Algo que en Europa parece tan sencillo desde que la UE y el acuerdo Schengen suprimieron las fronteras interiores, es bastante más complicado cuando se trata de pasar de un país asiático a otro. Para poder visitar determinados países es necesario presentar una solicitud por adelantado en la que detallaremos nuestros principales datos vitales (he encontrado formularios que solicitan sin rubor la raza y el credo del interesado), en algún caso hemos de especificar la fecha exacta y lugar de entrada, entregaremos nuestro pasaporte, pagaremos una tasa relativamente alta (dado el coste de la vida en el país al que pretendemos dirigirnos) y esperaremos entre tres y cinco días laborables por la correspondiente autorización gubernamental. El preciado documento, con fecha de caducidad, se llama visado o visa y estará grapado o pegado a una de las hojas de nuestro pasaporte.
Para mi viaje a Mongolia me acerqué hasta su embajada en Beijing. Se encuentra al lado de la de Cuba y detrás de la de EEUU, en un laberíntico y vallado complejo de alta seguridad que alberga a esas y otras legaciones extranjeras, así como las viviendas de diplomáticos, funcionarios y periodistas foráneos. Por si no lo sabíais, era costumbre en los países comunistas que los occidentales solo pudieran residir o dentro de sus respectivas embajadas o en bloques de edificios habilitados por el Gobierno solamente para ellos, con un riguroso control de entradas y salidas (y los omnipresentes micrófonos ocultos) evitando de esta manera su contacto con la población civil (y viceversa). Hasta hace unos pocos años, esa era la moneda corriente en la capital china y son muchos los que aun viven en pisos de aquella época.
La sección de visas del país de Chinggis Khan sólo abre de 9 a 11 de la mañana, de lunes a viernes, así que como he llegado al mediodía, tendré que dejarlo para mañana. Por lo menos se soluciona lo de mi AMEX. Cuando llego a American Express (que tiene unas oficinas relativamente cerca del complejo diplomático) mi tarjeta de emergencia, con una caducidad de tres meses, me estaba esperando (llegó por servicio de mensajería desde Hong Kong).
Al día siguiente, vuelvo a pasar delante de los mismos jovencísimos centinelas. El tema del visado es sencillo y sin complicaciones. Rellenas un formulario (con instrucciones en inglés y chino), le pegas una fotografía y, junto con tu pasaporte, se lo entregas al funcionario en una ventanilla. El proceso normal dura 5 días y cuesta 270 RMB (más 10 RMB que se lleva de comisión por no hacer nada la sucursal del Banco de China). En la ventanilla de al lado te darán el resguardo y las instrucciones para llegar a la sucursal (no os creeríais que iba a estar puerta con puerta con la Embajada, ¿verdad?). En caso de que sea urgente, se puede tramitar el visado en un solo día pero el precio se multiplica por dos. Así que ahora solo me quedaba esperar hasta el día 28 por la mañana para recuperar mi precioso pasaporte con un nuevo visado.
La siguiente tarea para viajar a Mongolia era conseguir información y/o billete para el Trans-Mongolia, que hace el recorrido Beijing (China) – Ulaan Baatar (Mongolia) en 33 horas, atravesando el Desierto del Gobi. La lógica me llevó a la caótica y abarrotada estación de tren de Beijing. En medio de un calor propio del averno, la gente hacía cola delante de las ventanillas para comprar sus billetes. Mucha gente estaba tumbada durmiendo en los soportales, aunque la sombra protegía mas bien poco del calor. Había leído en la Lonely Pedante que se podía disfrutar de una zona exclusiva de venta de billetes para extranjeros, con unos cómodos sillones. Una vez mas, se equivocaba.
En el extremo derecho de la estación, en la planta baja, hay una ventanilla que tiene un cartel ''Billetes para extranjeros'' pero que eso no os engañe. Cuando intenté pronunciar ''Ulaan Bataar'' a la funcionaria de canino rostro, ella, con un gesto asqueado, me señaló hacia las alturas. No, no era cosa de que el camarada Mao bajara a interceder por mí sino que me despachaba hacia el primer piso. Busco un acceso desde el interior y no lo encuentro, así que salgo y veo a través de los cristales una escalera. Vuelvo a entrar y un mostrador situado perpendicularmente a unas taquillas es el único obstáculo a salvar. Como si supiera perfectamente a donde voy (pese a que no tengo ni idea) sonrío a las dos empleadas, paso por la puerta a sus espaldas y le interrumpo la comida (pollo del KFC) a un aburrido funcionario de ferrocarril.
