24 marzo, 2007

Llueve en Hué

¿Qué harías tú en Hué si afuera estuviese cayendo la de Noé y te quedases encerrado con tu pareja en la habitación del hotel? Si has contestado “jugar unas partidas de dominó”, ¡enhorabuena, eres de los nuestros!

Claro está, José es el más afortunado en amores y yo me consuelo con haberle ganado la mano en la apuesta por el uso exclusivo de “Federico” para el resto de este día tan miserable. Cruzo los dedos para que no tengamos otro parón de electricidad como el de ayer, que nos dejó en la oscuridad hasta las nueve.

Hué, qué bonita es la ciudad imperial de Hué cuando no llueve. Claro que no sé si nosotros la veremos. Desde que llegamos el sábado por la tarde, sólo hemos tenido unas seis horas de sol. Afortunadamente, las aprovechamos para alquilar unas motos e irnos a visitar un par de tumbas, las de Tu Duc y Minh Mang. Desde entonces, no ha parado de llover. Dos días llevamos matando el tiempo y preguntándonos hasta cuando quedarnos aquí. Las previsiones para el resto de la semana son penosas, nos van a caer unos chuzos de la muerte. Sea como sea, mañana nos armamos de valor y vamos a visitar la Ciudadela antes de pillar el autobús de las cinco para Hanoi. Es lo que hay, aquí como en el patio de mi casa: si llueve, pues te mojas…

Bueno, ¿qué os cuento hoy? Tengo una serie de temas pendientes: templo caodaista, minorías étnicas, masaje vietnamita, Easy Riders… ¡Hala, pero qué morro que tiene el Junior! Acaba de pillarse una cervecita del mini bar y se ha encerrado en el cuarto de baño, donde se está preparando un baño caliente con su espumita y todo. Sólo le faltan las velitas, los aceites esenciales y los pétalos de rosa. Capaz de todo para chincharme.

Ya que me lo está poniendo difícil para concentrarme en temas serios, me decantaré por algo liviano. Os contaré nuestra experiencia con el barbero de Dak Lak y, de paso, medio revelaré el secreto de cómo Junior recuperó milagrosamente el 50% de la capacidad auditiva de su oído izquierdo.

En mi escuela de masajes, el “Holistic Centre” de Dublín, me enseñaron una serie de pautas profesionales. Pulcritud e higiene. Manos limpias, uñas cortas, nada de olores corporales. Nada de perfumes, maquillaje o joyas. Un ambiente privado y relajante. Música ambiental, aceite de lavanda. No usar el dedo índice en el masaje facial, para no dañar los frágiles tejidos del rostro con una presión excesiva.

En cuanto vi el local al que nos llevó Peter, mi guía Easy Rider, supe que tendría que hacer tabula rasa de mi formación occidental. La barbería estaba en el bajo de una casa, con telón metálico abierto a la calle. Hacinados en el interior, ocho asientos reclinables, atendidos por dos masajistas, un barbero y un par de aprendices. El barbero entraba y salía con el pitillo en la boca. A mí me tocó una de las féminas, con zarpas de centímetro y medio, y cuatro onzas de chatarra tintineante colgando de cada muñeca.

El tratamiento, que duró más de una hora, era demasiado enérgico para resultar relajante. Eso sí, cuando se termina, te sientes ligero, despejado, totalmente revigorizado. Claro que cabe preguntarse si esa sensación se debe a la eficacia del tratamiento o es la respuesta natural de un cuerpo aliviado por el cese de maltratos y torturas.

Fuere como fuere, decidí entregarme plenamente a esta nueva experiencia asiática, sin quejarme ni ofrecer resistencia. No rechisté ni cuando la masajista empezó a machacarme las sienes con una brutalidad que dejó huella durante más de 24 horas. Por lo único que sí que no pasé fue por la invitación a afeitarme, que tuve que declinar por lo menos tres veces. Por lo visto, mis patillas son un pelo hirsutas, valga la redundancia (¡qué bien, un complejo nuevo para mi surtida colección personal!).

Lo mejor del tratamiento, amén del precio (dos euros y medio por barba, nunca mejor dicho), fue el lavado de cabeza. Me llevaron a la parte trasera del local, detrás de una mampara. Ahí tenían escondida una camilla, que se terminaba en palangana en un extremo. Mientras en las peluquerías occidentales te lavan la cabeza sentado, con la nuca y lumbares más o menos doloridas (según lo mal que esté ajustado el reposacabezas), en Vietnam, la experiencia es totalmente placentera. Estás cómodamente tumbado, con lo que no te duele nada, ni te entra agua en los ojos. Te lavan la cabeza tres o cuatro veces, girándote la cabeza lateralmente para masajearte bien el cuero cabelludo, y aclarándote el pelo con agua tibia. Una pasada.

El pobre José no conoció este tratamiento VIP, pues le cortaron el pelo a seco. Eso sí, con mucho esmero y paciencia, cortándole el cabello mechón por mechón, milímetro por milímetro. José insistía en que usasen la maquinilla para acabar antes, pero el barbero y sus dos aprendices, tras asentir sonriendo, seguían afanándose con las tijerillas. El resultado de tan laborioso proceso fue espectacular: le quitaron diez años de encima al Junior y me lo dejaron clavadito a Tintín. Os lo prometo, con tupecito y todo. Sólo le falta hablar francés con acento belga y ¡ya tenemos a Tintín en Vietnam!

Después del corte, vino el afeitado. De nuevo le quitaron otros diez años, quedando como un niño de primera comunión. Por lo visto, los hombres también sufren para ser bellos. José me confesó que por poco se le escaparon unos lagrimones del dolor. Le afeitaron con cuchilla y a contrapelo, tanto en la primera como en la segunda pasada, y para rematarlo, casi no le pusieron espuma de afeitar.

Un tratamiento que sí compartimos fue el de limpieza de oídos, algo que los vietnamitas se toman muy en serio. Un arte a medio camino entre la neurocirugía y la minería. Equipados con una linterna frontal y un arsenal de instrumentos alargados, te van hurgando la oreja, metiéndose hasta el tímpano, hasta extraer todo el oro de tus oídos. A medida que te sacan la cera con una espátula finísima, la van depositando sobre el dorso de tu mano, para que puedas admirar y sentirte orgulloso de tu propio producto. Preguntadle al Junior qué fue lo que salió de su oído izquierdo, preguntadle, preguntadle, que no os lo vais a creer…

Si lo de la limpieza de oído os dio algo de grima, no os perdáis lo siguiente. Al vietnamita que estaba a mi lado, le pusieron unas gotitas de un líquido azul (¿o era verde?) en los ojos (quiero pensar que era colirio) y tras dejarlo actuar durante unos segundos, con un instrumento alargado y rematado por una bolita de goma, le hicieron una limpieza de párpado. Partiendo del lacrimal. Por dentro. Puaj.

Advertencia: si bien os animo a que experimentéis con el masaje asiático, no así con la limpieza de oídos. Nos hemos enterado a posteriori de que los tour operadores franceses han dejado de promocionar dichos tratamientos por haberse dado dos casos de perforación de tímpano. Una y no más, santo Tomás.

(Escrito por ella desde Hué, Vietnam, 20/03/07)

19 marzo, 2007

Bienvenido Mr. Dólar

Estar en un lado u otro de la calle, e incluso en un edificio u otro, puede ser la diferencia entre tener o no como música de fondo el zumbido del aire acondicionado, el parloteo atenuado de una televisión en segundo plano y un fluorescente que de vez en cuando protesta con un chasquido. Nosotros estamos en el Hotel que sigue afectado por la falta de luz. Hoy a la una de la tarde se produjo un apagón y la corriente ha ido volviendo paulatinamente, pero aún no nos ha tocado el turno a nosotros. Hoy es 19 de Marzo y es nuestro tercer día en Hue, la Ciudad Imperial del centro de Vietnam.

Para entrar en el país tienes que solicitar un visado (que te da una estancia máxima de un mes, aunque puedes ir haciendo extensiones previo pago de los correspondientes dólares) y has de indicar la fecha exacta en la que cruzarás la frontera o aterrizarás aquí. Si lo haces uno o dos días después de la fecha aprobada, los has perdido porque la fecha de salida no se moverá esos días que no aprovechaste al principio (si el visado es del 1 al 30 y tú llegas el 5, tendrás que irte el 30, no el 5 del mes siguiente). Si intentas cruzar antes, no podrás hacerlo (imagino que salvo que pagues por otra visa, pero no se si eso se puede hacer, si se anula la anterior o eso es un dolor de cabeza burocrático para el funcionario de turno que optará por la solución más sencilla: no dejarte cruzar la frontera).

Entrando desde Camboya, nosotros tuvimos como primera visión de Vietnam un mástil enorme que rivaliza con aquel que había en Madrid, creo recordar que en la Plaza Colón (imagino que el actual Gobierno lo habrá quitado ya, ¿o no?). Y la segunda visión es la de que, para los comunistas, eres un billetero andante y van a buscar la manera de que salgas más delgado de su fraternal abrazo. El primer pago es a media docena de ¿funcionarios? que, vestidos con un mono azul marino (¿un excedente de los ferrocarriles?), cogen tu pasaporte, un impreso de inmigración y te cobran un dólar por…rellenarlo con letra de imprenta. El segundo pago, 2000 dongs, en una ventanilla en la que un funcionario militar con el internacionalmente reconocido emblema que identifica a los adscritos a servicios sanitarios, firma y sella, por duplicado, que no soy un foco de infecciones y que no porto enfermedad contagiosa alguna. Debe de llevar años en ese puesto y tener una experiencia y conocimientos enciclopédicos identificando visualmente a las posibles amenazas: no ha habido ni una sola pregunta ni me ha pedido mi Certificado Internacional de Vacunaciones. Sólo hemos cruzado cuatro palabras, “Passport”, “2000 dongs” y “Thanks” (y eso lo he dicho yo).

Nuestra primera parada fue Saigon, rebautizada como Ho Chi Minh City tras la caída de Vietnam del Sur en manos del comunista Vietnam del Norte, dos años después de que las últimas tropas estadounidenses abandonaran, tras los vergonzosos acuerdos de París, este territorio y su apoyo, de combate directo, al gobierno sudvienamita. Os aviso con antelación de que en el siguiente (breve) párrafo doy un rápido repaso a la historia reciente, para que tengáis unos antecedentes sobre el pais. Aconsejo que a la menor señal de bostezo salte usted la lectura a unas líneas más adelante.

