo, de la caída del Muro de Berlín y el derrumbe de una ideología que quiso ser religión (se basaba en una fé ciega en unos postulados que fracasaban cada vez que intentaban aplicarse en la vida real), podemos encontrar, en un pequeño parque, una anacrónica estatua de Vladimir ''Ilich'' Lenin. También la primera y errónea impresión de que nos encontramos en una República de la extinta URSS a juzgar por el idioma que, en tiendas y oficinas, no podemos comprender y tiene una grafía similar a la del ruso, para un profano en lenguas eslavas. Los contenedores no son tan antiguos, y no gustan de edificios públicos, sino que suelen florecer en patios traseros y en los laterales de edificios de viviendas, que dan a calles nada principales. Nunca parecen nuevos y el óxido reciente y el salitre viejo cuentan historias de largas travesías por lejanos océanos o extrañas tierras.


Vista parcial de la ciudad desde la terraza de mi hostal. Desde la parte de abajo de la fotografía se aprecian ya los gers que pueblan esta zona y otros suburbios en el lado opuesto de Ulaan Bataar.

El ''ger'' e
s la tradicional tienda cónica mongola. Montada y desmontada en unas pocas horas, es el eje de la vida familiar de los nómadas. Sirve como comedor, dormitorio y lugar de reunión y celebraciones, al refugio del feroz invierno o de las altas temperaturas del verano. Como en cualquier otro país del mundo en que la gente del campo emigra a las ciudades, muchos nómadas han dejado atrás la estepa y la han cambiado por un desierto de hormigón y cemento, trayendo consigo sus enseres, entre los que no puede faltar el ger. Vallan una franja de tierra con listones de madera o troncos (me pregunto de donde los sacan, pues sólo en la mitad septentrional del país se encuentran bosques), plantan su tienda y, cuando han ganado suficiente dinero, se construyen una casa de madera o ladrillo, pero no se deshacen del ger pese a que su mantenimiento exige una constante dedicación. De esta manera, en los arrabales de Ulaan Bataar ha surgido un nuevo tipo de hongo, que no necesita de la humedad para medrar, cuyo número se cuenta por centenares y que alberga no solo vida sino también esperanza de una mejora en su calidad.

No es una zona que atraiga a los turistas, que se centran en compras en el State Department Store o en el más moderno pero más reducido Sky Shopping Center, alguno de los pocos lugares en los que aceptan VISA (Mastercard y American Express están relegadas a una situación minoritaria incluso por lo que respecta a su presencia en cajeros automáticos). Como visitas que no pueden faltar en ninguna lista, la Plaza Sukhbaatar (con su monumento a Chinggis Khan y sus soviéticas dimensiones, así como el estilo arquitectónico de los edificios que la circundan) y, sobre todo, el complejo del Monasterio de Gandantegchilen, con edificios bicentenarios y una estatua de Buda recubierta de oro y cuyas dimensiones se cuentan en decenas de metros.




A mis espaldas, el templo que alberga la dorada y enorme estatua de Buda asi como miles de figuras a las que los fieles realizan peticiones de fortuna, salud, etc.

Pero el viajero o turista que llega a Ulaan Bataar (procedente generalmente de Moscu o Beijing), no se detiene demasiado tiempo en la ciudad. El Desierto del Gobi, el Lago Khuvsgul o el Parque Gorkhi-Terelj han reclamado su atención desde que comenzó a soñar con la tierra de los Khanes. Ahora tiene la oportunidad de buscar la mejor opción para recorrer cualquiera de esos circuitos o combinar varios, pudiendo estar desde siete hasta catorce días alejado de la civilización, siguiendo las huellas que un día dejaron las hordas que llegaron hasta Europa y el Sur de China.