En la primera planta hay una sala enorme y fresca, casi completamente despejada de mobiliario. Solo cuatro mesas, con cuatro sillas cada una, interrumpen la idea de una decoración inexistente. Unas 16 ventanillas (con azules cortinas bajadas en las que se lee VIP) se reparten simétricamente ambos lados de la estancia. Todos los letreros están en mandarín, pero veo que hasta la una no volverán a abrir, así que he de esperar, acompañado por media docena de chinos que parecen compradores-revendedores de billetes. Curioseando a traves de las persianas, veo que unos funcionarios trabajan en su ordenador, otros en pilas de papeles y no falta el que se ha desplomado sobre el teclado y duerme incomodamente.
Cuando llega la hora, la cara de susto de la funcionaria al acercarme a la ventanilla hubiera merecido una fotografía (''No, un extranjero a hacerme preguntas no, por la memoria del Gran Timonel, que se vaya a preguntarle a la de al lado, que es una bruja de mucho cuidado''). ''Ulaan Bataar'' y ''Beijing – Erehon/Erlian''. Ni mi mandarín va mas allá del ''ni hao'' (hola) y ''xie xie'' (gracias) ni su inglés supera lo que me dice repetidas veces, ''Hotel Intercontinental''. No consigo arrancarle mas información o detalles aparte de la impresión de que en los hoteles se venden billetes de tren.
Esto no se queda así, voy a esperar a que abran otra ventanilla para contrastar la desinformación. Un rato después hago cola y un chino me pregunta en inglés si me puede ayudar. Yo le digo que tengo el capricho de comprarme un billete para ir a Ulaan Bataar, en Mongolia. El me dice que allí no lo venden pero a través de una ventana me señala el blanco rascacielos del Hotel Intercontinental y me dice que allí puedo comprarlo. Moraleja: si queréis compraros un billete de tren en Beijing, no vayáis a la estación de ferrocarril porque allí no venden algo tan raro. Si es internacional, claro. Al cabo de un rato llego al Beijing International Hotel y en su primera planta encuentro las oficinas de CITS (China International Travel Services) donde me dicen que solo hay conexiones ferroviarias con la capital de Mongolia los lunes y martes a las 7.45 am. Y mi visado no estaría hasta las 9 am del martes. Algo no va a cuadrar.
Me siento en el vestíbulo, saco la LP y miro a ver si hay opciones de bus o tren local. A mi lado se sienta una señora china que hace algún tiempo que dejó atrás los treinta años. Me pregunta de donde soy, cuando llegué a Beijing, cuanto me voy a quedar en la ciudad, etc. Sin un cambio aparente en el tono de su voz, abre la boca, se la señala con el dedo índice de la mano derecha y me pregunta algo mas, ''Do you want a cock massage?''
No, no puedo deciros cuál es la tarifa habitual de una felación en Beijing porque decliné su oferta.
Como parece que no voy a poder hacerlo por la vía fácil, me preparo para iniciar el proceso de llegar a Ulaan Bataar por mi cuenta, usando una combinación de distintos medios locales. Después de investigar en Internet y en la estación de Dongzhimen (donde nadie habla o entiende nada de inglés pero se esfuerzan, sin gritarme, en ofrecerme su ayuda) averiguo que Muongshimen es la estación correcta (de entre la decena con que cuenta Beijing) para coger el autobús de largo recorrido a Erlian. Intento reservar allí billete para dos días después pero es inútil, no venden nada con antelación, así que tendré que madrugar y llegar temprano (para no arriesgarme a quedarme sin plaza) el mismo día en que inicio el viaje. Como de costumbre, en la taquilla no se habla otro idioma que no sea el chino, pero en el mostrador de información (su existencia y que sirva para algo es una novedad) una chica habla algo del idioma de Shakespeare y me ayuda a comprar el billete (y eso que una compañera de Stefi me había escrito en mandarín ''Erlian'' y ''billete de ida''). He llegado con varias horas de adelanto respecto a la salida del transporte pero finalmente tengo mi billete en el bolsillo. Con tiempo para derrochar, observo lo que sucede a mi alrededor, como viajero por tierras extranjeras que soy.
