31 diciembre, 2007

La Factoría de los Sueños

En estas fechas de trajín y festejos, en las que todos andamos algo frenéticos, haciendo y deshaciendo planes, despidiendo el año viejo y acogiendo el nuevo con resaca de ilusiones, tengo la suerte de poder tomarme un respiro. Es hora de la siesta en Luang Prabang. La vida fluye como un río tranquilo, con tal sosiego que hasta el tiempo parece detenerse.

Aprovecho la calma para acercarme a vosotros y contaros un sueño. No el mío, sino el de Sabriye.

Sabriye Tenberken nació en Alemania el 19 de septiembre de 1970. Una enfermedad degenerativa de la retícula fue mermando su vista gradualmente, hasta dejarla en la oscuridad total con tan sólo doce años.

Mientras tú y yo entrábamos en la pubertad afrontando crisis existenciales tales como un desastroso corte de pelo, una inoportuna erupción de espinillas y ese primer amor platónico para nada correspondido, Sabriye aprendía a mirar con la yema de sus dedos, a comer a tientas, a visualizar con la memoria, a desplazarse a oscuras, a ubicarse dentro de un espacio sin referencias visuales.

Desde muy joven, su vida ha consistido en la superación de obstáculos. Físicos, obviamente, pero también psicológicos y sociales. Cuando, tras licenciarse en la carrera de estudios asiáticos, solicitó una beca para realizar un proyecto en el extranjero, se topó con un muro. Acudió a varias instituciones, pero en todas ellas la respuesta fue unánime: “No podemos enviar a una persona ciega sobre el terreno, ¿porqué no se conforma usted con trabajar en su proyecto desde Alemania, atendiendo llamadas telefónicas, por ejemplo?”.

¿Conformarse? Ella nunca lo había hecho. Cuando se matriculó en la carrera, eligió estudiar chino, mongol y tibetano, pese a la oposición del profesorado. Le desaconsejaron fuertemente el tomar esta última asignatura, no sólo por la extrema complejidad del idioma tibetano, sino sobre todo por la total ausencia de material pedagógico para no videntes en este campo. Sabriye no cejó ante este primer problema. Había decidido aprender tibetano y su determinación le llevó a crear, partiendo de cero, un código de escritura braille aplicado a este idioma. Para apoyar su estudio, trabajó en el diseño de un programa que permitiese la impresión de textos tibetanos en braille. También produjo el primer diccionario braille alemán-tibetano.

El sueño de Sabriye consistía en viajar al Tíbet y crear allí una escuela en la que enseñar su sistema braille. Todos la escuchaban con interés, pero nadie se atrevía a avalar su proyecto. Después de recibir innumerables negativas, Sabriye comprendió que su sueño estaba completa y exclusivamente en sus manos, que no debía esperar el apoyo de nadie para realizarlo. En 1996, preparó su equipaje y, sola, se echó a volar.

Lhasa, para cualquier viajero, es una de esas ciudades que te ponen a prueba en más de un sentido: altitud, idioma, caos callejero, contraste cultural, corrupción… Para una persona ciega, es además un nido de trampas, con aceras plagadas de agujeros, desniveles, porquería y obstáculos. Todos los días, Sabriye volvía a su habitación con el bastón cubierto de mierda. Pero lo peor no era esto, sino los insultos que recibía en la calle: “¡Eh, mirad a esa blanca estúpida y torpe! ¡Qué risa! ¡A ver cómo se la pega!”.

En cualquier lugar del mundo, sufrir una discapacidad, ya sea física o mental, es una prueba difícil. En el Tíbet, es aún peor. Debido a una concepción mal entendida del karma, despojada de la primordial virtud budista, que es la compasión, el ser ciego, tetrapléjico o tullido es un castigo merecido. Estás en esta vida para saldar una deuda, para limpiar un karma sucio, has de pagar por el mal que has perpetrado en otras vidas, y nadie se detiene a ayudarte.

Para colmo de males, la proporción de ciegos en el Tíbet es diez veces superior a la media en occidente. Debido a las austeras condiciones de vida, a la dureza del sol, al viento, a la suciedad y al uso de carbón para calentarse, muchos niños pierden totalmente la vista a una edad temprana.

Sabriye, que iba recorriendo pueblos y aldeas a caballo, en busca de niños ciegos para su escuela, se encontró con situaciones auténticamente desesperadas.

Un niño había permanecido atado a su cama, para que no se hiciese daño, con lo que no sólo no había aprendido a desplazarse autónomamente, sino que tampoco sabía caminar.

Una niña de cuatro años sufría abusos físicos por parte de su padre, mientras su madre la insultaba llamándola “bruja”.

Otro niño había sido vendido por sus padres a una familia de Lhasa, con el fin de explotarlo para la mendicidad. Cuando no traía suficiente dinero a casa, era brutalmente castigado, a golpes y latigazos.

La primera clase de Sabriye contaba con tan sólo seis alumnos. Usaban un aula prestada, fuera de las horas de colegio. Más adelante, logró comprar un terreno para edificar una escuela permanente.

La construcción de esa primera escuela fue una continua pesadilla, topándose con trabas administrativas, una orden de expulsión por parte del gobierno chino, un pleito sobre la propiedad del terreno comprado, oposición de vecinos, corrupción y robo de fondos. Una importante donación que le había sido enviada desde Alemania fue a terminar en los bolsillos de una organización tibetana sin escrúpulos.

