28 octubre, 2007

El Embajador

Como si 25 kilos de mochila no fuesen carga suficiente, a José se le ha metido en la cabeza que también recaigan sobre sus hombros la dignidad y el honor patrios. Desde que pusimos pie en China, me viene machacando con el peso de nuestra responsabilidad cívica:

“Pichu, mientras sigamos caminando por tierras extranjeras, te recuerdo que somos embajadores de nuestro país y que como tales debemos comportarnos”.

Se ha tomado tan en serio su misión diplomática, que me temo que vaya a terminar en su currículum vitae – “Actividad laboral de enero del 2007 a enero del 2008: Embajador Honorario de España”. Como si lo viera.
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Esto de ser embajadores en un país de cultura y tradición tan dispares a las nuestras, no es moco de pavo. Y si no, que se lo pregunten a la ex candidata socialista a la presidencia francesa, Doña Ségolène, que cometió la “gaffe” de acudir a una ceremonia oficial china vestida enteramente de blanco, color funerario en Asia.

También los belgas supieron lucirse en su día. Esta anécdota nos fue contada por una señora del mismo país, periodista FreeLancer, que conocimos en Jiuzhaigou. Su abuelo, que ejercía el cargo de Senador, fue convidado, junto con una delegación diplomática belga, a una cena oficial celebrada en la casa del mismísimo Chiang Kai-Shek. Como obsequio a la anfitriona, los belgas llevaron un delicado pañuelo de encaje, muestra de su más fina artesanía textil. La señora de Chiang Kai-Shek recibió su regalo con expresión vacua, mezcla de sorpresa y despago, seguida de un gesto de agradecimiento ostensiblemente forzado. Pronto comprenderían el porqué. Abriéndose paso en el comedor donde tendría lugar la recepción, ante sus ojos desplegada, vieron una inmensa mesa recubierta de un no menos imponente mantel, todo él hecho de encaje. A su lado, el brocado belga parecía una mera servilleta a juego. Primer error de la noche.
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Los chinos, en buena tradición asiática, les agasajaron con un opíparo festín. Los belgas estaban ya a punto de estallar, sus tripas tensas a no dar más de sí, cuando se percataron de que una gran bandeja de arroz negro, situada delante de ellos, había quedado intacta. Breve intercambio de miradas y palabras neerlandesas, que probablemente pudieran traducirse así:

“¿Quién quiere arroz?”

“Estarás de broma, yo no puedo ni con mi alma: un grano más y te juro que me revienta el pantalón”.

“Pero no vamos a dejar ese arroz ahí, ¿qué van a pensar de nosotros? No podemos hacerles ese feo”.

“No me jodas, Jens, ¡ya te he dicho que no puedo más!”
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“Te recuerdo que tú eres el Embajador y que como tal debes…”

“Vale, vale, lo que sea con tal de que no vuelvas a meterme ese rollo… sírveme una cucharada, pero que sea pequeña, ¿eh?”

“Aquí tienes: una cucharada por Su Majestad el Rey, otra por Su Alteza la Reina, otra por la Gloriosa Región de Flandes, otra por…”

"¡EH, NO TE PASES! Que sea una por la Gran Nación Belga y ¡basta!”

Así pues, ante las miradas perplejas y horrorizadas de sus anfitriones, un sudoroso embajador belga, haciendo gala de heroico esfuerzo, se llevó a la boca una última cucharada de arroz. Segunda metedura de pata. Craso, crasísimo error: el arroz negro nunca debe de ser tocado. Probarlo implica que la comida ha sido insuficiente. Esto se considera un insulto para el cocinero y, por ende, para el anfitrión.

Si los profesionales de la diplomacia son capaces de cometer tales deslices, con más razón nosotros, humildes neófitos. Y es que comportarse dignamente en China conlleva echar por el suelo años de educación, negando los valores inculcados por nuestros padres desde la más tierna infancia. Así pues, los mandatos de “termina la comida”, “come con la boca cerrada”, “no sorbas la sopa” y “no te metas los dedos en las narices”, aquí, simple y llanamente, no sirven.

