30 junio, 2007

Nievan las palabras

Cuando uno lleva una temporada en estado de inanición, voluntaria o no, darse lo que vulgarmente se conoce como un atracón le lleva casi con toda seguridad a un sitio en el que ya no se siente ni hambre, ni sed, ni frio, ni calor…

Después del tiempo transcurrido desde mi último texto, aparezco de repente con SIETE relatos (que, además, aparecen de una manera estupenda en mi Word e incluso en la vista preliminar del Blogger pero luego, por lo que veo, las fotos se dan un paseo por el texto). A Dios le pido que ninguno de mis (¿dos, tres?) lectores sufra el terrible destino que menciono en el primer párrafo.

¿Por qué tanto tiempo sin escribir? Por un lado al separarme de Isabel también lo hice de Federico y entonces tuve que recurrir a escribir las cosas dos veces. La primera, a mano, en una pequeña agenda. La segunda en cualquier Cyber Café, a modo de borrador al que unir fotografías que dieran vida a las palabras. Eso consume tiempo y dinero. Por otro lado, me he recorrido toda la Isla Norte haciendo una actividad tras otra, lo que deja poco tiempo para escribir. Además, en Nueva Zelanda y Australia el acceso público a Internet es relativamente caro, desde los 3 NZD (un euro y medio) la hora hasta los 2 NZD (un euro) los veinte minutos, según como esté de aislado el pueblo en el que pernoctas. Y, lo creáis o no, invierto también tiempo en leer y contestar emails :)

Cuando vino Isabel, obviamente, es ella la que compartía el ordenador conmigo así que siempre he dependido de su generosidad…y esta última semana he abusado por completo de ella. El resultado, aparte de un nada traumático divorcio en el que se establece que la custodia de Fede es compartida pero con preferencia materna, es que por fin me he podido dedicar a contar mis idas y venidas por el Norte. El problema es que aún me queda el Sur…pero me consta que no soy el único


Al respetable, sólo le pido paciencia


Y si esta me la ha de negar


Suplico, humildemente, clemencia


Que por mucho abarcar


No se acaban los cabos de atar


Y sin más desvaríos,


Me despido


Para seguir mi camino


Y narrar mis destinos



(Escrito por él desde Christchurch, Nueva Zelanda, el 30 de junio de 2007, mientras en la cocina un irlandés me recuerda con su impenetrable acento barriobajero en una charla con un escocés, una de las cosas que no echo de menos de Dublín)

La Capi

Después de crecerme con la gesta de realizar el Tongariro Crossing (y fingiendo ignorar el hecho de que las otras doce personas del grupo, casi todas chicas, lo habían hecho también sin mayores problemas ¡pero sin una mochila rota!), y de descansar merecidamente, en Tongariro me puse las botas de 7 leguas y me planté en un abrir y cerrar de ojos en la auténtica capital del país, Wellington (¿recordáis lo que dije en el último post sobre Sídney y primero sobre Nueva Zelanda? Pues aun así he tenido que ir a mirar rápidamente una fotografía para no equivocarme porque incluso yo lo he dudado por un momento). Compartí un par de días con parte del grupo (mientras el resto continuaba con Stray por la Isla Sur) y luego me quedé a mis anchas, recorriendo la ciudad pero cuidando de no ir a atracciones a las que pudiera ir luego con Isabel, por aquello de no repetir el sitio.








Los principales focos de interés de la ciudad (o, por lo menos, aquellos que yo visité):


En el primer edificio, conocido como la colmena, se aloja el Poder Ejecutivo del Pais , con el Primer Ministro y los Ministros del Gobierno. En el segundo, menos chocante arquitectónicamente y de diseño más clásico, la Oposición y algunos miembros del Parlamento del partido en el Gobierno. Al ver “la colmena” me vino a la memoria un edificio en España con una estética similar, el del Tribunal…¿Constitucional? (si me equivoco, entonces es el del Supremo). De lunes a domingo hay tours gratuitos de ambos edificios cada hora y se puede acceder, si no están reunidos en sesión, a la Cámara de Representantes (House of Representatives, el equivalente de nuestro Parlamento y una copia en diseño del de Londres). Tambien te puedes sentar en Maui Tikitiki A Taranga, el lugar donde se reúnen los Select Committees y que está decorado con motivos de distintas iwi (tribus maoríes). Durante ese tour descubrí por qué Isabel II aparece en los billetes y monedas de Nueva Zelanda: el país es una Monarquía Constitucional y su soberano es la mencionada Reina. El mismo caso que Australia, país también integrado en la Commonwealth. Y es que hay países que han sabido cómo ¨descolonizar¨ sus posesiones de ultramar y luego hay países como España…



Los tres pisos de este edificio están dedicados a la creación y desarrollo de esta urbe y a su especial relación con el mar, pasarela para el acercamiento de mercaderías e inmigrantes. En la planta baja hay una interesante recapitulación de 100 acontecimientos, Históricos unos, intra historias otros (si se me permite parafrasear a Miguel de Unamuno), que se produjeron durante el siglo XX y se cuentan cronológicamente, adjudicando uno (o varios relacionados) a cada año de la (¡¿ya?!) pasada centuria. En la primera planta se reproduce un documental sobre la tragedia y el hundimiento de un ferri, el Wahine, en 1968, que costó la vida de 51 pasajeros.