A mi las estaciones me parecen un microcosmos de un universo paralelo. Encuentras escenas de la vida que pertenecen al pasado o al surrealismo. Tengo una amiga a la que las estaciones de autobús le parecen tristes pero yo creo que es porque ella piensa en despedidas y lágrimas de tristeza mezcladas con el orbayo, no en reencuentros y cálidos abrazos. Aquí hay los habituales puestos de comida (de noodles a fruta) y bebida, así como una cesta con huevos duros de verdoso aspecto. Un militar, acompañado de su esposa e hijos, lleva en la mano una máquina de coser manual marca Singer que bien podía haber sido la que usaba mi madre cuando yo era pequeño. Tres hombres que ya no son jóvenes, cargan con pesados fardos sobre sus dobladas espaldas. A un niño inquieto le tranquilizan con el regalo de una fresca rodaja de sandía servida a modo de pincho moruno. Una joven no pierde de vista su maleta a lado de la cual ha depositado un ventilador que también forma parte de su equipaje. Los he visto transportados a mano, en bicicleta y en moto y siempre me ha parecido un paradigma del objeto funcional que, aislado de la vital electricidad, es tan inútil como una comba para un manco.
La pesada diarrea que me asaltó días atrás, y que ahora se viene conmigo a Mongolia junto con parte de mi equipaje, reclama mi atención y me acerco despacio al baño. En su interior, los compartimentos adecuados, una decena, están distribuidos en dos filas pegados a paredes opuestas, unos enfrente de los otros. Sin puertas. Algunos están ocupados y sus usuarios, frente a frente, están agachados, realizando aquello que les ha llevado allí. Creo que me voy a aguantar las ganas.
Busco mi autobús y me llevo una sorpresa. Nada de asientos reclinables, sino tres filas de literas dobles (la distribución seria litera, pasillo, litera, pasillo, litera). Es una novedad para mi. Me descalzo para entrar y me encuentro con que mi ''asiento'' es el último del todo, junto a la ventanilla del lado derecho. Mis 173 cm de estatura no me convirtieron en el tipo mas alto del barrio pero en esta cama no puedo estirarme por completo salvo que me ponga ligeramente en diagonal. Podría ser mucho peor. El autobús, medio vacío, sale con bastante puntualidad, a las cinco de la tarde, para detenerse al cabo de 500 metros en otro estacionamiento y quedarse allí hasta casi las seis. Por fin hemos emprendido la marcha y la carretera es bastante buena, con su asfalto y todo. A las diez de la noche se encienden las luces y se para en el patio trasero de un edificio bajo para cenar.
Hay dos establecimientos, probablemente del mismo dueño, a nuestra disposición para surtirnos de comida. Por un lado, fideos en sus recipientes de plástico (a los que solo hace falta echar agua caliente) y por otro un buffet para comidas ya cocinadas por el personal del restaurante, listas para ser servidas. A los veinte minutos, cumplido el rito de la cena, los ocupantes de mi autobús se unen a los que han llegado en otro vehículo y, todos juntos, pasean por la explanada (cubierta de botellas y bolsas de plástico que nadie recoge y se multiplican cada vez que llega un nuevo transporte de pasajeros) fumando obsesivamente y, lo que es casi peor, escupiendo ruidosa y profusamente. Casi se diría que lo hacen con coordinación, hombres y mujeres por igual. Se me revuelve el estomago.
También lo hacen mis intestinos, que llevan quejándose desde Beijing. El baño lo encuentro al fondo, es la ultima construcción en una línea en el que lo preceden corrales que albergan cerdos y ovejas que dormitan tranquilamente. El olor es espantoso y además no hay luz. No me quiero ni imaginar lo que podría pisar ahí dentro. Me alejo y busco un rincón solitario. Por unos minutos , vuelvo a un pueblo de Zamora (y a mis primeros años de correrías por este mundo), cuando allí no había retretes en las casas y la única opción para aliviarse era agacharse en el corral de las gallinas. La vida da muchas vueltas para acabar en el mismo sitio.
Después de que se cierre la veda de los escupitajos, retomamos la marcha pero las carreteras, a poco más de 300 km de la capital, ya no presentan tan buen estado. Obras de acondicionamiento vial y reparaciones provocan desvíos que nos llevan a caminos con baches. Me despierto varias veces por culpa de estos últimos y lo que veo por la ventanilla es un ojo que ilumina, pálido, campos y arboles en medio de ninguna parte. A las seis de la mañana, cuando hace una hora que ha amanecido, llegamos a Erlian, el pueblo fronterizo en el lado chino. Subo en furgoneta hasta la frontera, pero ésta no abre hasta las nueve así que me toca esperar. Saco de la mochila mi forro polar porque hace bastante frío. Llegan camiones y hacen cola. Llegan jeeps chinos cargados de mercancías y hacen cola.