Vietnam, Camboya y Laos eran parte de las colonias de la Indochina francesa. Tras la Segunda Guerra Mundial, los movimientos independentistas giraron principalmente en torno a guerrillas comunistas, como el Viet Minh, creado por Ho Chi Minh para expulsar a los franceses de Vietnam. En 1954 los galos fueron derrotados en la batalla de Dien Bin Phu y apresuradamente abandonaron su colonia.. Se creó un Vietnam del Norte, una dictadura comunista gobernada por Ho Chi Minh y un Vietnam del Sur, una corrupta democracia dirigida por el Presidente Diem. Esta división era temporal, sujeta a unas elecciones generales que nunca se celebraron (¿alguna vez habéis oído que cuando los comunistas están en el poder convoquen elecciones libres? Es tan absurdo como la idea de un Hitler pacifista y projudio) y se convirtió en algo definitivo. Vietnam del Norte era apoyado, con consejeros, armamento y suministros, por China y la URSS. El mismo tipo de apoyo obtuvo Vietnam del Sur por parte de Estados Unidos, que tomo el relevo de Francia, para impedir la expansión del comunismo (buscad en Google “Teoría del Dominó”). ¿El campo de batalla? Vietnam del Sur, donde las guerrillas del Viet Cong (sucesoras del Viet Minh) atacaban a las tropas sudvienamitas, aunque pronto aparecieron en escena batallones regulares del Ejército de Vietnam del Norte. Un paso posterior en la escalada del conflicto fue la llegada de las primeras tropas de combate de Estados Unidos (un batallón de marines que desembarcó en Da Nang) que fueron seguidos progresivamente por centenares de miles de hombres más hasta que en 1973 Washington dio la guerra por perdida y abandonó, como París había hecho antes, a Vietnam del Sur a su suerte. Sorprendentemente para muchos, aun pasarían dos años antes de que los Norvietnamitas consiguieran entrar en Saigon y reunificar el pais bajo los dictados del proletariado, la sociedad sin clases, una bandera amarilla de cinco puntas sobre fondo rojo y la omnipresente imagen de un venerable anciano de largar barba y afable sonrisa.

La unica luz en la habitacion es la de la pantalla de Fede y me cuesta escribir asi que interrumpo aqui, no por mi voluntad, la escritura. Pero me queda pendiente bastante aun (y eso que todavia no hemos salido del pais): mis impresiones sobre Saigon, Dalat, el viaje con los Easy Rider, Hoi An, Hue...y el orbayo, que ha empezado esta tarde y aun no ha cesado, como el apagon. He venido caminando hasta ‘Dich Vu Vi Tinh Tuong Lai’, desde donde me conecto para subir el texto, en el 17 de Doi Cung (¿a que es facil recordar una direccion o un nombre vietnamitas?) y observo que la distribucion de locales afortunados o no parece aleatoria. Al lado de una tienda a oscuras hay un puesto de comida en plena efeverscencia seguido de un bar, sin musica, iluminado solo por las velas que languidecen sobre cada mesa.

Ya son siete las horas que dura el apagon. El orbayo no ha parado en todo el dia pero me gusta el frescor que ha traido a la ciudad.

Nota: el texto lo he terminado de escribir en el ciber cafe asi que no os lleveis las manos a la cabeza si echais a faltar mas tildes de las habituales. Prometo que en cuanto vuelva la electricidad y recupere la custodia compartida de Fede, subire un texto que haya pasado por el corrector ortografico de Word y no ofenda de manera tan ostensible a la lengua castellana.

(Escrito por él desde Hue, Vietnam, el 19 de marzo de 2007)

17 marzo, 2007

Good Morning Vietnam!

Llevamos ya diez días despertándonos en el país de Ho Chi Minh y, en esta ocasión, habíamos decidido hacerlo tarde. Si es que de ilusión también se vive. Entre el calor, la luz, los ruidos y el ritmo de viaje que hemos cogido, en el que parecemos programados para madrugar, no ha habido manera de pegar ojo esta mañana. Sobre las ocho, le volvimos a dar los buenos días a Vietnam.

Antes de meterme en detalles, os haré un “breve” resumen de lo que ha sido nuestro itinerario desde que salimos de Camboya.

El cinco de marzo llegamos a Saigón, actualmente llamada Ho Chi Minh City, donde dormimos cuatro noches. Nos alojamos en un hotelucho que más bien parecía la casa de un particular, pues hasta carecía de recepción. De hecho, su procedimiento de check in y check out fueron de lo menos convencionales, incluso para estándares asiáticos: no nos pidieron ni pasaporte, ni nombres, ni pago en adelanto, ni nada de nada. El día en que nos marchamos, encontramos un par de mozos tirados en el sofá y en el suelo. Intentamos despertarlos pero con demasiada suavidad, así que al final optamos por dejarles el dinero y las llaves en una mesita. Menos mal que somos honestos, que si no…

Nuestro hotel estaba en una callejuela estrecha, formando parte del laberíntico entramado de atajos que enlaza las dos calles principales: Bui Vien y De Tham. Ésta última es la más conocida, por su aglomeración de hoteles, restaurantes y agencias de viajes.

Siguiendo los consejos de mi amigo Vincent, fuimos a la agencia “T.M. Brothers Café” a contratar una excursión (desplazarse por cuenta propia en Vietnam resulta más caro que hacerlo por agencia y puede conllevar roces con las autoridades comunistas). Por cinco dólares (80000 dongs) cada uno, comidas y tickets de admisión excluidos, nos llevaron a visitar el templo caodaista de Tay Ninh (muy interesante, prometo contároslo en otro momento) y los túneles de Cu Chi, una red subterránea de 200 km en la que se escondían, desplazaban y vivían los soldados guerrilleros del VC y sus familias (muy interesante también, seguro que José os lo contará mucho mejor que yo).

Los túneles de Cu Chi fueron una base secreta de los años 60 a 75 y, por lo visto, lo siguen siendo hoy en día. Por lo menos, para nuestro conductor de autobús, que se paró unas cinco veces a pedirles direcciones a los paisanos. Si es que se podrán decir muchas cosas de los comunistas, pero para esconder cosas ¡no hay quien los gane! Claro que tampoco es que nuestro chófer fuese una lumbrera: ya al empezar el viaje, se le fue el santo al cielo, y en lugar de coger la salida noroeste hacia Tay Ninh, tiró alegremente hacia el sur. Es lo bonito de los tours organizados en Vietnam, que están llenos de sorpresas.

Dicen que más vale malo conocido que bueno por conocer, así que volvimos a confiar en el profesionalismo del T.M. Brothers Café para nuestra siguiente compra: el open bus ticket. Por unos módicos 16 dólares por cabeza, nos hicimos con un billete de autobús abierto, con cinco paradas: Dalat, Nha Trang, Hoi An, Hué y Hanoi. Por tres dólares más, nos beneficiamos de una oferta añadida, excursión en barco por la costa de Nha Trang. Una auténtica ganga, de la que nos arrepentimos nada más llegar a Dalat.

Dalat es un pequeño puerto de montaña y resort preferido de los “lunamieleros” vietnamitas. El lugar enseguida me enamoró, no sólo por la belleza del paisaje, sino también por el bajón de temperatura: 24 grados centígrados, como un día de canícula en Irlanda.

Es un sitio bastante atípico, un extraño coctel en el que el sabor asiático se mezcla al de los Alpes Suizos y de Barcelona. La casa de Hang Nga, conocida como casa loca o “crazy house”, es totalmente surrealista y nos recordó el estilo de Gaudí, con el toque excéntrico de Dalí. Curiosamente, Hang Nga, hija de Truong Chinh (sucesor de Ho Chi Minh en la presidencia, del 81 al 88), no se licenció en arquitectura por la universidad de Bella Terra sino por la de Moscú.
Describir la casa loca es realmente difícil, así que me remito a las fotos (al paso que vamos, estarán subidas al blog de aquí a un par de meses) y os animo a que vengáis a visitarla por vosotros mismos. Es más, por un precio que oscila entre los 29 y 60 dólares, incluso podéis alojaros en una de sus habitaciones cueva. Nosotros pensamos hacerlo a partir del 2010, cuando tengan terminadas las obras.

En este viaje, optamos por un hotel más barato (5 dólares la habitación doble) y mucho más espacioso. Sólo nos quedamos una noche, pues nada más salir a dar nuestro primer paseo por Dalat, conocimos a Peter y Xuan, nuestros “Easy Riders”. De camino a Dalat, habíamos leído acerca de la existencia de estos guías moteros, por lo que ya veníamos con ganas de contratar sus servicios.

Nuestra idea inicial era de pasar un solo día con ellos, pero pronto nos dejamos convencer para hacer un tour de cinco. La idea de recorrer Vietnam del Sur por tierras interiores, en moto, y con dos guías para nosotros solos, era mucho más atractiva que la de tirarnos horas empapando en sudor los asientos de látex de un autobús, recorriendo autopista en dirección a un resort costero de turismo masivo. Claro que la diferencia de precio también era notable: cinco días con los moteros costaban 300 dólares por persona, que al final se quedaron en 250. Comida, alojamiento y entradas excluidos. Una experiencia bastante cara, sobre todo teniendo en cuenta los precios locales, pero que realmente mereció la pena.

Ayer finalizaba nuestra aventura motera en Hoi An, tras recorrer la zona de lagos y cascadas de Dak Lak, entrar en el parque nacional Yok Don, visitar los poblados de varias minorías étnicas de camino a Kon Tum, caminar por algunos tramos del Ho Chi Minh Trail y disfrutar del increíble paisaje, en el que la jungla se alterna con los arrozales y las plantaciones de café, pimienta, cacahuete, tapioca y piña.

Son muchas las imágenes y recuerdos que desfilan por mi mente al pensar en estos últimos cinco días. Los dejaré aparcados de momento, porque ya se nos ha pasado la hora de desayunar y no sería bueno saltarse el almuerzo también.