(Foto: Copa Elfa y prótesis que usaron los actores que representaban a los hobbits)







Government Buildings
No es un museo y la zona accessible es solo un minimo porcentaje del inmueble, pero hay que acercarse a verlo para poder creer que está hecho…de madera, y es uno de los mayores edificios del mundo construido íntegramente en ese material.

Te Papa


El orgullo museístico del país. La niña mimada del orgullo neozelandés. El Museo de Nueva Zelanda es una chocante obra arquitectónica más propia de un Frank Gehry que de un tradicional Museo. No se asoma al mar, se dirige inexorablemente hacia él y su imaginaria proa está permanentemente a unos metros de lanzarse a surcar los océanos. En el interior hay cientos de oportunidades de realizar actividades interactivas y si de algo se le puede calificar no es precisamente de “estático”. En algunos momentos, parece que estamos más en un Parque de Atracciones, ese es el riesgo que existe al afrontar así la exposición de obras de valor cultural, arqueológico, botánico o zoológico. Aquí los niños no se aburren. Vemos desde una marae (casa de reuniones maorí) hasta una casa sacudida rutinariamente por un terremoto y en el exterior hay una recreación, con especies vivas, de distintos ambientes selváticos y forestales neozelandeses.


Wellington Cable Car
La guía decía que esta era una experiencia que no se podía perder, así que no íbamos a dejar que eso ocurriera. Bueno, en cinco minutos pasábamos de estar en la primera parada a llegar a lo alto de la colina. Es un viaje lento, pausado, tranquilo. No es para salir temblando, ni gritar jubilosos. Está bien, sobre todo por las vistas y por el acceso cómodo al Jardín Botánico pero no es precisamente un “Top 10”.






Durante mi estancia en Wellington, atracó en su puerto el Buque Escuela Esmeralda, de la Armada Chilena. Al igual que ocurre con el conocido Elcano, de la Armada Española, los guardiamarinas recorren los siete mares como parte de la formación que les capacitará para ser dignos oficiales de la Armada de ese país. Lo visité, aunque me dejé mi gorra de “Chile” en la habitación, y me emocioné al ver ondear la bandera de la blanca estrella (un abrazo, por cierto, para mi amigo Renato Huber Acuña…esta vez el glaciar no estaba oculto por la nieve y no sólo me acerqué sino que ¡escalé sus paredes!). A bordo había también una exposición sobre Easter Island (Isla de Pascua), que aspira a ser una de las 7 Maravillas del Mundo Moderno (creo que en España una de las candidatas es la Alhambra de Granada).









Al igual que mi, no por ellos menos malquerido, Gijón, Wellington bosteza frente al mar y en pocos minutos uno está en el centro, dobla una esquina, recorre unos metros y se encuentra, luchando por mantenerse en pie contra el viento, contemplando un enfadado mar. Por lo menos ese fue el estado del salado elemento los días que pasé allí, pero he de mencionar que el sol lució sin excepción durante todas y cada una de las jornadas. Resguardado del viento, tras una protectora cristalera, no se notaba ambiente invernal alguno mientras me tomaba mi cerveza de fabricación local y contemplaba el ir y venir de los atareados capitalinos.





Y el 7 de junio me tocó ir a buscar a Isabel al aeropuerto, ¡como si ella fuera a perderse!. Aunque, ahora que lo pienso, con su nula capacidad de orientación, sí que se hubiera perdido…además siempre alegra encontrarse a alguien conocido cuando uno aterriza en un aeropuerto foráneo. Nos quedamos unos días en la capital para que ella pudiera ver las principales atracciones y el día 10 cogimos el ferri que nos llevaría a la Isla Sur, el mayor foco de actividades de deporte, riesgo, aventura…y gastos de Nueva Zelanda.







(Escrito por él desde Christchurch, Nueva Zelanda, el 30 de junio de 2007 en vísperas de abandonarlo por Australia, si Dios y las autoridades correspondientes lo permiten)

Mordor

De todos es sabido (¿verdad?) que “El Señor de Los Anillos” (LOTR) se rodó en Nueva Zelanda. A lo largo de ambas islas os encontrareis la posibilidad de hacer tours que os enseñarán, por un precio nada razonable, lugares como Hobbiton, Rio Anduin, Amon Hen, Isengard, Lothlorien, Edoras… En la Isla Norte, en el Parque Nacional de Tongariro (plagado de volcanes activos), se encuentra ni más menos que Mount Doom, y allí precisamente está el que es el primero de la lista de los 10 “Great Walks” de un día que se pueden hacer en Nueva Zelanda, el conocido como “Tongariro Crossing” que dura entre 7 y 8 horas y unos 19 Km de principio a fin. Y, obviamente, por allí tenía que pasar yo aunque el grado con que se calificara fuera como “Challenging” (baja Modesto, que sube…).



Tongariro Crossing, de Mangatepopo a Ketetahi


Con un madrugón que nos tenía desayunando en Taupo a las seis de la mañana, llegamos en autobús al punto de partida (el parking de Mangatepopo) con nuestros mapas y ropa de abrigo. El primer tramo, hasta llegar a “Soda Springs” era suave y sin mayor dificultad. El terreno se elevaba progresivamente pero era casi imperceptible. La mirada se desviaba constantemente a la derecha, donde el terreno volcánico se extendía hasta los pies del Monte Ngauruhoe (que entró en erupción tan recientemente como en 1975) . El paisaje rebosaba soledad e incluso la vegetación era baja y dura, adaptada a un entorno que parecía despreciar la vida. Solo especies que se aferraran a lo poco que se ofrecía pueden medrar en este paraje, donde no costaba nada imaginarse la presencia de inquisitivas y violentas patrullas de orcos.