Nota: Ulaan Bataar es una ciudad de coste no demasiado elevado siempre que se eviten los lujos, tanto en el alojamiento como en la alimentación. Pero si uno solo está aquí un par de semanas y no es parte de un viaje en el que esté un año entero sin ningún ingreso (ejem, ejem), entonces por un precio bajo europeo tiene un servicio asiático de nivel alto. Como sabéis, ese no era mi caso pero pese a tener el presupuesto de un ''backpacker'' (mochilerus vulgaris) eso no supuso que renunciara a algunas comodidades. Alojarme en uno de los cinco gers que Gana Guesthouse tiene en su terraza sólo me costó 5 USD y en su interior no había literas sino cinco camas individuales (además, desayuno y acceso a Internet eran gratuitos). Comer en pequeños restaurantes, recurriendo a la mímica, señalar los platos de otros comensales o usar alguna de las palabras que sobre alimentación había memorizado (como buzz o ghoulash) suele suponer poco más de un euro por un buen plato de comida. No me he subido a ningún autobús sino que he caminado (muchísimo) y he cogido algún taxi pero su precio nunca superó el euro incluso en la distancia más larga recorrida.


Nota II: No puedo dejar de mencionar, porque los trenes me encantan (y más en tierras extranjeras) aunque por razones de espacio no sea en un post exclusivo, el viaje entre Zamiin Uud y Ulaan Bataar y mi primer contacto con la hospitalidad y carácter mongoles.


Cuando llega el tren a Zamiin Uud, con una hora de antelación, hay que esperar a que nos abran el vagón. Los porteadores, que se alquilan a aquellos viajeros que necesitan de sus servicios, corren sudorosos con sus pesadas cargas a la espalda. Todo el mundo aparece por la estación llevando no solo equipaje personal, sino también bolsas y cajas con mercancía adquirida en China. En mi designado compartimento hay una pequeña televisión, de pant
alla plana, sobre la mesa, y los compartimentos son una mezcla de hard sleeper (por la calidad de la cama y la estancia) y soft sleeper (porque hay cuatro personas únicamente). Las sabanas no están incluidas en el precio del billete, y su alquiler cuesta 60 céntimos. Me rasco el bolsillo. El vagón cumple todos los estereotípos de un producto de fabricación soviética: robusto, funcional, sin lujos ni detalles de diseño. El depósito del agua caliente, en uno de sus extremos, no es eléctrico sino que funciona con una pequeña hoguera alimentada por madera. Entablo conversación, mientras suben sus fardos al tren, con un mongol que sí habla ingles. Me invita más tarde a su compartimento. El tren lleva casi una veintena de vagones y, asomado a la ventana, cuando toma las curvas puedo ver a la vez la cabeza y la cola del convoy.

Esa noche me encuentro en un compartimento con cinco jugadores de póquer mongol, de los que sólo uno habla ingles, y dos espectadores. Veo como juegan y no se parece en nada al póquer que yo conozco. Ni se me ocurre pedir unas ca
rtas porque juegan con dinero y son buenos. Pese a que no me entero de nada de lo que dicen, sí comprendo gestos y tonos, así que pido la cena (aparece una de las azafatas con un carrito y bandejas de poliestireno con ghoulash) mientras saboreo también la situación. Por la mañana acompaño a mi nuevo amigo, Tsend, y sus bolsas de mercancía a coger un taxi (mientras se despide de su hermano que se lleva también varias bolsas) y nos vamos a su casa. En la parte de atrás de su bloque de edificios nos detenemos. Se acerca a uno de los enormes contenedores que, tan curiosamente, están allí puestos, saca un manojo de llaves, abre dos candados, empuja la puerta y entra. A continuación oigo el motor de un coche que se pone en marcha y el sale conduciendo un sedán Hiunday negro, como si fuera la cosa más natural del mundo. Después vamos a comer a su casa y me presenta a su esposa, Bolor, que en solo unos minutos nos prepara unos entremeses fríos y una sopa típica del país. No contento con eso, luego vamos a la oficina de información para coger folletos por si alguno me puede interesar y después me lleva a OTAM (una agencia que organiza viajes por Mongolia) pero no hay tours hasta el lunes o tal vez el miércoles así que solo puedo dejar mis datos. Volvemos a ponernos en marcha para ir a comer algo y después me lleva a los suburbios, donde su tío esta construyendo una casa. Como dije al principio, no ha prescindido de su ger que sigue siendo el alojamiento principal mientras toman forma las paredes de ladrillo. Conforme a las reglas de hospitalidad mongola, su esposa cocina rápidamente una sopa con carne y me sirven los mejores trozos (ahí es cuando uno recuerda eso que ha leído en los libros de viaje sobre no despreciar la comida que le ofrecen los ´´nativos´´, para no quedar como un mal educado, independientemente de que uno sea vegetariano o lo que tenga que llevarse a la boca tenga mas grasa y nervio que correosa carne). He de decir que cuando sacrifican un animal lo aprovechan todo, comiendo incluso el tuétano de los huesos. Cuando uno ha vivido rodeado de la desolación de la estepa y la ausencia de compañía humana en kilómetros a la redonda, no se puede desperdiciar ningún recurso. Despues de la visita, Tsend me acerca en su coche hasta Gana Guesthouse, donde me alojaré mientras busco información para mi objetivo en este país, recorrer el Desierto del Gobi.