Terminarse la comida, por ejemplo, es de muy mal gusto. Mientras en occidente rebañamos el plato para indicar que estaba todo muy rico, esa misma actitud en oriente significa que nos hemos quedado con hambre. Eso explica que los chinos, a la hora de pedir la comida en los restaurantes, suelan encargar platos para el doble de comensales. No es nada insólito ver cómo abandonan la mesa dejando dos o más platos prácticamente sin tocar.

Nosotros, en este respecto, generalmente hemos quedado como unos auténticos muertos de hambre. En nuestro afán por reducir gastos, incluso hemos llegado a compartir un plato único (pero no os preocupéis, que el honor está a salvo: en tales ocasiones, nos hicimos pasar por belgas).

En China, para indicar que la cocinera se ha lucido, lo que procede es comer haciendo mucho ruido. Incluso cuando el manjar consiste en una sopa de fideos liofilizada, recurso gastronómico habitual en los trenes, lo suyo es pegar largos y sonoros sorbidos: “sluuuurp, sluuuuuuurp”. En esto, el Junior se ha convertido en un experto.

“Esto, Juni, perdona que te moleste… pero, ¿de verdad es necesario que hagas tanto ruido? Mira que estamos solos en el compartimento”.

“Slurp, slurp… sí, sí, sluuuurp… es justo y necesario, sluuuuurp… me sirve de entrenamiento, sluuuuuurp…”

La verdad es que yo, en esto de sorber la sopa, soy algo negada. Al aspirar los fideos, se me pone boca de piñón, y mi “slurp” acaba transformándose en un sonido bilabial oclusivo, algo así como un “bbbbbb”, que parece que voy repartiendo besos indiscriminadamente entre los pasajeros.
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Donde sí que he logrado integrarme a las usanzas locales, ha sido en lo de hurgarme las narices. Tanto en público como en privado, yo ya no me corto ni con un cristal. Con desastrosas consecuencias en alguna ocasión, como en Lhasa, donde mis vasos sanguíneos se hallaban fragilizados por la altitud. Estoy imaginando a más de uno con cara de disgusto y turbamiento. Permitidme que abra un paréntesis digresivo.

(Nota para los que se hayan escandalizado: ¡mira que sois hipócritas! ¿De verdad me queréis hacer creer que nunca os hurgáis las narices? Imposible, todo el mundo lo hace. Todos, salvo los mancos por partida doble, tal vez. Si no me creéis, fijaos en los conductores. Apenas salidos de la autoescuela, observaréis como rápidamente se relajan sus posturas. Las manos que firmemente sujetaban el volante a las tres menos cuarto – o dos menos diez – se deslizan hasta las seis y media. Pronto, una sola mano queda cansinamente apoyada sobre el volante, mientras la otra, cuando no está sujetando un teléfono móvil o paseando un cigarrillo de la ventanilla a la boca y de vuelta a la ventanilla, invariablemente se halla apuntando al hipotálamo, el índice profundamente encastrado en una de las fosas nasales. La cantidad de conductores que se creen invisibles en la semi intimidad de sus vehículos, es algo realmente gracioso).

Donde he de postrarme y reconocerle al Junior su gran valor y absoluta supremacía, ha sido en el tema de no rechazar ningún ofrecimiento de comida, por poco apetitosa que fuese. En más de una ocasión, confieso haber dejado solo al embajador.

De camino al lago Nam-Tso, por ejemplo, compartimos mesa y comida con nuestros compañeros de viaje chinos. Éstos, como es costumbre, encargaron el doble de comida necesaria (ese día, no íbamos de belgas, así que a todo dijimos que sí de buen rollito), incluidos varios platos “sichuaneses”. La tradición culinaria de Sichuan es famosa por ser endiabladamente picante. Los chinos, de ánimo jocoso, se iban riendo y gastando bromas, mientras hacían circular los platos por una bandeja central giratoria. Hasta que le llegó el turno de servirse al Junior que, dejándonos a todos alucinados, se llevó directamente a la boca una guindilla enterita.