Y entonces la correa izquierda de mi mochila decidió que aquello era más de lo que podía soportar y se rompió por el extremo inferior, justo cuando el mapa anunciaba que nos acercábamos a la “Escalera del Diablo”. Con más de siete horas de duro camino por delante, se me complicaban las cosas. La subida por la dichosa escalera era casi vertical y os puedo asegurar que no había escalones por ningún lado, sólo rocas y estacas que indicaban que seguías la dirección correcta. Cansado y con el hombro algo dolorido, pero contento, llegaba unos cuarenta minutos después a lo alto del difícil tramo.

Después de la dificultad llegó el respiro, momentáneo, por supuesto. El siguiente tramo era una planicie rodeada de muros rocosos llamada “Red Crater Ridge”, en la que el viento comenzó a hacerse presente, creando espectaculares remolinos en la arena. Cruzarla fue fácil, aunque incómodo. La parte complicada esperaba al final, una subida no demasiado escarpada ni pronunciada pero que presentaba peligrosas caídas a ambos lados. Esta sección se puede volver peligrosa los días en que hay mucho viento (que alcanza velocidades de más de 60 Kph) y ese era uno de ellos. Con la correa rota, mi mochila se movía violentamente hacia el lado del precipicio y me encontraba en un precario equilibrio. Hubo media docena de ocasiones en las que el viento me empujó hacia el abismo (no precisamente el de Helm) y la única manera de mantenerme en pie, dentro de la estrecha senda, era agarrarse precariamente a alguno de los postes que se repartían por el camino. Desde luego las vistas merecían el riesgo, porque estabas, a 1886 metros de altitud, sobre una capa de nubes.



De no hacer tanto viento o ser verano, ese hubiera sido el punto recomendado para detenerse y comer, pero dadas las circunstancias, había que hacerlo más adelante (aunque el cráter está activo y haya puntos calientes en el suelo). Así que cuesta abajo, para variar, y seguir adelante hasta los “Emerald Lake” (Lagos Esmeralda), muy bonitos de ver con el contraste de un color tan brillante contra los tonos ocres de los volcanes, pero contienen agua no potable y en los que no se recomienda el baño. Seguimos caminado por otra desierta planicie, el Cráter Central y después de una tranquila subida, el lugar elegido para el picnic es la orilla del Lago Azul (nada de baños aquí tampoco). El paisaje volcánico sigue sin inmutarse mientras bajamos a los 1450 metros de altitud de “Ketetahi Hut” (una de las cabañas en las que está permitido pernoctar) aunque vuelve a aparecer la vegetación, ausente desde que llegamos al Cráter del Sur, tras sufrir la Escalera del Diablo. Sin embargo, la última hora del trekking el paisaje cambia por completo y nos metemos (literalmente, porque nos rodea y llega casi a tapar la luz) bajo un espeso bosque autóctono que nos dejará en nuestro destino, el aparcamiento donde nos espera Nuds y su Wewi.


Al día siguiente el bus parte con destino a Auckland, la capital del país y destino final de este viaje. Yo decido quedarme para descansar de cinco días de viaje, aventura, acción y poco sueño ininterrumpidos. Nos alojamos en “The Parks”, que no parece un albergue sino un hotel. Tiene dos chimeneas, una cocina enorme, limpia y moderna, un Spa al aire libre, acogedores butacas y sofás, e incluso un mimosón perro (eso sí, en cualquier momento pienso que se oirá el ruido de hachazos quebrando una puerta y una anormal voz gritando “Cariño, ya estoy en casa”). Como le dije a Ellie, este es el sitio ideal para venir a aislarse y escribir una novela (no, Isabel, no, lo de ponerme a trabajar en el Premio Planeta no va a ser ahora).




Nota: Después del rodaje, se desmontaron las estructuras y artificios utilizados y se intentó que en las localizaciones se retornaran a su estado anterior. Por eso, no os desilusionéis si queréis visitar Hobbiton y ver las casas de los Hobbits pero sólo veis encaladas fachadas con agujeros. Lo mismo sirve para los paisajes naturales, embellecidos gracias a programas informáticos con el objeto de parecer más propios de otra era y otro mundo.Sin embargo, no hace falta infografía alguna para realzar hoy en día los parajes neozelandeses, tremendamente bellos sin necesidad de ningún ordenador.


(Escrito por él a, por fin, 6 grados centígrados en Christchurch, el 28 de Junio de 2007)

Del volcán a una nueva línea aérea

Después de comprobar como funcionaba Stray (y considerar por otros testimonios que tal vez mejor que Kiwi y Magic) y dado que el tema de alquilar un coche no tenía solución hasta que no llegara la viajera que estaba en Tailandia, volví a recurrir a ellos (es decir, 345 NZD cambiaron de mano) para hacer el recorrido por el resto de la Isla Norte, el llamado “Pete Pass” que terminaba en Wellington (“Welly”) donde me reuniría con Isabel (“Isa”).

Para no convertir en eterna esta ya larga historia de mi viaje, aquí está lo principal de ese tour de seis días:

Mount Eden. A las afueras de Auckland, una visita al cono de uno de los muchos volcanes en los alrededores de la ciudad. Inactivo desde hace mucho tiempo, con el interior de sus paredes pobladas de verde hierba, pero aún así es el visitable cráter de un volcán (y desde el que hay unas buenas vistas de Auckland, Devonport, la bahía y los puertos deportivos).