Un guardia fronterizo (policía armada) chino que habla buen inglés me confirma que no esta permitido pasar la frontera a pie. Así que lo que procede es regatear con el conductor de algún vehículo, a sabiendas de que no hay forma de ganar y hacerlo después de pagar la tasa de 5 yuan por abandonar el país que el Gobierno Chino se ha sacado de la manga para conseguir un dinero extra. El precio oficial son 80 CNY por cruzar algo mas de 4 km de tierra de nadie entre Erlian (China) y Zamin Uud (Mongolia). Le dedico 20 minutos a intentar que un chino me rebaje la tarifa a 50 CNY pero él no cede y sabe perfectamente que tendré que aceptar su cifra, pues ningún conductor quiere romper el precio de mercado. Al final me subo en la parte de atrás de un todoterreno y soy uno de los dos pasajeros. El otro, sentado delante, se llama Edouard y me cambia de motu propio el sitio. Presumo que es mongol pero me equivoco, su país esta aún más al norte. Hablo con él en una mezcla de rudimentario inglés por su parte y ruso por el mio (tantos años de lectura de novelas de espías no fueron en vano, gracias Le Carre, Clancy, Wallace, Forsyth por proveerme de un limitado vocabulario bolchevique).
Las formalidades en el lado chino son bastante rápidas, aunque el funcionario de aduanas y sus compañeras de la policía armada me miran con curiosidad (yo creía que se verían mas extranjeros por aquí, pero me equivocaba y aquel día no vi a un solo occidental realizando los mismos trámites). Un funcionario me pregunta si mi nombre completo es José Ramón Pérez Fernández, tal y como pone en el pasaporte que le he entregado. Yo no hago ninguna broma y se lo confirmo educadamente. Un nuevo sello en una vieja página y solucionado. Edouard me ha estado esperando y juntos volvemos a subir al jeep en el que han aparecido por arte de magia dos nuevos pasajeros, chinos, y nos dirigimos al puesto fronterizo de Mongolia.
Una nueva cola, una nueva espera, un nuevo funcionario que necesita la presencia de una colega más experimentada para entenderse con esa máquina infernal que es el negro ordenador en el que ha de comprobar mi pasaporte. Solucionados los rígidos golpes contra el teclado, en mi visado de Mongolia ya me han puesto el sello, garantizando mi entrada legal en el país. Ahora toca esperar que se repita el mismo procedimiento con la mercancía de nuestro transportista y su sudorosa persona. Nos sentamos a la sombra, porque el sol no distingue de nacionalidades a la hora de castigar con sus rayos. Llegan vehículos (civiles y de procedencia ex-militar rusa) cargados de tal manera que las ruedas traseras van casi planas. Todos han de pasar una inspección, meramente visual en unos casos, algo mas profunda en otros. La gente fuma y no duda en tirar envoltorios y basuras al suelo. Es la tónica habitual de quien no ha sido educado de otra manera.
Por fin sale nuestro conductor, mete primera, segunda...y antes de que el vehículo salga por la puerta, nos paran en una caseta que debe ser el último punto de control. Mi chino no ha mejorado mucho desde que llegue a Erlian pero las caras del funcionario y del conductor eran reveladoras, alguien ha olvidado un papel o alguien necesita un sello adicional en el papel que está presentando. Una vez más, a esperar. Hace mas de tres horas que iniciamos todos los tramites en China, tenemos Zamin Uud a la vista y otra vez toca refugiarse del implacable que se ríe de nosotros desde las alturas. Al final, nos habrá llevado la friolera (es una irónica forma de hablar) de cuatro horas el cruzar la frontera y no llegaré a Ulaan Bataar hasta la mañana del día siguiente.
Nota: En Zamin Uud acompañaré a Edouard a dejar las maletas en una consigna de un hotel, a encargarse de que facturen correctamente la mercancía que traía consigo (con la que compartíamos espacio en el Jeep) y después nos vamos a comprar mi billete de tren (sale por 18900 tugrish, unos 12 Eur) a Ulaan Bataar, la capital de Mongolia. El tren no saldrá hasta las seis menos diez de la tarde así que tenemos tiempo de sobra para ir a comer. Como dice el refran, ''De bien nacidos...'' así que le invito para agradecerle su ayuda y compañia. Elige el restaurante y entramos. Acabo probando la versión local del húngaro ghoulash y una cerveza también local porque ''Entradas'', ''Platos principales'' y ''Postres'' son las únicas palabras que aparecen en ingles en el menu...
Después, un paseo por la ciudad fronteriza donde la gente soporta estoicamente el calor y es capaz de pasar un rato jugando al billar en la plaza, al aire libre.
(Escrito por él, en su inseparable block de notas, en el interior de un ger en Gana's Guesthouse, Ulaan Bataar, Mongolia, el 31 de agosto de 2007)
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