Niños jugando junto a la fachada de un viejo edificio de viviendas, en una zona pobre de la capital


(Escrito por él primero en su inseparable block de notas, en el interior de un ger en Gana's Guesthouse, Ulaan Bataar, Mongolia, el 1 de Septiembre de 2007, transcrito al ordenador en Wuhan, China, el 30 de Septiembre de 2007 y corregido y ampliado desde el tren Xining - Lhasa, el 3 de Octubre de 2007 gracias a que nuestro compartimento cuenta con televisores individuales, tomas de oxigeno...¡y enchufes!)

Del país de los Emperadores al de los Khanes

Algo que en Europa parece tan sencillo desde que la UE y el acuerdo Schengen suprimieron las fronteras interiores, es bastante más complicado cuando se trata de pasar de un país asiático a otro. Para poder visitar determinados países es necesario presentar una solicitud por adelantado en la que detallaremos nuestros principales datos vitales (he encontrado formularios que solicitan sin rubor la raza y el credo del interesado), en algún caso hemos de especificar la fecha exacta y lugar de entrada, entregaremos nuestro pasaporte, pagaremos una tasa relativamente alta (dado el coste de la vida en el país al que pretendemos dirigirnos) y esperaremos entre tres y cinco días laborables por la correspondiente autorización gubernamental. El preciado documento, con fecha de caducidad, se llama visado o visa y estará grapado o pegado a una de las hojas de nuestro pasaporte.

Para mi viaje a Mongolia me acerqué hasta su embajada en Beijing. Se encuentra al lado de la de Cuba y detrás de la de EEUU, en un laberíntico y vallado complejo de alta seguridad que alberga a esas y otras legaciones extranjeras, así como las viviendas de diplomáticos, funcionarios y periodistas foráneos. Por si no lo sabíais, era costumbre en los países comunistas que los occidentales solo pudieran residir o dentro de sus respectivas embajadas o en bloques de edificios habilitados por el Gobierno solamente para ellos, con un riguroso control de entradas y salidas (y los omnipresentes micrófonos ocultos) evitando de esta manera su contacto con la población civil (y viceversa). Hasta hace unos pocos años, esa era la moneda corriente en la capital china y son muchos los que aun viven en pisos de aquella época.

La sección de visas del país de Chinggis Khan sólo abre de 9 a 11 de la mañana, de lunes a viernes, así que como he llegado al mediodía, tendré que dejarlo para mañana. Por lo menos se soluciona lo de mi AMEX. Cuando llego a American Express (que tiene unas oficinas relativamente cerca del complejo diplomático) mi tarjeta de emergencia, con una caducidad de tres meses, me estaba esperando (llegó por servicio de mensajería desde Hong Kong).