Península de Coromandel. Mientras unos optaban por pagar unos kayaks para remar (¿palear?) su camino bordeando la costa, otros optamos por un tranquilo trekking de dos horas por el bosque hasta “Cathedral Cove”, un punto en que la montaña se prolonga sobre la playa y acaba por hundirse en las aguas costeras. Enfadada por esta intromisión, la playa ha cavado su camino atravesando la invasora montaña y es posible, con marea baja, caminar bajo una bóveda de sólida roca para disfrutar de un ininterrumpido paseo sobre la arena.. Esa misma moche tuvimos una BBQ (“barbie”) neozelandesa obra de nuestra improvisada cocinera y asalariada conductora, Nuds (“My name is nuds but they call me nuts, guess why?), la galesa a cargo de nuestro autobús Wiwi (Welsh Kiwi). Después de las salchichas, el pollo, la ternera y la kumara (un tubérculo aborigen de parecido a la patata y que a los irlandeses nos recordará al sabor de la “sweet potato”), algunos aventureros optaron por un paseo nocturno hasta “Hot Water Beach”, donde las aguas termales discurren a escasos centímetros bajo la arena y es posible construirse un improvisado Spa (sin las burbujas) en pocos minutos sólo con la ayuda de las excavadoras manos.




Waikaho y King Country. Raglan. Aparentemente esta pedregosa playa sin arena, es un icono para los surfistas y se dice que aquí, en Manu Bay, donde las olas rompen por el lado izquierdo de la bahía, está el recorrido más largo de este tipo del mundo. Fue precisamente en esta playa donde en 1964 se rodó parte de otra película mítica para los adoradores de las tablas, “The Endless Summer”. El alojamiento, en las faldas del monte, rodeados de vegetación y a escasos minutos de un punto privilegiado desde el que presencié la puesta de sol.


Waitomo. La principal atracción son sus cuevas y los “glow worms” (uno de los estadios de desarrollo de un efímero mosquito en el que sus larvas dejan colgar un fino hilo con una sustancia fosforescente al final para atraer a su comida; en varias cuevas a lo largo de ambas islas se les puede ver medrando, en un oscuro y húmedo ambiente que sería querido por Gollum), Se pueden hacer distintos tipos de viajes al mundo subterráneo, desde la simple excursión turística, el rafting bajo tierra, etc. La que yo elegí se llama Haggis Honking Holes y consiste en la exploración de una cueva a pie, arrastrándose por el agua y haciendo rappel. Así que encima de mi bañador me puse un traje de neopreno (“wet suit”, como los de los surfistas y buceadores), un casco (como los mineros), un arnés para escalada (como los…escaladores) y unas botas de plástico (como los granjeros) y con solo otras seis personas y dos monitores emprendimos el descenso por las venas de la tierra. En lugar de sangre, por sus huecas arterias circulan ríos subterráneos y no habíamos recorrido más de una veintena de metros cuando ya estábamos sucios así que la mejor manera de limpiarnos resultó ser hacer rappel por una pared de veinte metros por la que circulaba una fina corriente de aire. Durante las dos horas siguientes disfrutamos de la cueva para nosotros solos, escalando sus paredes, arrastrándonos por su suelo, bajo techos que a veces sólo un metro separaban del suelo y acompañados en ese reducido espacio por sus buenos cincuenta centímetros de agua. Una de las partes más interesantes fue un estrecho pasillo por el que sólo podíamos pasar de uno en uno que se abría a un hueco en el suelo por el que teníamos que descender haciendo rappel. El problema es que compartíamos ese hueco con una corriente subterránea y la decena de metros de descenso se iba complicando conforme el flujo del agua se convertía en una catarata que te rodeaba por completo, ocultando la pared por la que bajabas, con un ensordecedor sonido y cegando por completo tu visión, provocando una temporal desorientación unos segundos antes de que tus pies pudieran tocar el suelo (que además estaba cubierto por agua), Y, por supuesto, en el camino de salida pudimos ver, a oscuras primero, esos refulgentes puntitos de luz que son los glow worms. La experiencia nos encantó a todos. (Jaime, María, ¿recordáis aquel espeleoturismo que hicimos en Asturias hace unos tres años? ¡Pues esto ha sido incluso mejor!).