(Escrito por ella desde Hoi An, Vietnam, 15/03/07)

Camboya, hoy

Mi último texto reflejaba una visión de la trágica Camboya de un sangriento pasado reciente. En la Camboya de hoy en día hay ilusión por el futuro y por competir con Tailandia en la recepción de turistas con abundantes dólares, aunque sigue presente la corrupción, que no es de extrañar dado los bajos sueldos de policías, militares y funcionarios. Sin ir más lejos, en frente de nuestro hostal ha hecho aparición repetidas veces la grúa para multar y llevarse los coches aparcados con la excusa de la menor infracción imaginable. Se acerca una época festiva en la que es tradicional hacer regalos y los policías necesitan más dinero, por eso el número de sanciones aumenta.

Como hace más de medio siglo en Europa, son los camiones los encargados de repartir hielo entre los comercios y los puestos ambulantes. Detrás de la cabina, tapadas con una lona, barras de dos metros esperan apiñadas a la siguiente parada en la que los expertos golpes de un operario seccionaran varios trozos que servirán para enfriar latas y botellas de bebida o para preparar batidos y cafés con hielo.

Los conductores de vehículos de dos y tres ruedas y sus pasajeros, mayoritariamente, llevan pequeñas máscaras de tela para proteger su boca y nariz frente al polvo y la masiva contaminación atmosférica. El calor es espantoso y el sudor mana por todos los poros de mi piel, incluso cuando parece que a mi cuerpo no le queda líquido. He llegado a beberme una botella de litro y medio de agua en un par de horas paseando y, después, mi vejiga ha tardado otro par de horas en reclamar mi atención.

Los semáforos tienen una pantalla adicional en la que, por medio de una cuenta atrás, se informa a los conductores del tiempo restante hasta que cambie de estado (de rojo a verde o viceversa), un detalle muy útil para evitar muchos frenazos y colisiones. En el lado negativo, en todo Phnom Penh sólo me he encontrado con media docena de cruces en los que hubiera semáforos. Donde no los hay, imperan una serie de normas no escritas que sustituyen a cualquier Código de la Circulación…exactamente igual que ocurre donde hay semáforos.

Constato que los intermitentes apenas se usan y que, aún más peligroso, la mayor parte de los ciclomotores carecen de espejos retrovisores. La presencia de otros vehículos se advierte con apenas anterioridad merced a una serie prolongada de pitidos que antecede (o es simultánea) a las maniobras de adelantamiento, incorporación a un carril o abandono del mismo. No hay líneas en la carretera, ni continuas ni discontinuas, así que técnicamente no se invade el carril contrario.

Ver el fluir del tráfico mientras se pasea tranquilamente por la calle, sorprende. Hacerlo desde la parte de atrás de un tuk tuk, da miedo. Estar sentado junto con Isa y el taxista-conductor en un ciclomotor es una experiencia no recomendable para los débiles de corazón ni para las personas sensatas. Cientos de motocicletas invaden la calzada y los vehículos se incorporan a un carril tras varios metros circulando por el opuesto. Pitando y avanzando despacio se puede cruzar cualquier avenida por ancha que sea ésta y denso el tráfico. Con un sexto sentido adquirido tras años en las calles, nuestro ciclomotor se mueve ágilmente por huecos entre los vehículos que yo ni siquiera veo. La distancia que nos separa lateralmente de otras motos disminuye cuando nos acercamos a una intersección, pero la velocidad no lo hace tan rápidamente. Más de una vez creo que embestiremos o seremos embestidos, pero conseguimos volver a nuestro hostal sin un solo rasguño.

Si ser conducido en un vehículo de dos ruedas es sencillamente temerario, intentar cruzar la calle es una verdadera odisea y el procedimiento es esencialmente contrario a lo que haríamos en Europa, donde correríamos rápidamente para estar el menos tiempo posible a merced de los coches que pasan por la carretera. En Camboya hay que tener nervios de acero porque la manera correcta, y más segura, de cruzar la calle es hacerlo despacio. De esta manera las motos pueden alterar su recorrido y esquivarte mientras, con los ojos bien abiertos, vas calculando cuando quedarte quieto y cuando dar un paso firme, pero no demasiado rápido, mientras te rebasan los vehículos por uno y otro lado. El objetivo, hasta ahora cumplido, no es llegar al otro lado, sino conseguir hacerlo indemne.

Podría ser una analogía de lo que ocurre con este país, intentando llegar a una acera en la que hay paz y prosperidad mientras esquiva residuos del pasado y de un cambio de sistema que no ha resultado favorable para todos.

A las afueras de Phnom Penh hay un gran vertedero de basura en el que los camiones de la ciudad dejan su carga de residuos y detritus, el subproducto de toda ciudad que se precie. Restos orgánicos, papeles, plásticos y cualquier objeto imaginable (y muchos en los que ni se nos ocurre pensar) son transportados hasta ese lugar. Pero no se acaba ahí su vida útil y nosotros, con nuestras máscaras y krama camboyano sobre la boca para protegernos del fuerte olor, fuimos a verlo.

Personas agrupadas en equipos de una docena o más se distribuyen alrededor de cada montón de basura buscando, hurgando, revolviendo, extrayendo con paciencia los pequeños tesoros (plásticos, vidrios, etc.) que yacen como joyas en un mar de inmundicias. El nauseabundo hedor se agarrará a nuestra ropa mientras paseamos, tímida y silenciosamente, entre esa gente y su mísero quehacer. Niños y adultos por igual, procedentes de todas partes de Camboya, atraídos por el neón de la ciudad, vinieron buscando una vida mejor y encontraron más miseria que en el abandonado campo.

Como una metáfora de la vida, incluso en algo malo, sucio o feo se encuentra algo bonito o práctico. Entre lo que unos desechan, otros encuentran el sustento, Y, ojalá, este país encuentre el camino fuera de su particular montaña.

Nota: Para realizar varias visitas en Phnom Penh y alrededores, nosotros contratamos los servicios de un joven conductor de Tuk Tuk (Mi Vasna, móvil 092 68323720) que nos transportaba a cada uno de los sitios acordados y esperaba tranquilamente a que termináramos. El primer día estuvimos en el Russian Market (donde se encuentra ropa de todas las primeras marcas imaginables pero “Made in Cambodia” así como antigüedades, películas, software y souvenirs), el Palacio Real, y la prisión S-21. El segundo día nos llevó primero al vertedero de basura y después a uno de los Campos de la Muerte. La tarifa negociada fue de 8 USD el primer día y 12 USD el segundo.

(Escrito por él en Hoi An, Vietnam, el jueves 15 de marzo de 2007)

11 marzo, 2007

Los campos de la muerte

(Aviso: este texto puede herir la sensibilidad del lector)

Decía irónicamente Einstein que le atraía más la estupidez que la inteligencia humana, pues mientras la última es limitada, la primera no conoce límites. Parafraseando al genial científico, podemos decir tristemente que la capacidad del ser humano para la bondad es enorme pero su capacidad para la maldad es ilimitada. Si alguien duda de esta aseveración, que repase la Historia más reciente. No tenemos que remontarnos a la Edad Media para nombrar unos pocos ejemplos: la Revolución Francesa devorando a sus hijos, los paranoicos jerarcas de la URSS asesinando a supuestos conspiradores por decenas de miles, los Nazis “limpiando” Europa de judíos, los japoneses esclavizando a coreanos y otros asiáticos, China enfrentada a una Revolución Cultural que desplazó y condenó a muerte a millones de sus ciudadanos, Yugoslavia desintegrándose en un mar de sangre, africanos masacrando a machetazos a otras etnias, por citar solo algunos. Pero al lado de Hitler y Stalin, en el despreciable ranking de los que han renegado de su Humanidad para cometer crímenes contra la misma, figura en un lugar destacado el sanguinario camboyano Pol Pot.

Tras el derrocamiento y exilio del rey Sihanouk, en 1970 llegó a Camboya la dictadura de Lon Nol que no sólo no eliminó los problemas de corrupción del régimen anterior sino que ésta floreció con más fuerza que antes. El principal enemigo del nuevo gobierno militar (respaldado por EEUU como parte de su política de negarle al Viet Cong y al Ejercito de Vietnam del Norte la impunidad de que gozaba en Camboya) fue un oscuro movimiento comunista bautizado en francés como “Khmer Rouge” (los Khmer Rojos) de los que se sabía bien poco pero de los que se hablaría mucho. En la posterior y lenta cuasi guerra civil que siguió al golpe de Estado, el apoyo de Vietnam y China logró superar en efectividad al masivo pero desencaminado esfuerzo de los EEUU para inclinar la balanza hacia el otro bando. Disciplina, fanatismo y mano de hierro se enfrentaron a la falta de organización, desmotivación y corrupción a alto nivel y lograron ganar la partida.

En 1975 las tropas comunistas tomaban Phnom Penh, la capital, y poco después toda Camboya estaba bajo el control de los Khmer Rouge. Durante los cuatro años siguientes, este país se convirtió en un infierno.

Los comunistas concibieron una agenda en la que la mejor solución para resolver los problemas endémicos de Camboya era convertir 1975 en el Año Cero y llevar al país a la Edad de Piedra. Había que erradicar industrias y comercios. Quemar los mercados. Destruir bibliotecas y universidades. Abolir la moneda, los salarios y los bancos. Asesinar a maestros, políticos, obreros, intelectuales, sindicalistas, religiosos. Evacuar las ciudades y arrastrar en condiciones miserables a millones de personas al campo para convertir Camboya en una utopía agrícola, aunque eso supusiera la muerte directa (tortura seguida de ejecución) o indirecta (por inanición) de uno de cada dos camboyanos. No era ya una guerra civil, no eran ejecuciones de guerrilleros, no eran prisioneros comunes sometidos a la pena máxima. Eran civiles, campesinos y habitantes de las ahora desoladas ciudades, los que fueron exterminados sin sentido. Desaparecieron las medicinas, se ejecutaron a los médicos, se abolió la propiedad privada y todas las libertades. El menor de los delitos era castigado con la muerte. La falta de alimentos llenó las cunetas de cadáveres. Machetazos, cuchilladas y bastonazos hicieron otro tanto en los campos. La falta de planificación, el reino de la improvisación, la crueldad gratuita y la ausencia de escrúpulos imperaban en las órdenes dictadas por “Angkar” (“la organización”) y el autodenominado “Hermano Número 1”, Pol Pot. Lo que Marx y Lenin habían escrito en fría tinta, Pol Pot lo interpretaba, bajo la perspectiva de sus aliados chinos, y lo traducía en la sangre de millones de camboyanos.