Al día siguiente, vuelvo a pasar delante de los mismos jovencísimos centinelas. El tema del visado es sencillo y sin complicaciones. Rellenas un formulario (con instrucciones en inglés y chino), le pegas una fotografía y, junto con tu pasaporte, se lo entregas al funcionario en una ventanilla. El proceso normal dura 5 días y cuesta 270 RMB (más 10 RMB que se lleva de comisión por no hacer nada la sucursal del Banco de China). En la ventanilla de al lado te darán el resguardo y las instrucciones para llegar a la sucursal (no os creeríais que iba a estar puerta con puerta con la Embajada, ¿verdad?). En caso de que sea urgente, se puede tramitar el visado en un solo día pero el precio se multiplica por dos. Así que ahora solo me quedaba esperar hasta el día 28 por la mañana para recuperar mi precioso pasaporte con un nuevo visado.

La siguiente tarea para viajar a Mongolia era conseguir información y/o billete para el Trans-Mongolia, que hace el recorrido Beijing (China) – Ulaan Baatar (Mongolia) en 33 horas, atravesando el Desierto del Gobi. La lógica me llevó a la caótica y abarrotada estación de tren de Beijing. En medio de un calor propio del averno, la gente hacía cola delante de las ventanillas para comprar sus billetes. Mucha gente estaba tumbada durmiendo en los soportales, aunque la sombra protegía mas bien poco del calor. Había leído en la Lonely Pedante que se podía disfrutar de una zona exclusiva de venta de billetes para extranjeros, con unos cómodos sillones. Una vez mas, se equivocaba.

En el extremo derecho de la estación, en la planta baja, hay una ventanilla que tiene un cartel ''Billetes para extranjeros'' pero que eso no os engañe. Cuando intenté pronunciar ''Ulaan Bataar'' a la funcionaria de canino rostro, ella, con un gesto asqueado, me señaló hacia las alturas. No, no era cosa de que el camarada Mao bajara a interceder por mí sino que me despachaba hacia el primer piso. Busco un acceso desde el interior y no lo encuentro, así que salgo y veo a través de los cristales una escalera. Vuelvo a entrar y un mostrador situado perpendicularmente a unas taquillas es el único obstáculo a salvar. Como si supiera perfectamente a donde voy (pese a que no tengo ni idea) sonrío a las dos empleadas, paso por la puerta a sus espaldas y le interrumpo la comida (pollo del KFC) a un aburrido funcionario de ferrocarril.



En la primera planta hay una sala enorme y fresca, casi completamente despejada de mobiliario. Solo cuatro mesas, con cuatro sillas cada una, interrumpen la idea de una decoración inexistente. Unas 16 ventanillas (con azules cortinas bajadas en las que se lee VIP) se reparten simétricamente ambos lados de la estancia. Todos los letreros están en mandarín, pero veo que hasta la una no volverán a abrir, así que he de esperar, acompañado por media docena de chinos que parecen compradores-revendedores de billetes. Curioseando a traves de las persianas, veo que unos funcionarios trabajan en su ordenador, otros en pilas de papeles y no falta el que se ha desplomado sobre el teclado y duerme incomodamente.

Cuando llega la hora, la cara de susto de la funcionaria al acercarme a la ventanilla hubiera merecido una fotografía (''No, un extranjero a hacerme preguntas no, por la memoria del Gran Timonel, que se vaya a preguntarle a la de al lado, que es una bruja de mucho cuidado''). ''Ulaan Bataar'' y ''Beijing – Erehon/Erlian''. Ni mi mandarín va mas allá del ''ni hao'' (hola) y ''xie xie'' (gracias) ni su inglés supera lo que me dice repetidas veces, ''Hotel Intercontinental''. No consigo arrancarle mas información o detalles aparte de la impresión de que en los hoteles se venden billetes de tren.