Rotorua. La noche la pasamos en Rotorua, una población asentada sobre una zona de actividad geotermal, como resulta evidente cuando uno ve el vapor saliendo por las alcantarillas y zonas acotadas en los parques (Manu, igualito que en Karlovy Vari). De noche, hay calles que tienen un aspecto fantasmal, envueltas en ardientes brumas. Pernoctamos en el mejor hostel que he pisado hasta ahora, el Treks. Para la mañana nos dividimos en dos grupos, los que querían hacer “zorbing” (otro invento neozelandés: te metes, solo o acompañado, en una bola de plástico que está dentro de otra bola de plástico…y te echan a rodar colina abajo) y los que preferimos hacer algo con más adrenalina, “White wáter rafting” (¿cómo se dirá en español? Consiste en usar un bote hinchable para remar río abajo en zonas de rápidos, rocas y cataratas). Así que un minibús nos llevó a las instalaciones de la empresa donde me embutí por segundo día consecutivo en un traje de neopreno y un casco, aunque esta vez no había arnés pero sí unos ¿escarpines? (calcetines de neopreno), un ligero chubasquero (pero no impermeable) y el evidentemente necesario chaleco salvavidas. Cuando llegamos al río Kaitiaki, no dividimos en tres grupos y en mi lancha nos sentamos cuatro turistas inglesas, dos guías y un guía en prácticas. Antes de iniciar el descenso rezamos una Kaitiaki, oración tradicional maorí para congraciarnos y honrar al río. Y falta que nos hizo. La atracción estrella no era la primera cascada de un par de metros, sino la que nos encontramos un cuarto de hora después, Nuestra balsa medía 4,5 metros y la catarata 7, haced el calculo y veréis que faltaba balsa, o sobraba catarata. Somos la primera balsa en intentarlo. Antes de acometer la bajada nos detenemos junto a la orilla y repasamos las instrucciones de seguridad, cómo nos sentaremos en el suelo, con una mano agarraremos el remo y una cuerda que rodea el borde de la balsa y con la otra nos aferraremos a un asa de seguridad. Agacharemos la cabeza, hundiéndola en el pecho en el momento en que la proa choque contra el agua para evitar mordernos los labios o la lengua. En caso de que alguien se caiga, debe ponerse inmediatamente en posición fetal para evitar que sus piernas, de tenerlas estiradas, se enreden con algún objeto o planta del fondo (“No queremos que nadie se nos ahogue”). El momento llega y la balsa avanza rápidamente. Lo que veo delante de mí, sentado casi detrás, es un bosque delante del que nos separa un remanso en el río pero, de repente, noto que nos inclinamos y la amarilla proa, que estaba al nivel de mis ojos, desaparece hacia abajo. Estábamos sobre el agua y de repente es un líquido muro blanco lo que nos rodea. Noto, porque no lo veo, que estamos cayendo mientras mi cuerpo quiere despegarse del suelo de plástico y estoy inmerso en la fuerza del río. La fuerza de un golpe se transmite a través del plástico y la carne. No puedo respirar porque no hay oxígeno bajo el agua. A la vez que mis pulmones reclaman el vital aire, mis músculos se tensan para evitar salir despedido por la borda. Cuando parece que no puedo más, giro mi cabeza y abro la boca. Y el aire entra aliviando mis vacios pulmones. Por fin, miro a mi alrededor y veo que hemos pasado la catarata de siete metros pero hay dos huecos en la balsa, dos chicas se han caído por la borda. Están a poca distancia de nosotros y en unos segundos estamos a su lado, las agarramos por el chaleco y vuelven a sentarse en la balsa. Hemos superado lo peor, a partir de ese momento, ya no queda nada que nos preocupe. Ni siquiera que otra chica y yo saltaramos para pasar otra cascada de un par de metros, fuera de la balsa, agarrados a ésta.


Taupo. Esa misma tarde salimos dirección Taupo, junto al enorme lago del mismo nombre y algunos de los viajeros no ocultaban su ansiedad por saber el estado del tiempo en el pueblo. Media docena de ellos habían decidido saltar en paracaídas en el que es indudablemente el sitio más barato en toda Nueva Zelanda para hacerlo. El tiempo era bueno y apenas llegamos al hostel salieron corriendo hacia el aeródromo. El resultado fue decepcionante. Se había hecho tan tarde que sólo seis personas pudieron saltar y otras dos chicas (Ellie y Sancha), se quedaron con la miel en los labios. De todos modos, como primicia mundial, puedo contaros (y espero que los abogados de la multinacional no se me echen encima) que he descubierto que McDonalds está haciendo un experimento empresarial: Air Mc Donalds, una línea aérea para viajes de corto recorrido en las que el billete sí incluye menú a bordo, o, mejor dicho, Mc Menú. Al contrario que Ryanair o EasyJet, ellos no van a competir como una Low Cost sino con precios similares a las aerolíneas tradicionales. ¿El reclamo? La inclusión de comida gratuita a bordo, el interior de los aviones y los uniformes de la tripulación especialmente diseñado conforme a la imagen de la compañía y el uso de aparatos de hélice, clásicos de otra era pero con todas las garantías de seguridad que demandan las autoridades de aviación civil.



(Escrito por él a mientras hay dos grados bajo cero en el exterior del Motel en Queenstown, el 25 de junio de 2007)

Siempre hay una primera vez

Has tomado la decisión alegremente, pero en realidad ya sabías que iba a pasar desde que este país estaba entre tus destinos, así que conscientemente te lo habías preguntado y tu subconsciente ya tenía la respuesta. Preguntas, pagas y preparas. Al día siguiente, llamas y confirmas. Te viene a buscar alguien, una rolliza chica, para llevarte en coche al sitio. Tú estas nervioso y no paras de hablar, lo cual en inglés significa que vas a tener que vocalizar mejor de lo acostumbrado o se va a creer que eres francés. El hecho de estar solo no ayuda (Emma Jane lo hizo ayer al mediodía, mientras tú estabas de crucero, admirando delfines y el “Hole in the Rock”). Llegas al sitio y ves fotos y lees testimonios. No te fíes de las apariencias, aunque solo sea poco más que una cabaña con un mostrador y un cobertizo para guardar el equipo seguro que son muy profesionales. De hecho aclaran en uno de los carteles que nadie se les ha echado atrás nunca, y tú no vas a ser la excepción. Hay otras dos personas esperando pero te dicen que tú iras primero (¿por qué? de verdad, de verdad, ¡que puedo esperar!), Dos metros de delgado inglés se presentan como Gavin, y metro y medio de enjuto chileno como Christian. Uno se va a encargar de que haya pruebas. El otro, de que haya un epílogo en lugar de un epitafio.