Irónicamente fue la invasión de otro país comunista, el reunificado Vietnam preocupado por la influencia china en su frontera suroccidental y por los ataques a pequeña escala que sufría por parte de los camboyanos, lo único que pudo poner freno a esta masacre en 1979.

No hay familia camboyana que no haya sido afectada por la barbarie. En el caso de Thai, nuestro guía en Angkor, de su padre, su madre y siete hermanos sólo sobrevivieron su padre, un hermano y él mismo.

Otra cita famosa “Una muerte es una tragedia. Un millón de muertes, una estadística”. ¿Autor? El carnicero Stalin. Decir que murió la mitad de la población es no decir nada. Por un lado, es inimaginable todo el dolor de cada una de las victimas y las condiciones que desembocaron en sus muertes. Por otro lado, no son números, son el hermano de alguien, la hija de alguien, el tío de alguien, el compañero de trabajo de alguien, el vendedor de un puesto en el mercado…alguien por el que unos padres se sacrificaron para darle estudios, alguien que se cayó de una motocicleta a los doce años y desde entonces le quedó una cicatriz en la rodilla izquierda, alguien que tenía sueños y esperanzas y al que el destino le deparaba una mortal pesadilla. Son personas, eran personas, como tú que lees este texto, como yo que lo estoy escribiendo.

Con el fin de recordar a las victimas y tener información de primera mano de las salvajadas cometidas por los comunistas, hay dos visitas obligadas para todo aquel que llega a Phnom Penh. Una es el conjunto de edificios conocido como S-21 y la otra es Choeung Ek, a las afueras de la capital.

En las instalaciones de lo que había sido un instituto, se creó en Mayo de 1976 S-21 o Tuol Sleng, la principal institución de seguridad del régimen Khmer con la función primordial de interrogar y torturar a los elementos anti-gobierno. Los guardias, especialmente seleccionados y entrenados para ser crueles, eran varones y hembras de entre 10 y 15 años. Los prisioneros, aunque hubo extranjeros e incluso europeos, eran mayoritariamente camboyanos: obreros, granjeros, religiosos, ingenieros, técnicos, intelectuales, profesores, estudiantes e incluso ministros y diplomáticos. Con frecuencia, también sufrían encarcelamiento las familias de los prisioneros, incluyendo recién nacidos, que eran allí llevados en masa para ser exterminados.

Existían edificios con celdas para el alojamiento individual o masivo de los presos y edificios cuyas habitaciones contenían herramientas para las sesiones de tortura. No había servicios médicos. Los prisioneros se mantenían en condiciones infrahumanas, con una alimentación mínima, con un acceso a veces quincenal a una breve ducha, usando cubos de plástico o metal en sus celdas para orinar y defecar. Si al dormir se cambiaban de postura sin pedir permiso, eran apaleados. Si lloraban o gritaban durante una sesión de tortura, eran apaleados. Si desobedecían algún punto de las normas, eran azotados o recibían descargas eléctricas.

Para interrogarlos, se les sometía a palizas, se les arrancaban los pezones, se les aplicaban descargas eléctricas, les ataban y colgaban boca abajo hasta que perdían el conocimiento y entonces les metían la cabeza en tinajas cuyo contenido procedía de las alcantarillas o se les ataba e introducía en una caja que llenaban de escorpiones.

Para ejecutarles en las instalaciones, se les cortaba el cuello, degollaba, se les golpeaba con una pala en la cabeza, se les estrangulaba o se les daba una paliza mortal. A los bebes, se les arrancaba de los brazos de sus madres y un guardia les cogía por los tobillos y les estrellaba la cabeza contra la pared.

Se calcula que unos 11.000 adultos y 2.000 niños fueron asesinados entre 1975 y 1978. De 1979 no hay datos.

No todos los prisioneros murieron en Tuol Sleng. Algunos eran conducidos, junto con otros presos, a campos de la muerte como el de Choeung Ek, a las afueras de la capital, donde se han encontrado 129 fosas comunes.

A este campo de la muerte llegaban dos o tres veces al mes camiones, cada uno con 20 o 30 asustados prisioneros, con los ojos vendados y en silencio. Normalmente se les ejecutaba inmediatamente pero no se usaban balas sino cuchillos, barras de hierro y palas. Excepto para asesinar a los bebes, pues dado que los huesos de su cráneo son aún blandos, lo que hacían era golpearles la cabeza contra un árbol hasta matarlos.

La insensata rutina se repetía noche y día pero conforme el número de prisioneros aumentaba, hasta más de 300 al día, no se les podía asesinar según llegaban y se les encerraba temporalmente, sabedores de su destino, en las mismas instalaciones hasta que les llegaba su turno. Después de matarlos, se esparcían sustancias sobre los cuerpos, para eliminar el olor a putrefacción y para rematar a los que eran enterrados vivos.

Únicamente en este campo se han encontrado los restos de 8.985 cadáveres.

Sus restos descansan juntos en el mismo sitio en el que vivieron los últimos instantes de esa tragedia, en una “estupa” (monumento funerario). Las cuencas vacías de sus cráneos te miran agónicamente y sus bocas sin lengua formulan una pregunta muda…

¿Por qué?

Nota: no estoy seguro del título de la película en español, tal vez “Los Campos de la Muerte”, pero en inglés es “The Killing Fields” y el actor que ganó el Oscar con el papel de Dith Pran no solo es camboyano como su personaje sino que el mismo sufrió las miserias y la brutalidad de Pol Pot. Ha escrito el libro que estoy acabando ahora mismo, “Survival in the Killing Fields” y recomiendo encarecidamente su lectura (desconozco si existe edición española)

(Escrito con dolor por él en Dalat, Vietnam, el viernes 9 de marzo de 2007)

La gloria del pasado

Después de la capital tailandesa, abandonamos este país y el siguiente destino era Camboya. Acordamos volar desde Bangkok para evitar las tristemente renombradas (por sus pésimas condiciones) carreteras camboyanas y ganar un día. O no perderlo en un viaje que empezaba temprano por la mañana y hubiera acabado llegando a Siam Reap bien entrada la noche de haber ido en autobús. Pero como ya sabéis, “el hombre propone y Dios dispone” y una de nuestras mochilas decidió quedarse en Tailandia. Eso sí, una vez en el avión el viaje fue tan rápido que apenas nos dio tiempo a rellenar los formularios de inmigración y a cenar, sin ocasión ni de ojear la revista de la línea aérea (para los que volamos mucho y barato, una cena por cuenta de la aerolínea es una grata novedad).

Cambiamos 20 Eur en el aeropuerto, (lo justo para pagar el taxi y la primera noche de alojamiento) y nos llevamos unos 95.000 Riels (desde que las pesetas desaparecieron de España no había vuelto a encontrarme con una moneda que se contara por miles para pequeños gastos). Casi mejor hubiera sido cambiar dólares, pues todos los precios, desde comida a viajes y alojamiento están en esa moneda. Cada vez que pagamos, hay que decir que nos vuelvan a traer la factura pero en rieles (1 Eur = 1,25 USD = 5000 Riels). Los exportadores de nuestro continente materno tienen otra opinión respecto a la fortaleza del Euro, pero para viajar la moneda de la Unión es muy ventajosa. Y creo que los rieles los usaremos en Phnom Penh, aunque veo que a partir de este momento, geográficamente van a coexistir la moneda oficial (riel, dong, kiep).y el omnipresente dólar.

¿Quieres sentirte millonario? Yo lo hice la mañana del domingo cuando salimos de una oficina de cambio con un fajo de un millón de rieles en billetes de 10000. De película de mafiosos verme con eso en la mano. ¿Será suficiente para desayunar? Cada vez que entramos en un país, y ésta es la cuarta en poco más de un mes, hay que reajustarse mentalmente para calcular no sólo cuanto es la moneda local en euros sino si ese precio es bueno o una estafa. Al principio siempre pagas más porque careces de un precio de referencia pero está el constante recurso a preguntar en la recepción del hotel, hostal o guesthouse cuanto habría que pagar para llegar a la zona por la que quieras moverte o algo similar. Va a ser en el transporte donde los primeros viajes te saldrán más caros. Lo sabes y lo asumes, aunque intentes regatear pero como careces de ese precio de referencia, el primer día te piden trescientos, tú regateas y lo bajas a doscientos. Y el segundo día ya sabes que no debes pagar más de 100.

Nadie viene a Siam Reap para ver Siam Reap sino porque está al lado de Angkor. La ciudad vive, se alimenta y ha crecido exponencialmente con la fama internacional de Angkor. Y allí sólo hay dos cosas, y en abundancia, monumentos del fabuloso imperio Khmer en variados grados de conservación y restauración, y gente vendiendo, en puestos, a pie, en bicicleta. Te asaltan fuera de las ruinas, en el camino a ellas, donde aparcan los autobuses, los coches y los moto tuk tuk. Te gritan suavemente con acento meloso “Sel, painapel jus? Banana? Coconut jus? Watel? Big? Small?” y también levantan la mano para atraer tu atención, cuando no se te acercan directa e invasivamente.

Los peores son los niños.

Es muy difícil decirles que no cuando, por ejemplo, te ofrecen 10 postales por un dólar. Pero la misma oferta se repite 30 veces en un día y ni con el mejor esfuerzo de memoria encuentras 100 personas (y recuerdas un centenar de direcciones) a las que mandárselas. Es complicado decidir a quien comprar algo e infinitamente más difícil decidir a quien das limosna y a quien no. No puedes darle dinero, aunque al cambio sólo sean unos céntimos, a todo el mundo y tampoco puedes caminar con una venda en los ojos. Son lástima encarnada en piel canela y grandes ojos almendrados. Tienes que sonreír para decir “no, gracias” porque tampoco puedes rechazarles con prepotencia de bien alimentado, tecnológicamente superior, bien educado occidental. Y al acercarte a un templo pasas delante de un grupo de hombres que tocan una suave melodía camboyana. En una mesa delante de ellos se venden CDs y DVDs de ese grupo cuyos integrantes tienen una característica común: a todos les falta por lo menos una pierna. Para las minas antipersonal, todo el que las pise es un combatiente.