Pero lo mejor fue en el monasterio de Drepung, a siete kilómetros en las afueras de Lhasa. Unos monjes nos invitaron a tomar el té con ellos en su habitación. Bueno, no sé si eran monjes realmente: su actitud jovial y desinhibida más bien me hace pensar que se trataba de estudiantes o novicios.

Era una habitación pequeña enmoquetada, con dos camas, una estantería y un pequeño baúl que les servía de mesa. Nos descalzamos antes de entrar y tomamos asiento en una de las camas. Tras ofrecernos unas tazas de té, para mi gran horror, sacaron una botella de plástico llena de mantequilla de yak.

Con tan sólo olerla se me revuelven las tripas: la mantequilla de yak desprende uno de los olores más pungentes y característicos del Tíbet. La usan para todo, no sólo para cocinar. Sirve como cera para alimentar el fuego de las velas y también como material decorativo, para modelar esculturas votivas. Una de las bebidas típicas locales es el “bö cha” – básicamente, un té enriquecido con dicha mantequilla. Puro veneno.

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En esta ocasión, los monjes usaron esta grasa para preparar “tsampa”: un par de cucharadas de mantequilla, azúcar al gusto del consumidor, unos buenos puñados de polvo de avena y agua caliente. Con los dedos fueron mezclando estos ingredientes hasta formar un mejunje de aspecto fangoso (por no decir algo soez). Le añadieron un poco más de polvos y siguieron mezclando, hasta conseguir una masa compacta. Algo parecido a un polvorón, pero sin sabor a almendras.
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El embajador, fiel a los gajes de su oficio, imitó a sus anfitriones con sonrisa impertérrita. Metió el dedo, removió el potingue, se lo chupó (el dedo), volvió a meterlo, siguió mezclando en vano, y por fin dejó que los monjes metiesen mano a su masa amorfa. En un par de minutos, le entregaron un pedazo de sustancia marrón apelmazada.

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Pobre Juni. Antes de realizar su supremo sacrificio por la Patria, me lanzó una de esas miradas tan suyas, ecléctica y llena de paradojismo. Una expresividad a medio camino entre el terror y la valentonada, el asco y la complacencia, el patetismo y el orgullo. Por un lado dice “¡ayúdame, te lo suplico, no me dejes solito en este embolado!” y por otro, “¡mira, mira de lo que soy capaz!”.

Le pegó un bocado. Con la boca todavía llena y haciendo una serie de ruiditos apreciativos, como queriendo decir “hummm, qué rico está esto”, me tendió el resto de su tsampa. Generoso ofrecimiento. No podía dejar pasar la oportunidad de ponerme en evidencia, el muy cabrón. Su mirada se mutó, mandándome un nuevo pero conocido mensaje: “Vamos, embajadora, ¡te toca!”

Un pellizquito. Una pizquita nomás del puto polvorón tibetano fue suficiente para que el sabor de la mantequilla me repitiese toda la noche.
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Nota para los lectores: aquellos que conocen a José de toda la vida, o por lo menos desde antes de su auto investidura como alto dignatario español, sabrán que esto de ingerir alegremente sustancias de aspecto, olor y/o textura repugnantes es algo bastante ajeno a su carácter. Algunos incluso se negarán a creer mi relato. Por este motivo y para que quede constancia gráfica del prodigioso acopio de valor desplegado por el embajador, tengo filmada la escena completa del tsampa. Un día de estos, igual me animo a subir el vídeo a YouTube.

Nota para el embajador: la próxima vez que vengas a comerte un arrocito a Castellón, aunque no estés en tierra foránea, podrías tratar de comportarte como digno plenipotenciario de tu Principado. Así pues, cuando mi padre te ofrezca una mandarina de la mejor selección de su huerta, a ver si te la comes sin escupir “disimuladamente” los gajos mascados en la servilleta. Mira, hete aquí una sugerencia: en febrero, cuando vuelvas a tu Carriona natal, tal vez puedas decirle a tu santa madre que deje de colarte tres veces el zumo de naranja. Para que te sirva de entrenamiento, sluuurp...

(Escrito por ella desde Katmandú, Nepal, 28/10/07)

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