Hablando rápido para los tres que lo haremos (y diciéndome que si no entiendo algo le diga que lo repita) nos da las primeras instrucciones sobre movimientos, posturas y significado de las distintas ordenes. Cuando acaba, no me he enterado de nada. O de casi nada. Pero me tranquiliza diciendo que lo repetirá cinco minutos antes de que tengamos que ponerlas en práctica. Me podía dar un folleto, o un manual, algo que estudiar durante unos días. Pero no, todo es oral, sobre la marcha y con una mínima anticipación. Volvemos a la oficina y Christian empieza a trabajar mientras me dan un mono verde que tengo que vestir sobre mi ropa. Me he traído playeros, no como una inglesa que, tonta ella, se ha venido con unas botas más propias para un sábado de noche. Me meto dentro de un apretado arnés que deja dos bultitos como guisantes en mi entrepierna. Lo raro es que no estén en mi garganta. Me dan un gorro y unas gafas, que no me pondré hasta que estemos a punto.

De despegar. En una pequeña avioneta en la que solo iremos Christian, Gavin y yo. Y el piloto, claro. Cuando sobrevolé las famosas Líneas de Nazca en Perú, el año pasado, lo hice en una avioneta que me pareció minúscula. Hoy la comparo con ésta y de repente la recuerdo enorme como un Jumbo. La pista se parece a un humilde prado de hierba, De hecho es un humilde prado de hierba, que en menos de diez segundos desaparece de mi vista porque ya estamos en el aire. Me han dicho que disfrute de las preciosas vistas sobre Bay of Islands, que tardaremos unos veinte minutos en alcanzar la altura de crucero, los 12000 pies contratados. A mí los minutos me pasan como segundos y antes de que pueda darme cuenta, me encuentro sentado encima de Gavin que procede a unirme con una serie de cinturones y enganches a su propio arnés. A partir de ese momento, somos uno. ¿No deberíamos conocernos un poco mejor? No se nada del tipo y dejo mi vida en sus manos, Y entonces Christian abre la puerta corredera del aparato y con una facilidad pasmosa que da el haberlo hecho centenares de veces, se coloca bajo el alta ala, colgando de la unión de la misma con el fuselaje y allí nos espera tranquilamente. El frio viento se ha apoderado de la cabina y noto que se me pone la piel de gallina. Por el brusco descenso de temperatura, claro. Gavin me dice algo y noto que empezamos a movernos hacia la puerta. O, más concretamente, a donde estaba la puerta. Yo miro a Christian, que sonríe, Yo intento sonreír. Cruzo los brazos sobre el pecho, como me habían enseñado. Mis piernas cuelgan fuera del fuselaje, con los pies cruzados bajo la barra, como me habían enseñado. Miro hacia abajo, como me dijeron que no hiciera. Joder, ¡que estoy con medio cuerpo fuera de una avioneta a doce mil pies de altura!

El tiempo es inestable en esta época del año y las nubes lejanas cuando despegábamos están ahora bajo nosotros. Si, bajo nosotros, porque ahora estamos por encima de la intermitente capa de nubes. Puedo ver parches de verde bajo el gris blanquecino e intuyo que allí abajo está Nueva Zelanda. Gavin se mueve de atrás hacia delante una vez, dos veces, y en la tercera ocasión ya no vuelve hacia atrás: se ha tirado, y yo con él, de la avioneta.

No estoy flotando como un ángel. No estoy volando como un pájaro. No, estoy cayendo como una piedra. No hay nada que me sujete a…¿a qué? La avioneta ya ni se ve. Sólo somos Gavin, al que apenas intuyo, y Christian, que se acerca y se aleja intermitentemente mientras graba la escena y toma fotografías. Bueno, José, lo has pagado, así que disfrútalo. Vamos, mira hacia abajo…JOOOOOOOOOOOOOOOOODEEERRRRR. ¿Eso es el suelo? Lo he visto un centenar de veces desde la ventanilla, generalmente llena de ralladuras, de un avión comercial pero ahora lo tengo debajo de mí y no hay plástico, acero ni guapas azafatas entre nosotros. Cuando hemos saltado, caemos a unos 200 kilómetros por hora, ¿cuanto es eso en millas? Debería saberlo ¿no?. Eolo intenta arrebatarme el casco y yo me aseguro de que sigue unido a mi cabeza por la correa de la barbilla. Las gafas no se me empañan, como me ha pasado alguna vez cuando buceaba, así que distingo caminos y casas que se acercan a velocidad pasmosa. Porque yo no me muevo, es la tierra la que no para de agrandarse conforme yo la miro. ¿Y el horizonte? Veo el cielo y, en el mismo plano, las nubes y el suelo. De repente el blanco nos envuelve, ahora estoy tocando las nubes. Paso a través de ellas con la misma facilidad que un cuchillo caliente corta la mantequilla. Al contrario que ese humilde instrumento, yo siento y disfruto todas las sensaciones. ¿Ingravidez? No exactamente, porque en la boca del estómago notas que algo tira de ti. Estás cayendo, pero, maldita sea, eres libre, porque el hecho de que nada te sujete también significa que nada te ata. Nada te detiene, nada te frena.