Ese es el triste telón de fondo para un Angkor por otro lado sencillamente espectacular. La cuna del poderoso Imperio Khmer (que abarcaba Camboya, gran parte de Tailandia, Vietnam y Laos), es a Asia lo que Macchu Picchu a Sudamérica, aunque esta última era cien veces más pequeña y fue la tumba de la civilización inca mientras que Angkor nos muestra a otra civilización en todo su esplendor. Recuerdo la emoción que sentí al ver amanecer teniendo a mis pies la ciudad inca, bajo la imponente presencia del Huayna Picchu y es algo parecido a las emociones que te asaltan conforme cruzas el puente sobre la laguna, subes la escalera, atraviesas un oscuro corredor… y ves ante ti el camino de piedra que da acceso a Angkor Wat.

No sólo es el conjunto más conocido sino que además, como parte de la cuna y representación simbólica de Camboya, está presente en la bandera nacional. Podemos disfrutar de la visión de detallados altorrelieves, bajorrelieves, representaciones de Shiva, Vishnu, Krishna, garudas, nagas, makaras, estatuas de buda…la arquitectura, las torres, los pasillos, los muros, todo es digno de admiración.

Pero no sólo Angkor Wat, también Bayon, la Terraza de los Elefantes, la del Rey Leproso, Ta Prohm, Preah Khan, Ta Keo…no olvidemos que estamos, al contrario que en el Escorial, La Basílica de San Pedro o Notre Dame, no ante un monumento o conjunto de monumentos, sino ante la perspectiva de visitar toda una ciudad de la que sólo se conservan los edificios religiosos. Las casas de sus habitantes, sus talleres y locales administrativos eran de madera y no han resistido el paso del tiempo. La piedra se reservaba para los templos y es lo que ha permanecido en pie de todas las obras que se llevaron a cabo entre los años 790 y 1307 de nuestra era.

No puede uno irse sin, con un madrugón de por medio para estar allí a las cinco de la mañana, observar el amanecer frente a Angkor Wat o el Bayon. Es simplemente mágico.

Eso sí, si vais en la estación seca id preparados para pasar calor. En Angkor hemos alcanzado la temperatura record (hasta ahora) de nuestro viaje y también la mayor diferencia entre la mínima y la máxima. A eso de las diez de la mañana el termómetro marcaba 25º y a las tres de la tarde llegamos a los 42º de temperatura: subió ¡¡¡diecisiete grados en cinco horas!!!

Nota: la mejor manera de visitar Angkor desde Siem Reap es contratar los servicios de un guía que con su tuk tuk motorizado te recoge en el hotel por la mañana y te lleva de templo en templo, esperándote mientras tú los visitas, y por la tarde vuelve a llevarte a tu alojamiento. Dependiendo de si es temporada alta o baja, el precio ronda los 12-14 USD por día a los que hay que añadir el coste de nuestro pase a Angkor, de 1 día (20 USD), tres (40 USD) o una semana (60 USD).

(Escrito por él en Siam Reap, Camboya, el 26 de febrero de 2007)

09 marzo, 2007

Adiós Camboya

Las ruinas de Angkor, en Siem Reap, son símbolo del orgullo nacional camboyano y uno de los sitos arqueológicos más visitados del sudeste asiático. Pero aún más admirable que sus templos es el espíritu del pueblo de Camboya. Alegres y bromistas, los camboyanos sonríen pese a su miseria y sufrimiento.
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Si en Kanchanaburi vimos las tumbas y otras huellas inertes de la guerra, en Camboya, ésta es un recuerdo vivo, una herida abierta. Cada adulto de nuestra generación, o mayor que nosotros, es un sobreviviente, alguien que ha vivido o presenciado el éxodo, los campos de trabajo, la cárcel, las torturas, las muertes de sus familiares.
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Los cuatro años del régimen de Pol Pot diezmó la población de Camboya por la mitad. En Tuol Sleng, la prisión de seguridad conocida como S-21, fueron encarceladas y exterminadas 20000 personas. Sólo siete hombres sobrevivieron, tres de los cuales todavía pueden contarlo hoy.
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Las cifras son abrumadoras, pero no dicen mucho. Son meras estadísticas. La verdadera tragedia es la del hombre torturado, la del niño que pierde a sus padres, la de la madre que llora la muerte de sus hijos, la de los presos que desearían no haber nacido.
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Desde mi primera visita a Camboya, en 2005, he leído varios libros testimoniales sobre los horrores perpetrados por los Khmers Rouges*. Autobiografías aterradoras, cuya realidad no debe de distar mucho de las vidas de los cientos de personas que me he cruzado por las calles de Phnom Penh o Siem Reap. Me moría de ganas por hablar con ellos, por preguntarles acerca de sus vidas, por escuchar sus historias. Pero no es fácil hablar de la guerra, hurgando en la herida de un pasado demasiado reciente.
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Nuestro conductor de tuk tuk, en Siem Reap, contó a José que había perdido la mayor parte de su familia a manos de los comunistas. Eran siete hermanos y sólo quedaron en vida el padre y un hermano. Durante nuestra visita a S-21, pregunté a la guía cuantos años tenía cuando los Khmers Rouges entraron en Phnom Penh, el 17 de Abril de 1975. Tenía 14 años. Salió de la capital ese mismo día, siguiendo el flujo de la gran masa de deportados, en dirección a la frontera con Vietnam. Dos días más tarde, murieron sus padres. Los Khmers exterminaban a los intelectuales y su madre había sido profesora de francés. Se le empañaron los ojos mientras nos contaba estas cosas, así que no le hice más preguntas.
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La oportunidad de conversar sobre este tema llegó cuando menos la estaba buscando. Acababa de encargar la cena en el hostal cuando se me presentó un hombre mayor, Alain. Un antiguo piloto, oficial del ejército aéreo francés, retirado y residente en Sihanoukville, Camboya. Empezamos a conversar y a los pocos minutos se nos unió su mujer, Yin, mitad tailandesa, mitad camboyana. Yin también había sido militar, siguiendo los pasos de su padre, oficial del ejército de Lon Nol.
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Yin me enseñó sus heridas de guerra, unos balazos en el hombro y en la nalga. En un idioma que los franceses calificarían de “petit nègre” (mezcla de camboyano, inglés, francés y alemán) me contó algunos pasajes de su vida.
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Ella se encontraba en Battambang, en el noroeste del país, cuando Pol Pot subió al poder. Los Khmers Rouges obligaban a la población de las ciudades a abandonar sus casas y marchar hacia el campo. Disfrazaban sus órdenes como medida de seguridad, para proteger a los civiles de la supuesta amenaza de bombardeos americanos. El verdadero motivo era la depuración social: abolir el modelo de vida urbano, reformar a los ciudadanos dentro de las comunidades rurales, purgar los elementos sociales no reformables, intelectuales, políticos y militares del antiguo régimen.
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Antes de empezar con las deportaciones, los comunistas pedían a la población que se identificasen usando uno de los tres registros disponibles: el de los campesinos, el de los intelectuales y el de los oficiales del ejército. Estos últimos se alistaban engañados por los Khmers Rouges, que prometían una reinserción de los militares dentro del nuevo régimen. En realidad, los militares eran llevados en camiones a las afueras de la ciudad, donde eran ejecutados.
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El padre de Yin sobrevivió milagrosamente. Los Khmers Rouges lo maniataron a la espalda, sin advertir que escondía un cuchillo en el pantalón. Consiguió cortar sus cuerdas, desnucar a un guardián, arrebatarle el arma y matar con ella al resto de sus captores. De esta manera escapó a su ejecución y hoy sigue vivo en las cercanías de Poipet, en la frontera con Tailandia.
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Yin se hizo pasar por campesina. De los diez a los catorce años, sirvió como prisionera en el campo, realizando trabajos forzados para los comunistas. Todos los días debía cavar 35 metros de zanja, de lo contrario sería ejecutada. Un hombre mayor se apiadó de ella y la ayudaba a terminar su zanja. Un Khmer Rouge, advirtiendo este acto de compasión, mató al viejo de un garrotazo en el cráneo, ante los ojos de la niña. También vio morir a su hermano del mismo modo.
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El trabajo en los campos era extremadamente duro. Hombres y mujeres, ancianos y niños, cultivaban el campo sin descanso ni ayuda de animales de tiro o utensilios adecuados. No recibían atención médica y las porciones de comida eran mínimas. Sólo se les servía arroz aguado, dos veces al día. Las raciones eran escasas porque la producción de arroz se destinaba al trueque, para la compra de armas chinas.
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El odio de Yin por los comunistas es inmenso y todavía palpable. Cuando los vietnamitas derrocaron al gobierno de Pol Pot y se instalaron en Camboya, ella luchó en la guerrilla contra los hombres del Viet Cong. No mostró ninguna compasión por los hombres que cayeron en sus manos. Yin los sometía a torturas inhumanas. Les despellejaba los brazos y vertía sal sobre sus heridas en carne viva. Los enterraba, dejando al aire tan solo sus cabezas, que rodeaba con leña. Apoyaba una olla sobre la cabeza del vietnamita y la usaba como combustible para el fuego, mientras cocinaba la cena.
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Éstas son las cosas que no logro entender. Por mucho que uno odie a su enemigo, ¿cómo es posible para un ser humano no sentir empatía por el terror, la agonía y la desesperación de otro ser humano?
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Le hice esta pregunta a Alain. Me contestó que todas las guerras eran iguales, que en todas se cometían torturas, que el odio deshumanizaba. Su mujer torturó presos y él hizo lo mismo, aunque con otros medios, durante la guerra de Argelia. Los franceses usaban la electrocución para hacer hablar a sus presos. También los llevaban de paseo en helicóptero, abriendo la puerta de la cabina a 600 metros de altura. Si el preso no hablaba, se le “enseñaba a volar”.
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Alain me explicó que la compasión es un sentimiento inoportuno durante la guerra, pues vuelve vulnerables a los soldados. Un soldado que siente compasión por su enemigo, es un soldado muerto.
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No quiero entenderlo.
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*Si os interesa leer testimonios sobre el régimen comunista camboyano, de 1975 a 1979, os recomiendo estos libros: “D´abord, ils ont tué mon père” (“Primero, mataron a mi padre”) de Loung Ung y “Survival in the killing fields” (“Supervivencia en los campos de la muerte”) de Haing Ngor (no respondo de la traducción de los títulos al español).
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(Escrito por ella desde Saigón, Vietnam, 08/03/07)

08 marzo, 2007

Phnom Penh

“Phnom” se traduce como colina y “Penh” es el apellido de la anciana que, según cuenta la leyenda, encontró cuatro estatuillas de Buda en las orillas del río Mekong. Los colocó en lo alto de una colina, emplazamiento actual del templo Wat Phnom.