Esto no se queda así, voy a esperar a que abran otra ventanilla para contrastar la desinformación. Un rato después hago cola y un chino me pregunta en inglés si me puede ayudar. Yo le digo que tengo el capricho de comprarme un billete para ir a Ulaan Bataar, en Mongolia. El me dice que allí no lo venden pero a través de una ventana me señala el blanco rascacielos del Hotel Intercontinental y me dice que allí puedo comprarlo. Moraleja: si queréis compraros un billete de tren en Beijing, no vayáis a la estación de ferrocarril porque allí no venden algo tan raro. Si es internacional, claro. Al cabo de un rato llego al Beijing International Hotel y en su primera planta encuentro las oficinas de CITS (China International Travel Services) donde me dicen que solo hay conexiones ferroviarias con la capital de Mongolia los lunes y martes a las 7.45 am. Y mi visado no estaría hasta las 9 am del martes. Algo no va a cuadrar.

Me siento en el vestíbulo, saco la LP y miro a ver si hay opciones de bus o tren local. A mi lado se sienta una señora china que hace algún tiempo que dejó atrás los treinta años. Me pregunta de donde soy, cuando llegué a Beijing, cuanto me voy a quedar en la ciudad, etc. Sin un cambio aparente en el tono de su voz, abre la boca, se la señala con el dedo índice de la mano derecha y me pregunta algo mas, ''Do you want a cock massage?''

No, no puedo deciros cuál es la tarifa habitual de una felación en Beijing porque decliné su oferta.

Como parece que no voy a poder hacerlo por la vía fácil, me preparo para iniciar el proceso de llegar a Ulaan Bataar por mi cuenta, usando una combinación de distintos medios locales. Después de investigar en Internet y en la estación de Dongzhimen (donde nadie habla o entiende nada de inglés pero se esfuerzan, sin gritarme, en ofrecerme su ayuda) averiguo que Muongshimen es la estación correcta (de entre la decena con que cuenta Beijing) para coger el autobús de largo recorrido a Erlian. Intento reservar allí billete para dos días después pero es inútil, no venden nada con antelación, así que tendré que madrugar y llegar temprano (para no arriesgarme a quedarme sin plaza) el mismo día en que inicio el viaje. Como de costumbre, en la taquilla no se habla otro idioma que no sea el chino, pero en el mostrador de información (su existencia y que sirva para algo es una novedad) una chica habla algo del idioma de Shakespeare y me ayuda a comprar el billete (y eso que una compañera de Stefi me había escrito en mandarín ''Erlian'' y ''billete de ida''). He llegado con varias horas de adelanto respecto a la salida del transporte pero finalmente tengo mi billete en el bolsillo. Con tiempo para derrochar, observo lo que sucede a mi alrededor, como viajero por tierras extranjeras que soy.


A mi las estaciones me parecen un microcosmos de un universo paralelo. Encuentras escenas de la vida que pertenecen al pasado o al surrealismo. Tengo una amiga a la que las estaciones de autobús le parecen tristes pero yo creo que es porque ella piensa en despedidas y lágrimas de tristeza mezcladas con el orbayo, no en reencuentros y cálidos abrazos. Aquí hay los habituales puestos de comida (de noodles a fruta) y bebida, así como una cesta con huevos duros de verdoso aspecto. Un militar, acompañado de su esposa e hijos, lleva en la mano una máquina de coser manual marca Singer que bien podía haber sido la que usaba mi madre cuando yo era pequeño. Tres hombres que ya no son jóvenes, cargan con pesados fardos sobre sus dobladas espaldas. A un niño inquieto le tranquilizan con el regalo de una fresca rodaja de sandía servida a modo de pincho moruno. Una joven no pierde de vista su maleta a lado de la cual ha depositado un ventilador que también forma parte de su equipaje. Los he visto transportados a mano, en bicicleta y en moto y siempre me ha parecido un paradigma del objeto funcional que, aislado de la vital electricidad, es tan inútil como una comba para un manco.

La pesada diarrea que me asaltó días atrás, y que ahora se viene conmigo a Mongolia junto con parte de mi equipaje, reclama mi atención y me acerco despacio al baño. En su interior, los compartimentos adecuados, una decena, están distribuidos en dos filas pegados a paredes opuestas, unos enfrente de los otros. Sin puertas. Algunos están ocupados y sus usuarios, frente a frente, están agachados, realizando aquello que les ha llevado allí. Creo que me voy a aguantar las ganas.