De repente, unos segundos después de que hayamos pasado la capa de nubes, noto un tirón. Los cuarenta y cinco segundos de caída libre han pasado en un abrir y cerrar de ojos y a los estipulados y seguros seis mil pies de altura, Gavin ha abierto el paracaídas (que ha funcionado con toda corrección, como no iba a ser de otra manera, mamá). Ya no caigo, sino que me deslizo suavemente por una invisible pista. Ha sido increíble. Ha sido maravilloso. Grito y rio a la vez y Gavin inclina el paracaídas de manera que no estamos perpendiculares al suelo, sino paralelos a el y durante unos segundos descendemos haciendo rápidas espirales. Yo vuelvo a gritar y le pido que lo repita, porque todo mi organismo está lleno de esa extraña hormona llamada felicidad.

Cinco minutos después, extiendo y levanto mis piernas y en un segundo hemos aterrizado. Gavin me desengancha de su arnés y yo me levanto, riendo, saltando, gritando, saludando a Christian, y diciendo, con toda sinceridad, que ha sido increíble.

Y que tengo intención de repetirlo en un futuro no muy lejano.



Nota: En Nueva Zelanda, el lugar más barato para hacer SkyDive (paracaidismo) es en el Lago Taupo, en la Isla Norte. Sin embargo, estamos en invierno y el clima es inestable, puedes estar esperando varios días a que deje de hacer viento o desaparezcan las nubes así que seguí el consejo de mi conductor en Stray “Si estáis en un sitio en el que podáis hacerlo y el tiempo es favorable, hacedlo. Más tarde puedes pasar por una docena de sitios en los que hacerlo y el tiempo sea una mierda, ¿vas a quedarte diez días esperando a que mejore?”. Con NZ Sky Dive
el salto a 9000 pies (30 segundos de caída libre), cuesta 220 NZD. Subir, como yo, a 12000 pies y tener 45 segundos de caída libre sólo son 260 NZD. La experiencia es irrepetible y las siguientes veces nunca serán como la primera así que un reportaje fotográfico son 145 NZD más, en DVD 165 NZD y la combinación de ambos, 195 NZD.

(Escrito por él desde Franz Josef, a los pies del glaciar del mismo nombre, Isla Sur, Nueva Zelanda, el 17 de junio de 2007)

Hacia el Norte

El primer día salimos de Auckland e hicimos varias paradas antes de llegar a Paihia, donde pernoctaríamos durante dos noches (tres en mi caso):

En un bosque donde todos los que viajábamos en la furgoneta intentamos abrazar un anciano Kauri…y fracasamos. Estos enormes arboles eran habituales en la Isla Norte, pero la facilidad con la que se podía trabajar su madera y, paradójicamente, la dureza o resistencia de la misma junto con su geométrica rectitud y ausencia de ramas bajas, los hicieron populares como mástiles para los buques de antaño al servicio de Su Graciosa Majestad. Un árbol adulto puede alcanzar los 60 m de altura y tener 5 m de diámetro. El mas anciano superviviente de esta estirpe que se mantiene hoy en pie, tiene unos 2000 años de existencia a sus espaldas (o en su tronco)



En la playa enfrente de Goat Island (la Isla de las Cabras) donde pudimos adivinar, aunque muy de lejos, una ballena (sperm whale), quedando todos pendientes de lo que acabo siendo un lejano puntito durante un buen rato (así que no esperéis una parrafada en la que se incluyan las palabras “belleza”, “espectacularidad”, “Naturaleza” o “salvaje”).



En Whangari, donde visitamos (auténticamente “off the beaten track”) el Centro de Recuperación de Aves
que Robert y Robyn Webb pusieron en marcha hace ya 12 años. Sin ningún tipo de subvenciones del gobierno, este matrimonio cuenta sólo con la ayuda de trabajadores voluntarios, donaciones y regalos para desempeñar su labor de dar cuidados médicos y alojamiento a todas las aves que pasan por sus manos. Había martines pescadores y un Tui (pájaro este que imitaba perfectamente la voz de Rob) y cuando ya nos íbamos trajeron a una preciosa águila con un ala dañada. Allí pudimos ver también el Kiwi, el querido símbolo de Nueva Zelanda que se ha convertido en el sobrenombre que se dan a sí mismos los ciudadanos de estas islas. A plena luz del día pudimos observar a uno de ellos al aire libre, separado de nosotros únicamente por una valla metálica que le protegía mientras buscaba tímidamente insectos entre la hierba. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula cuando Rob nos dijo que tenían a un pequeño kiwi en el interior del edificio, reposando después de que unas inundaciones hubieran arrasado la zona en la que habitaba. No sólo pudimos verlo más de cerca que en ningún Zoológico sino que además pudimos tocarlo, algo que haría palidecer de envidia a muchos neozelandeses que nunca han tenido la ocasión de estar tan cerca de un Kiwi.

La tarde la pasamos en Paihia, la principal ciudad (aunque menos bonita que Russell, enfrente una de la otra y separadas por un brazo de mar) de la zona de “Bay of Islands”. En un cuadrado de 20 por 20 kilómetros se concentran unas 150 islas de variado tamaño rodeadas de claras aguas de tonalidades que van del turquesa al azul oscuro. La zona no es solo un foco de atracción turística estival (con sus playas y sus múltiples opciones para realizar deportes marinos) sino que tiene además importancia histórica puesto que fue aquí donde se acordó el Tratado de Waitangi, firmado entre Inglaterra y 46 jefes tribales maoríes en 1840 y que ha definido las relaciones entre colonizadores europeos y los nativos desde entonces.