Phnom Penh fue creciendo alrededor de este lugar sagrado y hoy cuenta con más de un millón de habitantes (una décima parte de la población camboyana). Muchos dejaron atrás la aridez del campo para instalarse en la ciudad, con la vana ilusión de encontrar un trabajo menos duro y mejor remunerado. Aquí, el sueldo medio de un obrero es de 120000 rieles al mes (1 € = 5000 R) y el de un profesional de cuello blanco puede alcanzar hasta 400000 ó 450000 rieles, en el mejor de los casos.

A las afueras de la capital, a unos 12 kilómetros, se encuentra otra colina. La de los vertederos de basura, conocida como “garbage mountain”. Los que no encuentran trabajo vienen aquí a ganarse un sustento, recogiendo desechos reciclables entre las inmundicias. Niños y adultos se hacinan sobre los montones de basura en busca de objetos de plástico y aluminio. Por cada kilo recogido, el municipio les pagará 500 rieles.

Hacen falta diez kilos para recuperar la inversión inicial, ya que cada montón de basura cuesta 5000 rieles. Unas diez personas, familiares o amigos, juntan su dinero para comprar la basura. El vertedero no es lo suficientemente grande para absorber a todos los desempleados de Phnom Penh, de ahí que sea necesario imponer un sistema de territorialidad que limite el número de recogedores de basura. A los menos afortunados, sólo les queda la mendicidad.

De nuevo en el tuk tuk, salimos en dirección a los “killing fields” o campos de la muerte. En menos de media hora, dejábamos atrás la realidad mísera y hedionda del vertedero, llevándonos el recuerdo de la niña de la camiseta de Supermán y de todos los niños que seguirían recogiendo basura durante el resto del día. Y de nuevo al día siguiente. Y al otro. ¿Cuántos encontrarán la salida?

(Escrito por ella desde Saigón, Vietnam, 08/03/07)

04 marzo, 2007

Tres Tristes Tigres

Tres, los días que escapamos de Bangkok para visitar Kanchanaburi.
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Tristes, las huellas de la guerra. La ciudad de Kanchanaburi es famosa por el puente que los prisioneros de guerra construyeron en 1943, conocido como “puente sobre el río Kwai” por la película que se filmó allí. El puente forma parte de la línea de ferrocarril que los japoneses decidieron construir para crear una vía de acceso rápido entre Tailandia y Birmania. Esta línea, que se construyó en un solo año, era conocida como el “ferrocarril de la muerte” pues miles de prisioneros dejaron su vida en ella. La mayoría murieron de disentería durante los trabajos forzados, otros murieron durante los bombardeos (los japoneses colocaban a los prisioneros sobre el puente, para disuadir a las tropas aliadas de bombardear el puente).
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Las condiciones de vida en los campos de trabajo eran infrahumanas. Los hombres trabajaban de sol a sol, apenas recibían alimento (tres raciones diarias de arroz aguado) y ninguna atención médica. Caían como moscas.
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Les rendimos visita, en el cementerio aliado. El espectáculo de las tumbas era desgarrador y tuve que hacer esfuerzos para no llorar. Filas y filas de pequeñas lápidas, perfectamente alineadas, recordando los nombres, rangos militares, edades y fechas de fallecimiento de los que debajo yacen. Entre una lápida y la siguiente, apenas uno o dos días de intervalo. Principalmente británicos, holandeses y australianos. La mayoría tenían menos de treinta años, el más joven diecinueve.
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Tras el cementerio, visitamos el puente y el museo de la segunda guerra mundial, a pocos metros del mismo. Hacía un calor insoportable, demasiado calor para caminar por la calle. Después de comer, cogimos el tren, recorriendo palmo a palmo esos raíles de la muerte, desde Kanchanaburi hasta Bangkok.
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Tigres, los que acariciamos en el Wat Pa Luangta Bua, conocido como el “Tiger Temple”. A unos 30 kilómetros de Kanchanaburi, este monasterio es la antítesis de la guerra. Aquí se vive el espíritu de la compasión.
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En mayo de 1999, un pequeño tigre se quedó huérfano y fue recogido por unos campesinos. Buscaron un hogar para él, pero nadie se atrevía a hacerse cargo del cachorro hasta que se apiadó de él el monje Than Chan. El tigre fue acogido y criado por los monjes. Otros tigres huérfanos fueron llegando y, hasta esta fecha, dieciséis tigres son los que tienen refugio en el monasterio.
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Otros animales también han encontrado su morada aquí. Dos veces al día, los monjes esparcen comida por el suelo (pepinos, lechuga, grano, bellotas, algarrobas) atrayendo a toda clase de animales: jabalíes, búfalos, vacas, caballos salvajes, cabras, aves… Al principio, estos animales bajaban de su colina por la mañana y regresaban a su hábitat después de la pitanza. Poco a poco, algunos se fueron acostumbrando a los humanos y, tal vez por pereza o pragmatismo, se quedaron a vivir en el monasterio. Animales de especies tan distintas como el tigre y el cerdo, conviven aquí sin agredirse.
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En palabras del venerable Luangta Maha Bua Yannasampanno*: “gracias al poder de la compasión, los enemigos pueden volverse amigos”.
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*Para más información, podéis leer el sermón completo del monje en esta dirección: www.luangta.com (desgraciadamente, solo disponible en tailandés, inglés y alemán).
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(Escrito por ella desde Phnom Penh, Camboya, 04/03/07)

Tuk Tuk!

Son las 9:30 de la mañana en Phnom Penh. José decidió ayer que hoy no se madrugaba y le está echando auténtico empeño a su propósito. Hace ya más de una hora que no se puede pegar ojo aquí, con la luz que nos entra a raudales en la habitación, más la cacofonía de ruidos de la calle, trajín de gentes, tuk tuks, motos, bocinazos, martillazos, todo ello recubierto por la voz de los Beatles. Oh, yeah, yeah, yeah.

Aprovecho para escribir. No para hablaros de los tuk tuks de Phnom Penh, sino de los de Bangkok.

Muchas cosas se podrían decir de Bangkok y estoy segura de que José se encargará de daros una minuciosa y exhaustiva descripción de la ciudad. Así que me limitaré a contaros nuestras experiencias con sus taxis y tuk tuks.

En cualquier capital de occidente, uno para un taxi, le dice al taxista el sitio al que se desea llegar y, en la mayoría de los casos, el taxímetro se pone en marcha y el coche coge rumbo hasta alcanzar su destino, sin más paradas que las impuestas por semáforos y señales de stop.

En Bangkok es otra historia. Una mucho más divertida, a condición de no tener prisas por llegar. Para empezar, tú no paras al taxi, sino que por lo general, ellos (taxis y tuk tuks) te paran a ti: “Taxi, Sir? Tuk Tuk, Lady?”. Después se negocia un precio: tú intentas comunicar el sitio al que pretendes dirigirte (se lo dices, se lo repites más lento, se lo escribes en un papel, se lo enseñas en un mapa), el taxista te dice algo así como “two hundred baht” (los números en inglés sí que se los saben bien, el precio siempre se entiende clarito), tú le pones cara de Torrente (“¿pero qué me estás contando, chinito?”) y le dices que doscientos no, que ochenta. Por cien baht, terminas subiéndote al tuk tuk y ahí empieza la aventura.

A menos de dirigirse a un lugar turístico, tipo Khao San Road, Palacio Real o Wat Pho, en el 99% de los casos, el taxista no tiene ni pajarolera idea de cómo llegar al sitio. La primera parada la hace a los diez segundos de ponerse en marcha, para preguntarle a un colega (que en el 99% de los casos, tampoco sabe llegar al sitio) o a un transeúnte. Cuarenta minutos y diez paradas más tarde, por fin llega a su destino, ¡hurra!

Como nuestro hotel estaba en Thonburi, una de las antiguas capitales del reino y zona poco frecuentada por los turistas, la experiencia que acabo de describiros se repitió prácticamente a diario.

La palma al que más vueltas dio se la llevó nuestro primer chófer, un chino bastante entrado en años, conductor de taxi. Éste nos recogió en la estación de autobuses sobre las 4:30 de la madrugada y nos dejó en el hotel una hora más tarde (total, como sólo llevábamos trece horas de autobús, ¿qué nos supone una hora más de viaje?). El pobre hombre se hizo la picha un lío con las calles de sentido único y pasó por lo menos cuatro veces por los mismos sitios, ¡estaba más perdido que una gitana en un cuarto de baño!

El premio al mejor conductor, se la llevó un guajete tailandés, ¡el Fernando Alonso de los tuk tuks! Esto lo tengo que contar, porque estoy segura de que la nuestra fue una experiencia única, jamás vivida por ningún otro turista.

Acabábamos de decirle que no a un tuk tuk que nos pedía 300 baht y que no se bajaba del burro. Enseguida nos rodearon tres o cuatro conductores más que sí estaban dispuestos a negociar el precio. Uno de ellos nos cogió el mapa y dijo que por 100 nos llevaba, así que ya estábamos adjudicados y vendidos. Mientras el chino se estudiaba nuestro mapa con cara de gran concentración, llegó Alonso. Desbordando entusiasmo y excitación, exclamó: “¿World Residence Apartments? Me, I know! Me, I know!!!”. Le dijo al chino dos palabras, con tal poder de convicción que aquél inmediatamente nos soltó al mapa y a nosotros, y por 100 baht, sin perder ni un segundo en negociaciones, nos embarcó en su tuk tuk y salimos disparados.

A todo gas, 80 km/h por las grandes arterias de la ciudad, el Junior y yo desmelenados por el viento y aquél gritando: “¡qué guay!, ¡cómo mola!, ¡esto más que un transporte es una atracción!”.
Sin hacer ni una sola parada y en cosa de quince minutos, estábamos en la puerta de nuestro hotel. Fernando se embolsó el billete con una inmensa sonrisa, pero sé que no fue por la ganancia.