Busco mi autobús y me llevo una sorpresa. Nada de asientos reclinables, sino tres filas de literas dobles (la distribución seria litera, pasillo, litera, pasillo, litera). Es una novedad para mi. Me descalzo para entrar y me encuentro con que mi ''asiento'' es el último del todo, junto a la ventanilla del lado derecho. Mis 173 cm de estatura no me convirtieron en el tipo mas alto del barrio pero en esta cama no puedo estirarme por completo salvo que me ponga ligeramente en diagonal. Podría ser mucho peor. El autobús, medio vacío, sale con bastante puntualidad, a las cinco de la tarde, para detenerse al cabo de 500 metros en otro estacionamiento y quedarse allí hasta casi las seis. Por fin hemos emprendido la marcha y la carretera es bastante buena, con su asfalto y todo. A las diez de la noche se encienden las luces y se para en el patio trasero de un edificio bajo para cenar.

Hay dos establecimientos, probablemente del mismo dueño, a nuestra disposición para surtirnos de comida. Por un lado, fideos en sus recipientes de plástico (a los que solo hace falta echar agua caliente) y por otro un buffet para comidas ya cocinadas por el personal del restaurante, listas para ser servidas. A los veinte minutos, cumplido el rito de la cena, los ocupantes de mi autobús se unen a los que han llegado en otro vehículo y, todos juntos, pasean por la explanada (cubierta de botellas y bolsas de plástico que nadie recoge y se multiplican cada vez que llega un nuevo transporte de pasajeros) fumando obsesivamente y, lo que es casi peor, escupiendo ruidosa y profusamente. Casi se diría que lo hacen con coordinación, hombres y mujeres por igual. Se me revuelve el estomago.

También lo hacen mis intestinos, que llevan quejándose desde Beijing. El baño lo encuentro al fondo, es la ultima construcción en una línea en el que lo preceden corrales que albergan cerdos y ovejas que dormitan tranquilamente. El olor es espantoso y además no hay luz. No me quiero ni imaginar lo que podría pisar ahí dentro. Me alejo y busco un rincón solitario. Por unos minutos , vuelvo a un pueblo de Zamora (y a mis primeros años de correrías por este mundo), cuando allí no había retretes en las casas y la única opción para aliviarse era agacharse en el corral de las gallinas. La vida da muchas vueltas para acabar en el mismo sitio.

Después de que se cierre la veda de los escupitajos, retomamos la marcha pero las carreteras, a poco más de 300 km de la capital, ya no presentan tan buen estado. Obras de acondicionamiento vial y reparaciones provocan desvíos que nos llevan a caminos con baches. Me despierto varias veces por culpa de estos últimos y lo que veo por la ventanilla es un ojo que ilumina, pálido, campos y arboles en medio de ninguna parte. A las seis de la mañana, cuando hace una hora que ha amanecido, llegamos a Erlian, el pueblo fronterizo en el lado chino. Subo en furgoneta hasta la frontera, pero ésta no abre hasta las nueve así que me toca esperar. Saco de la mochila mi forro polar porque hace bastante frío. Llegan camiones y hacen cola. Llegan jeeps chinos cargados de mercancías y hacen cola.



Un guardia fronterizo (policía armada) chino que habla buen inglés me confirma que no esta permitido pasar la frontera a pie. Así que lo que procede es regatear con el conductor de algún vehículo, a sabiendas de que no hay forma de ganar y hacerlo después de pagar la tasa de 5 yuan por abandonar el país que el Gobierno Chino se ha sacado de la manga para conseguir un dinero extra. El precio oficial son 80 CNY por cruzar algo mas de 4 km de tierra de nadie entre Erlian (China) y Zamin Uud (Mongolia). Le dedico 20 minutos a intentar que un chino me rebaje la tarifa a 50 CNY pero él no cede y sabe perfectamente que tendré que aceptar su cifra, pues ningún conductor quiere romper el precio de mercado. Al final me subo en la parte de atrás de un todoterreno y soy uno de los dos pasajeros. El otro, sentado delante, se llama Edouard y me cambia de motu propio el sitio. Presumo que es mongol pero me equivoco, su país esta aún más al norte. Hablo con él en una mezcla de rudimentario inglés por su parte y ruso por el mio (tantos años de lectura de novelas de espías no fueron en vano, gracias Le Carre, Clancy, Wallace, Forsyth por proveerme de un limitado vocabulario bolchevique).