Y algo más reciente, ¿os acordáis del “Rainbow Warrior”, el buque de Greenpeace que iba a protestar contras las pruebas nucleares en Mururoa y en el que los servicios secretos franceses pusieron una bomba y mataron a un fotógrafo? Pues el último lugar de reposo de este barco se encuentra por aquí cerca, y es uno de los destinos preferentes para realizar submarinismo (en verano, porque aunque lleve traje de neopreno yo no me metería ahora en el agua).
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Las actividades del día siguiente:


90 Mile Beach. Montados en un aparatoso pero manejable Mercedes Unimog íbamos a llegar al faro más septentrional de la Isla Norte, atravesando la conocida como 90 Mile Beach (Playa de las 90 Millas, aunque sería más correcto llamarla Playa de los 90 Kilómetros, ya que “sólo” tiene 69 millas de punta a punta). Comienza en el punto en que menos de 10 Km separan el lado occidental del oriental de ese alargado dedo que es la Aupori Peninsula (Te Hika o Te Hika a Maui para los maoríes). Conducir por su arena sólo está al alcance de vehículos bien preparados (en su contrato se prohíbe a los vehículos de alquiler intentarlo), porque ha ocurrido que algunos coches se han quedado atascados en la arena blanda y han sido tragados por la marea y sus restos aún son vagamente visibles.

Sandboarding. En uno de los extremos de la playa remontamos el curso del traicionero riachuelo de Te Paki hacia el interior y nos encontramos con unos 7 Km cuadrados de gigantescas dunas. En el autobús disponemos de tablas de sandboarding (son como las de body board o Mauri, como las llaman en Uruguay) y nos preparamos para subir una casi vertical duna. Se puede subir y bajar varias veces si las desentrenadas piernas soportan la dura subida…yo conseguí hacerlo dos veces. En la primera ocasión en que me tumbé boca abajo sobre la tabla, agarrándola firmemente y usando los pies a modo de freno y simultáneo timón, logré llegar a tremenda velocidad (todo el día había estado lloviznando y la arena estaba más que húmeda con lo cual se iba más rápido) hasta la mitad del riachuelo en la base de la duna. Una mala maniobra me hizo comenzar a girar hasta que, como cualquier conductor de rally, di varias vueltas sobre mí mismo. Intacto mi orgullo merced a la distancia alcanzada, volví a castigarme subiendo la cuesta y lanzándome de nuevo a velocidad de vértigo sin mayores consecuencias que una mayor mojadura (nada que ver con la experiencia de sandboarding en Perú: en Huacachina acabé con un dedo vendado, pero no fracturado, durante diez días)


Cape Reinga. Con el suelo (y los ahora húmedos asientos) del autobús llenos de arena, llegamos al Cabo Reinga, donde se construyó el faro más septentrional de Nueva Zelanda y el punto en que, con más violencia que diplomacia, se encuentran dos colosos marinos, el Mar de Tasmania y el Oceano Pacífico, llegando a generarse olas de hasta 10 metros cuando el tiempo es tormentoso. Para la mitología del pueblo maorí, este punto se conoce como Te Rerenga – Wairua, donde los espíritus de los muertos abandonan la tierra para ir al submundo. Nos acercamos al faro cuando la tarde quiere dormirse y su lugar lo va a ocupar la noche y, con luz crepuscular, visitamos los alrededores de la estructura. Aquel día la relación entre ambos mares era casi amistosa y sólo la espuma superficial delataba el lugar en que ambos colisionaban.




Dos de las atracciones naturales del área nos esperaban a la mañana siguiente merced a una excursión en barco por Bay of Islands, con un objetivo seguro y otro probable. El primero, visitar la formación conocida como “Hole in the Rock” y el segundo, ver delfines y, tal vez, nadar con ellos. El cielo amaneció oculto bajo una espesa niebla que tampoco permitía distinguir los objetos (ya fueran postes de electricidad o edificios) a más de 100 metros. Afortunadamente, la luz ganó esa particular batalla y para cuando llegamos al “Agujero en la Roca” teníamos un estupendo día que casi parecía de verano. La atracción no dejaba de ser una elevada formación rocosa que se levantaba recta del mar y que en uno de sus costados tiene un arco que permite atravesarla, cosa que hicimos sin mayor emoción. Tal vez habíamos tenido ya bastante gracias a los delfines. Un rato antes nos .acercamos a la zona en la que se les ve frecuentemente y nos pusimos a buscarlos pero fueron ellos los que nos encontraron a nosotros. Como han hecho desde el hombre se lanzó a la aventura de navegar, se pusieron a proa, a los costados y a popa de los barcos, acunando nuestra ruta con su constante presencia. No pudimos nadar con ellos por la presencia de crías, ya que podíamos alterar los hábitos de las madres y el comportamiento hubiera sido desastroso para la alimentación y cuidado de los pequeños (y eso frustró enormemente a la holandesa Inga, “¿Qué ha sido bonito ver a los bebes? ¡Anda ya! ¡Yo lo que quería era nadar con los delfines!” repetía enfadada ella).



Mientras que el resto del grupo (los dos israelíes que daban la vuelta al mundo tras terminar sus casi tres años de servicio militar obligatorio, una irlandesa – Emma Jane - cuyo siguiente destino era Sudamérica, una inglesa, y Sancha, londinense con unos padres que le dieron un nombre español) volvería la mañana del viernes a Auckland, yo me quedaba en Saltwater Lodge una noche más, con la esperanza/temor de que al día siguiente volvería a hacer buen tiempo y pudiera saltar en paracaídas.

Pero eso es material para otro post.




(Escrito por él delante de una artesanal Sassy Red en el Brewery Bar and Restaurant, Wellington, Nueva Zelanda, el 5/6/2007)