En más de una ocasión, Sabriye se sintió a punto de tirar la toalla. Afortunadamente, en esos momentos, contó con el apoyo de su pareja, Paul Kronenberg, un atractivo viajero holandés que conoció en Lhasa, y que se unió definitivamente a ella en 1998.

Durante los tres primeros años de su convivencia, Sabriye y Paul compartieron una minúscula e insalubre habitación, en la que apenas tenían espacio para moverse alrededor de la cama. Aquello, más que habitación, era una celda infestada de ratas, pero no podían permitirse nada mejor.

Hoy en día, se acuerdan de esos sacrificios y tribulaciones con orgullo. Fue un camino largo y angosto, pero mereció la pena. La satisfacción de ver la felicidad impresa en el rostro de sus niños, a los que se negaba incluso el derecho de existencia, no tiene precio.

Una mañana, llegando al colegio, se encuentran a un pequeño sentado solo en el patio, mirando hacia el sol, con una sonrisa de oreja a oreja. Se acercan a preguntarle porqué se le ve tan contento. ¿Imagináis cuál fue su respuesta?

“Soy feliz porque soy ciego”.

Para este niño, la escuela supuso una transformación radical. Aprendió a leer, a escribir, geografía, tibetano, chino e inglés. Incluso aprendió a usar ordenadores. Nadie en su pueblo sabe hablar inglés. Nadie ha visto jamás un ordenador. De no haber sido ciego, él tampoco hubiese tenido acceso a todas estas cosas.

La niña “bruja” pasó dos años enteros en la escuela, sin volver a su pueblo. Cumplidos los seis años, quiso visitar a sus padres. Ella sola se fue a su casa, volviendo al cole una semana más tarde, de la mano de un padre y una madre orgullosos de su pequeña.

El niño vendido escapó de la familia que lo tiranizaba y también de una vida destinada a la mendicidad. Gracias a Sabriye, aprendió el oficio de masajista y es ahora empresario.

En la escuela, los niños son estimulados a soñar, a deshacerse de sus trabas, complejos y baja autoestima. Una de las actividades a la que se les invita a jugar es la “factoría de los sueños”. En este juego los niños deben pensar qué quieren ser de mayores. La única regla es no darse límites, no pensar en lo que pueden o no pueden hacer, sino en lo que realmente quieren.

Uno de los primeros sueños de la factoría fue el de este niño ciego que, poniéndose en pie, proclamó a gritos: “YO, de mayor, ¡quiero ser taxista!”. Su sueño fue respetado, nadie intentó disuadirlo o convencerlo de que eso era imposible. Dos años más tarde, le preguntaron si todavía quería ser taxista. El niño contestó que no, que había cambiado de idea: ya no quería ser taxista, ¡sino empresario de una compañía de taxis! ¿Quién se atreve a decir que los ciegos no tienen visión?

Al final, ni taxista, ni dueño de una empresa de taxis. Siendo mayor, decidió que su vocación no estaba en los automóviles, sino en la producción quesera. Fue el primer tibetano con pasaporte, viajando a los Países Bajos para aprender el oficio de quesero. De vuelta a su país, es ahora responsable de transmitir su conocimiento a aprendices ciegos, en la granja orgánica de Shigatse (otro sueño cumplido de Paul y Sabriye).

Ahora mismo, Sabriye y Paul están trabajando en la construcción de una nueva escuela, cerca de Trivandrum, la capital de Kerala, en el sur de la India. Junto a un lago y rodeada de cocoteros, esta escuela especial tiene por aspiración convertirse en un auténtico caldo de cultivo para sueños.


El “Instituto Internacional para Empresarios Sociales” abrirá sus puertas en enero del 2009, acogiendo alumnos de todo el mundo, con una motivación común, que es darlo todo por la realización de sus sueños, y bajo una sola condición: tener a la sociedad por beneficiaria.

La mayoría de estos alumnos tendrán otro punto común: ser total o parcialmente ciegos. En esta escuela, ser ciego no es considerado una discapacidad, sino un valor añadido. Los ciegos, por la fuerza de sus circunstancias, han tenido que desarrollar valor, perseverancia, autoconfianza, espíritu de superación, destreza para resolver problemas y superar obstáculos. Todas las capacidades necesarias para realizar sus sueños.

Conocer a Sabriye y Paul fue, sin lugar a dudas, uno de los momentos más emocionantes de mi viaje. Su testimonio es para mí un tesoro, que he querido compartir con vosotros para que os pueda servir de inspiración.


Mi deseo para todos, en el umbral de este nuevo año, es que demos crédito a nuestras ilusiones y seamos capaces de apostar por nuestros sueños.

No permitamos que nadie, ni nada, se interponga en nuestro camino. Seamos conscientes de que muchas veces somos nosotros mismos los primeros en ponernos la zancadilla, escondiendo nuestros miedos e incertidumbres tras el refugio de la excusa, de trabas reales o imaginarias.

No escuchemos esa pequeña voz que, sin duda con afán de protegernos, nos recomienda que no intentemos ningún cambio, que no probemos nada nuevo, que tal o tal idea es una locura o disparate, que pensar de manera diferente es peligroso, que dejarlo todo es suicida, que lo que anhelamos es imposible, que ya es demasiado tarde, que eso es para otros, para los más jóvenes, más fuertes, más valientes o menos condicionados.

Que no tengamos que ser ciegos para abrir los ojos.

Nota: Para saber más acerca de los proyectos sociales de Paul y Sabriye, podéis consultar la página web de su fundación – www.braillewithoutborders.org


(Escrito por ella desde Luang Prabang, Laos, 31/12/07)

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