Las formalidades en el lado chino son bastante rápidas, aunque el funcionario de aduanas y sus compañeras de la policía armada me miran con curiosidad (yo creía que se verían mas extranjeros por aquí, pero me equivocaba y aquel día no vi a un solo occidental realizando los mismos trámites). Un funcionario me pregunta si mi nombre completo es José Ramón Pérez Fernández, tal y como pone en el pasaporte que le he entregado. Yo no hago ninguna broma y se lo confirmo educadamente. Un nuevo sello en una vieja página y solucionado. Edouard me ha estado esperando y juntos volvemos a subir al jeep en el que han aparecido por arte de magia dos nuevos pasajeros, chinos, y nos dirigimos al puesto fronterizo de Mongolia.

Una nueva cola, una nueva espera, un nuevo funcionario que necesita la presencia de una colega más experimentada para entenderse con esa máquina infernal que es el negro ordenador en el que ha de comprobar mi pasaporte. Solucionados los rígidos golpes contra el teclado, en mi visado de Mongolia ya me han puesto el sello, garantizando mi entrada legal en el país. Ahora toca esperar que se repita el mismo procedimiento con la mercancía de nuestro transportista y su sudorosa persona. Nos sentamos a la sombra, porque el sol no distingue de nacionalidades a la hora de castigar con sus rayos. Llegan vehículos (civiles y de procedencia ex-militar rusa) cargados de tal manera que las ruedas traseras van casi planas. Todos han de pasar una inspección, meramente visual en unos casos, algo mas profunda en otros. La gente fuma y no duda en tirar envoltorios y basuras al suelo. Es la tónica habitual de quien no ha sido educado de otra manera.

Por fin sale nuestro conductor, mete primera, segunda...y antes de que el vehículo salga por la puerta, nos paran en una caseta que debe ser el último punto de control. Mi chino no ha mejorado mucho desde que llegue a Erlian pero las caras del funcionario y del conductor eran reveladoras, alguien ha olvidado un papel o alguien necesita un sello adicional en el papel que está presentando. Una vez más, a esperar. Hace mas de tres horas que iniciamos todos los tramites en China, tenemos Zamin Uud a la vista y otra vez toca refugiarse del implacable que se ríe de nosotros desde las alturas. Al final, nos habrá llevado la friolera (es una irónica forma de hablar) de cuatro horas el cruzar la frontera y no llegaré a Ulaan Bataar hasta la mañana del día siguiente.

Nota: En Zamin Uud acompañaré a Edouard a dejar las maletas en una consigna de un hotel, a encargarse de que facturen correctamente la mercancía que traía
consigo (con la que compartíamos espacio en el Jeep) y después nos vamos a comprar mi billete de tren (sale por 18900 tugrish, unos 12 Eur) a Ulaan Bataar, la capital de Mongolia. El tren no saldrá hasta las seis menos diez de la tarde así que tenemos tiempo de sobra para ir a comer. Como dice el refran, ''De bien nacidos...'' así que le invito para agradecerle su ayuda y compañia. Elige el restaurante y entramos. Acabo probando la versión local del húngaro ghoulash y una cerveza también local porque ''Entradas'', ''Platos principales'' y ''Postres'' son las únicas palabras que aparecen en ingles en el menu...

Después, un paseo por la ciudad fronteriza donde la gente soporta estoicamente el calor y es capaz de pasar un rato jugando al billar en la plaza, al aire libre.




(Escrito por él, en su inseparable block de notas, en el interior de un ger en Gana's Guesthouse, Ulaan Bataar, Mongolia, el 31 de agosto de 2007)