En el brillo de sus ojos, leí que acabábamos de presenciar el momento estelar de su carrera profesional. Lo recordaremos. Ad aeternum.

PD: se me olvidaba deciros que si los tuk tuks son una atracción, los taxis parecen de juguete. Los hay de todos los colores, pero los que más son como el coche de la Barbie, ¡rosa fucsia!

(Escrito por ella desde Phnom Penh, Camboya, 03/03/07)

El país de las sonrisas III : Hasta luego, Bangkok

Para ir de Bangkok hasta Kanchanaburi pagamos 99 Baht y fuimos en autobús con aire acondicionado. Para volver a la capital, decidimos hacerlo en tren, no desde la estación principal, sino desde la que está antes del puente para terminar así nuestra visita. Las única diferencias eran una hora más de viaje, la posibilidad de estirar las piernas cuantas veces quisiéramos, pagar 1 Baht más por cabeza y probar el ferrocarril de Tailandia, cosa que aún no habíamos hecho y no podíamos dejar escapar, pues a ambos nos gusta este medio de transporte.
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Los vagones de tercera clase tienen asientos de madera, como los que se veían en los años cuarenta y cincuenta en España, pero no son excesivamente incómodos, por lo menos para un viaje tan corto, de apenas tres horas. Para el beneficio de los pasajeros, había cinco ventiladores en el techo y las nueve ventanillas de cada lado estaban completamente bajadas. El tren se hallaba así convertido en un único pasillo que conectaba todo el convoy, desde la máquina a la cola. El calor de otro modo hubiera sido insoportable.
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No lo parecían notar los vendedores que aparecían con frecuencia ofreciendo latas de refresco y botellas de agua a precios exorbitantes o los que tentaban a los viajeros con comidas y postres de agradable aspecto. Un rato después, aparecían otras personas que iban recogiendo los envases vacíos para venderlos y sacarse así unos cuantos Bahts para el sustento diario. Como siempre, lo que uno desprecia, otro lo aprecia.
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Al llegar a Bangkok recuperamos nuestros pasaportes. Los habíamos dejado en la agencia de viajes para que ellos tramitaran con las correspondientes embajadas nuestros visados para Camboya, Vietnam y Laos, así que volvemos a estar perfectamente identificados (y las tres llamativas y coloridas visas ocupan cada una su correspondiente página). Para ir a Kanchanaburi sólo unos días nos llevamos con nosotros la ropa justa y una mochila pequeña. Las grandes las habíamos dejado en el “Tourist Information Centre”, dos locales regentados por israelíes en una calle perpendicular a Khao San y que son agencia de viajes, restaurante, ciber café, locutorio telefónico y almacén de equipaje (tres días gratis, el resto a 10 Baht el día).
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Así que lo siguiente que recuperamos fueron nuestras mochilas. Decidimos de mutuo acuerdo que íbamos a dejar con los israelíes parte del contenido de las mismas (y después de un mes en la carretera ya habíamos identificado lo que podíamos dejar y lo que necesitábamos llevar) y así aligerar el equipaje, hasta que empezáramos a hacer compras. Compramos una resistente bolsa de mediano tamaño, la llenamos todo lo que pudimos y la fui arrastrando hasta su destino para los próximos dos meses.
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A la mañana siguiente nos levantaríamos a las cuatro y veinte para volar a Camboya, a Siem Reap. Íbamos a dejar atrás el bien llamado “País de las sonrisas” con una gente encantadora y tremendamente amable, que adora a su rey con ferviente devoción y cuyo retrato se encuentra por doquier, con posters, carteles y monumentos en cada pueblo o ciudad. Fotos y retratos adornan bares y restaurantes, incluso los taxis y los tuk tus cuentan con alguna fotografía suya. Y no faltan las medallas al cuello de los tailandeses con su imagen.
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Es un “hasta luego” a Bangkok porque después de Laos volveremos a pasar por aquí, antes de emprender la marcha hacia Myanmar. Hemos ajustado nuestros planes de viaje para poder coincidir con David, Manu, Mel y Diego, “los niños” y “mis Siths”, que se vienen a Tailandia el 21 de Abril para pasar dos semanas de vacaciones y olvidarse por una temporada de Guinness, frio, acciones y fondos de inversión. Los van a cambiar por Singha, calor, atracciones y diversión.
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(Escrito por el en Siem Reap, Camboya, el lunes 26 de febrero de 2007)

El país de las sonrisas II : La ciudad sobre el rio

Tras la invasión del país por parte de soldados japoneses, Isa descubrió una manera en que podríamos engañarles para hacerles retirarse más allá de la frontera. La primera parte del plan consistió en proveernos de elaborados disfraces de extraterrestres. La segunda, de conseguir una abundante provisión de espuma de afeitar, lo que no fue difícil. La tercera parte requirió convencer al tonto del pueblo, de apellido Zapatones, y con su colaboración lanzar nuestro ataque.
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Nos colocamos, disfrazados, frente al enemigo y procedimos a rociar de espuma de afeitar a nuestro cómplice que, entre gritos agónicos de dolor, hizo creer a los japoneses que era ácido lo que le impregnábamos. Tan real fue su actuación que huyeron despavoridos para no ser los siguientes en sufrir la ira alienígena. Isa y yo celebramos nuestra victoria de una manera de la que no puedo dar detalles…
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Ese sueño lo tuvo ella al día siguiente de llegar a Kanchanaburi, pero si uno lee la historia de la que ese pueblo forma parte, no es de extrañar que le asalten las pesadillas.
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Kanchanaburi. Suena indio ¿verdad? Pero no, está en Tailandia, a unos 130 Km al oeste de Bangkok y fuimos allí de excursión durante tres días después de haber visto lo principal de la capital (el bullicio turístico de Khao San Road, la acumulación de tesoros arquitectónicos en el Palacio Real, los 46 dorados metros del Buda reclinado de Wat Pho, la intrincada sencillez de Wat Arun y un paseo por los canales de la ciudad).
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Como imagino que aún no habéis caído en qué es lo que hace especial a esta ciudad (que es más grande de lo que parece en el mapa, así que olvidaos de recorrerla andando “en quince o veinte minutos”) os daré una pista: hay un río y de su fama vive la ciudad. En realidad son dos, pero es uno solo el que cuenta, y su nombre es Kwae. Y, en realidad, la ciudad vive de la fama de un puente que ya no existe tal y como se construyó, pero que sigue uniendo las dos orillas.
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Donde hoy se levanta un puente de acero y hormigón construido por la empresa Yokogawa Bridge Works y financiado por el Gobierno japonés tras terminar la guerra, se asentaba otro casi idéntico que fue bombardeado en 1945 por la aviación aliada (pese a que los japoneses, despiadadamente, habían colocado a prisioneros de guerra como escudos humanos para prevenir ese evento), para destruir una de las principales vías logísticas del Imperio, el llamado Ferrocarril de la Muerte, que durante casi dos años atravesó Birmania (la actual Myanmar) hasta Tailandia, transportando soldados nipones, suministros y armas.
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Antes de ese puente, a unos trescientos metros corriente abajo de donde se ubica el actual, existió otro, de madera, que fue el que inspiró el libro de Pierre Bouille y la posterior película de Hollywood que todos recordamos. Las condiciones en las que los japoneses mantenían a los prisioneros de guerra aliados eran tremendas y lo que hemos visto en pantalla es sólo un pálido reflejo de la brutalidad real (merece la pena visitar alguno de los dos cementerios aliados de las inmediaciones y guardar silencioso respeto por las almas de los que allí reposan, setenta años después del fin de su agonía). Se podría decir que el desprecio de sus captores por aquellos pobres hombres no tiene parangón, pero desgraciadamente sucedía lo mismo en Europa con los Nazis hacia los judíos, y volvería a ocurrir en el mismo continente con las masacres de bosnios por parte de los serbios. En Asia, los comunistas se encargaron de demostrar que lo mejor que se puede hacer con la Historia es borrarla de un plumazo y se aplicaron diligentemente a exterminar a la mitad de la población de Camboya entre 1975 y 1979.
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En Kanchanaburi hay dos museos que muestran las condiciones inhumanas en las que vivían (y morían, por ejecuciones, inanición, agotamiento, disentería, diarrea, etc.) los prisioneros de guerra. Uno es el Jeath, que está en el centro de la ciudad pero al que no pudimos llegar. Sin embargo si lo hicimos al “World War II” que está situado a sólo 50 metros del puente sobre el rio Kwae. Pese a que el museo en general parece más bien una exhibición de cosas mezcladas (hay armas del Eje identificadas erróneamente como de los Aliados y otras que aparecen en reconstrucciones de escenas del periodo 1942-1945 que en realidad son de los años cincuenta y sesenta) y muchas de las traducciones del tailandés al ingleses resultan simpáticas, cuando no directamente grotescas, tiene una buena exposición de fotografías de la época que demuestran gráficamente que una imagen vale más que mil palabras, sobre todo para mostrar el horror que sufrieron esos pobres hombres.
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También la población civil vivió esas condiciones, aunque no de manera tan cruda como en Corea. Aquí los japoneses crearon dos Ejércitos para los nativos, el “Blood Army” (Ejército de la Sangre) y el “Sweat Army” (Ejército del Sudor). Para el primero, los varones en edad militar eran “reclutados” y servían como soldados a las órdenes niponas. Para el segundo, mujeres, adolescentes y viejos eran básicamente conducidos a realizar trabajos forzados, construyendo carreteras, zanjas, edificios, despejando la jungla, etc. Las mujeres, además de sufrir con todo lo anterior, eran objetos sexuales para el necio disfrute de sus amos imperiales.
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Hoy es posible viajar en tren desde Bangkok hasta Kanchanaburi y bajarse en la estación justo antes del famoso puente. Si queremos cruzarlo en ferrocarril, hay un servicio de tren turístico que tiene como destino Nam Tok, en el antiguo campo de prisioneros de Tarsau. El puente está abierto al público y se puede recorrer libremente, con las debidas precauciones, desde un extremo a otro. Resulta difícil de creer que algo que parece tan estrecho, tan pequeño, pero tan sólido cuando se camina por él, haya costado tantas vidas…
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¿Qué más se puede hacer en esa ciudad? Bueno, siempre se puede acariciar un tigre. A unos 30 Km existe un monasterio budista en cuyas instalaciones* se encuentran acogidos todo tipo de animales, desde gallinas hasta vacas pasando por jabalíes, búfalos de agua y ciervos. Y el rey de todos ellos, el tigre. Se pueden visitar los animales (el importe de la entrada contribuye a la construcción de un refugio más permanente y que facilite su vida en cautividad) y la atracción estrella es que se pueden tocar los tigres. Diariamente los sacan de sus jaulas y los llevan a un cercano cañón donde casi una docena de estos imponentes animales pueden ser contemplados de lejos, y de cerca. Haces fila, te dicen que te quites la gorra, mochila y botella de agua si las llevas. Le entregas tu cámara a uno de los voluntarios, pues él se encargará de hacerte fotos (si un tigre no está acostumbrado a tu presencia y te ve con un objeto en la mano puede pensar que es un juguete, con desastrosas consecuencias para el visitante) y te coges de la mano de otro voluntario que te acerca a donde una espectacular y bella masa de músculo, dientes y garras, resopla incómodamente por el calor. Te dicen donde sentarte, te extienden la mano y dejan que acaricies al animal. Mientras tanto, miras a tu cámara y te hacen fotos a la par que tú deseas que el voluntario esté apretando el botón correcto. El pelo del tigre es suave y notas como su cuerpo se mueve cada vez que respira. Debajo se percibe la fuerza de un animal depredador sin compasión por su victima. Poco después, te levantan y te acercan a otro tigre y así se repite varias veces el proceso durante unos minutos que parecen segundos.
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Cuando finalmente vuelves a la habitación, lo primero que haces es descargar las fotos en el ordenador para comprobar que, efectivamente, eso no era un sueño y ha quedado constancia de que, por unos instantes, tuviste a un tigre mansamente a tus pies.
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¿He dicho habitación? Debería haber dicho cabaña. Nos alojamos en Little Creek (“Hideaway and Retreat” reza su publicidad) un agradable descubrimiento pese a que éramos reticentes a alojarnos en un sitio que estaba tan a las afueras, a casi 10 minutos en coche, de Kanchanaburi (pero varias veces al día hay un servicio de taxi gratuito entre el alojamiento y la ciudad). Sin embargo estamos muy contentos con la elección (casi como todas, de último momento y no relacionada con ninguna crítica favorable en nuestra guía). Pagamos 400 Baht por una cabaña con techo de bambú, con una habitación enorme y un cuarto de baño separado que, otra vez, tiene el espacio de la ducha sin un techo que la cubra. Esto parece como la casa de los Picapiedra con estilo. Alabamos la presencia de pequeños detalles, como las piedras de río en los extremos del suelo de la ducha, dejando despejada la parte inmediatamente debajo de donde cae el agua.
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No le falta ni un porche para sentarse tranquilamente a leer o a disfrutar de la tranquilidad de que los únicos ruidos sean los de los grillos y los siempre simpáticos y bienvenidos geckos (es una especie de lagartija que emite un curioso ruido que le da su nombre ge-kooooo y además, miel sobre hojuelas, se alimenta de los mosquitos que tienen asediada a Isa).
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Por tener, tenemos hasta un restaurante (“The Lake”) a la orilla de un pequeño lago y en el que la mitad de las mesas están al aire libre, orientadas hacia el agua (y, dado el clima, las otras mesas, las que están bajo techo, no tienen la vista oculta por ninguna pared). Hemos descubierto que pidamos lo que pidamos siempre pagamos 300 Baht o menos, como si tuviéramos una “tarifa plana”. Incluso cuando decidimos pedir pizza calzone, tras indicarnos el camarero que el horno (que está a la vista de los comensales) es el único de la ciudad construido por un italiano, para garantizar la autenticidad y calidad de las pizzas.
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Cenábamos tranquilamente, delicioso y barato, bajo las luces de unas discretas lámparas, casi solos en el restaurante. Era casi perfecto, pero las buenas intenciones (con pésima voz) del cantante-guitarrista que tocaba en directo cada noche eran la única nota discordante, literalmente, de la puesta en escena.
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*Wat Pa Luangta Bua Yannasampanno Forest Monastery,
www.tigertemple.org

