En un bosque donde todos los que viajábamos en la furgoneta intentamos abrazar un anciano Kauri…y fracasamos. Estos enormes arboles eran habituales en la Isla Norte, pero la facilidad con la que se podía trabajar su madera y, paradójicamente, la dureza o resistencia de la misma junto con su geométrica rectitud y ausencia de ramas bajas, los hicieron populares como mástiles para los buques de antaño al servicio de Su Graciosa Majestad. Un árbol adulto puede alcanzar los 60 m de altura y tener 5 m de diámetro. El mas anciano superviviente de esta estirpe que se mantiene hoy en pie, tiene unos 2000 años de existencia a sus espaldas (o en su tronco)
En la playa enfrente de Goat Island (la Isla de las Cabras) donde pudimos adivinar, aunque muy de lejos, una ballena (sperm whale), quedando todos pendientes de lo que acabo siendo un lejano puntito durante un buen rato (así que no esperéis una parrafada en la que se incluyan las palabras “belleza”, “espectacularidad”, “Naturaleza” o “salvaje”).
En Whangari, donde visitamos (auténticamente “off the beaten track”) el Centro de Recuperación de Aves que Robert y Robyn Webb pusieron en marcha hace ya 12 años. Sin ningún tipo de subvenciones del gobierno, este matrimonio cuenta sólo con la ayuda de trabajadores voluntarios, donaciones y regalos para desempeñar su labor de dar cuidados médicos y alojamiento a todas las aves que pasan por sus manos. Había martines pescadores y un Tui (pájaro este que imitaba perfectamente la voz de Rob) y cuando ya nos íbamos trajeron a una preciosa águila con un ala dañada. Allí pudimos ver también el Kiwi, el querido símbolo de Nueva Zelanda que se ha convertido en el sobrenombre que se dan a sí mismos los ciudadanos de estas islas. A plena luz del día pudimos observar a uno de ellos al aire libre, separado de nosotros únicamente por una valla metálica que le protegía mientras buscaba tímidamente insectos entre la hierba. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula cuando Rob nos dijo que tenían a un pequeño kiwi en el interior del edificio, reposando después de que unas inundaciones hubieran arrasado la zona en la que habitaba. No sólo pudimos verlo más de cerca que en ningún Zoológico sino que además pudimos tocarlo, algo que haría palidecer de envidia a muchos neozelandeses que nunca han tenido la ocasión de estar tan cerca de un Kiwi.
La tarde la pasamos en Paihia, la principal ciudad (aunque menos bonita que Russell, enfrente una de la otra y separadas por un brazo de mar) de la zona de “Bay of Islands”. En un cuadrado de 20 por 20 kilómetros se concentran unas 150 islas de variado tamaño rodeadas de claras aguas de tonalidades que van del turquesa al azul oscuro. La zona no es solo un foco de atracción turística estival (con sus playas y sus múltiples opciones para realizar deportes marinos) sino que tiene además importancia histórica puesto que fue aquí donde se acordó el Tratado de Waitangi, firmado entre Inglaterra y 46 jefes tribales maoríes en 1840 y que ha definido las relaciones entre colonizadores europeos y los nativos desde entonces.
Y algo más reciente, ¿os acordáis del “Rainbow Warrior”, el buque de Greenpeace que iba a protestar contras las pruebas nucleares en Mururoa y en el que los servicios secretos franceses pusieron una bomba y mataron a un fotógrafo? Pues el último lugar de reposo de este barco se encuentra por aquí cerca, y es uno de los destinos preferentes para realizar submarinismo (en verano, porque aunque lleve traje de neopreno yo no me metería ahora en el agua).
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Las actividades del día siguiente:
90 Mile Beach. Montados en un aparatoso pero manejable Mercedes Unimog íbamos a llegar al faro más septentrional de la Isla Norte, atravesando la conocida como 90 Mile Beach (Playa de las 90 Millas, aunque sería más correcto llamarla Playa de los 90 Kilómetros, ya que “sólo” tiene 69 millas de punta a punta). Comienza en el punto en que menos de 10 Km separan el lado occidental del oriental de ese alargado dedo que es la Aupori Peninsula (Te Hika o Te Hika a Maui para los maoríes). Conducir por su arena sólo está al alcance de vehículos bien preparados (en su contrato se prohíbe a los vehículos de alquiler intentarlo), porque ha ocurrido que algunos coches se han quedado atascados en la arena blanda y han sido tragados por la marea y sus restos aún son vagamente visibles.
Mientras que el resto del grupo (los dos israelíes que daban la vuelta al mundo tras terminar sus casi tres años de servicio militar obligatorio, una irlandesa – Emma Jane - cuyo siguiente destino era Sudamérica, una inglesa, y Sancha, londinense con unos padres que le dieron un nombre español) volvería la mañana del viernes a Auckland, yo me quedaba en Saltwater Lodge una noche más, con la esperanza/temor de que al día siguiente volvería a hacer buen tiempo y pudiera saltar en paracaídas.
(Escrito por él delante de una artesanal Sassy Red en el Brewery Bar and Restaurant, Wellington, Nueva Zelanda, el 5/6/2007)
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