(Escrito por él en Siem Reap, Camboya, el domingo 25 de febrero de 2007)

El país de las sonrisas I : Taxi Driver

Larry detuvo el taxi y, sin apagar el motor, se bajó del coche. Isa y yo nos volvimos a mirar y confirmé en voz alta lo que veníamos sospechando desde hacía un rato “Se ha perdido”. Ya nos parecía a nosotros que el hotel no estaba tan lejos de la estación de autobuses como para necesitar media hora de taxi, que no de tuk tuk, y dos paradas para que nuestro conductor conferenciara con varios peatones buscando orientación. Pasar por el mismo puente dos veces y otras tres al lado de la misma estación de tren (dos de ellas en el mismo sentido y la restante en sentido contrario) habían sido indicios tempranos de que “World Residence” en Soi Krungthonburi 1 no era un destino con el que estuviera familiarizado. Al final, una hora después de que nos subiéramos a su taxi, llegábamos sin mayor incidencia a la puerta de nuestra nueva residencia para los próximos días.
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Aunque el sábado aún no había amanecido en Bangkok, para nosotros ya era el final de un día bastante largo. Tras sólo trece de las anticipadas catorce horas en el autobús desde el Sur, llegamos a la capital de Tailandia a las cuatro y media de la mañana, cansados y obviamente algo desorientados. El taxista que más insistió de los que se nos acercaron, en cuanto el olor fresco a turista se esparció por el andén con nuestra bajada del autobús, comenzó pidiendo 300 Baht por el transporte al hotel que finalmente se quedaron en 220. Era bastante dinero pero no sabíamos la distancia que nos separaba de nuestro alojamiento ni cual era el precio de referencia para ese viaje (el trayecto lo estamos pagando a 80 desde aquí al centro, 100 desde el centro -recuerdo el cachondo que nos pedía 200 - y un taxi 100 pero llevando dos mochilas cargadas). Y al final nos alegramos de que no llevara taxímetro porque los quince minutos que debió haber tardado se convirtieron en sesenta y no fue hasta las cinco y media de la mañana que pudimos por fin dejarnos caer, exhaustos, en la cama
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En cualquier ciudad del mundo los taxistas conocen las calles principales, las secundarias y todos los hoteles y bares imaginables. En Bangkok tú le das el nombre de un hotel al taxista o conductor del tuk tuk (una especie de motocicleta-triciclo en la que los pasajeros se sientan en la parte de atrás y el conductor en la de delante, con un parabrisas que se prolonga verticalmente y hacia atrás para unirse con el techo del vehículo), este te sonríe, acordáis un precio y se pone en marcha. Unos metros más adelante se para y le pregunta a otro conductor si sabe dónde está el hotel al que tú vas porque él no tiene ni idea.
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Y no es un problema de tu acento. Cuando salimos del hotel en dirección al centro tuve la previsión de acercarme a la recepción y llevarme uno de los impresos de propaganda, tamaño folio, con fotos y el listado de precios de habitaciones en el anverso y la dirección y número de teléfono y, en el reverso, un mapa detallado de la zona en que se encontraba el hotel, en que se veía claramente que puente cruzar y el nombre de no menos de dos avenidas principales que conocería cualquier habitante de la ciudad.
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Para volver, se lo enseñamos al conductor del tuk tuk, que dijo “no problem”, nos montamos en el vehículo, arrancó y lo paró diez metros más allá para consultar con el portero de un hotel. No sólo eso, sino que tuvo que volver a preguntar en un puesto de comidas y, ya entrando en la calle correcta, a dos transeúntes.
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No quiero ni pensar dónde hubiéramos acabado, ni a que hora, de no haber sido por el mapa que le enseñé al conductor.
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En todos los días que estuvimos en Bangkok, solo uno de los tuk tuk ha conseguido llevarnos al hotel sin pararse a preguntar ni una vez. Y además lo hizo, en un tiempo record, a una velocidad de vértigo. Una vez a salvo y ya bajados del bólido, con paciencia y hablando despacio, intenté averiguar cuál era el límite en ciudad a lo que él me contestó que una o dos horas era lo que podía conducir en un tour. Me negué a intentar buscar una relación entre su respuesta y mi pregunta e, insistiendo, lo único que logré averiguar es que el vehículo podía alcanzar una velocidad máxima de 80 Km/h. Os aseguro que desde la parte de atrás, viendo como esquivaba motos, coches, otros tuk tuks y la forma de frenar hubiera jurado que íbamos a doscientos por hora.
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(Escrito por el en Siem Reap, Camboya, el sábado 24 de febrero de 2007)

01 marzo, 2007

Hola desde Phnom Penh

Éste será un saludo rápido, porque ya son casi las once y a mi lado yace un hombre que pretende dormir.

Simplemente deciros que hemos llegado bien a Phnom Penh, que el viaje en ferri por el Tonle Sap fue de lo más agradable, que en esta ocasión mi mochila no me ha abandonado, y que he vuelto a recuperar el ánimo.

Nos quedaremos aquí unos cuatro días antes de irnos a Vietnam, con lo que espero sacar algo de tiempo para daros noticias atrasadas de Bangkok y Kanchanaburi.

La verdad, es imposible escribiros nuestras vivencias en tiempo real. Aunque nos encantaría, al día le faltan horas. Mañana y pasado tenemos una agenda apretada. Hemos contratado un tuk tuk para que nos lleve al mercado ruso (a ver si me compro algo de ropa, para no tener que ir lavando a mano todos los días), a la cárcel S-21 y al Palacio Real. Pasado mañana, visitaremos los famosos "killing fields" y el vertedero de basuras a las afueras de la capital (por fin voy a cumplir una de mis resoluciones, ¡ya era hora!).

José se ha dado la vuelta. Todavía no ronca (perdón, lo que quería decir es que todavía no "respira fuerte"), está chascando la lengua y creo que dentro de unos sesenta segundos empezará a quejarse. Mejor apago la luz.

(Escrito por ella desde Phnom Penh, Camboya, 28/02/07)