No hay agua en el lavabo, ni en la ducha. No es que estemos alojados en un cuchitril, al contrario, los suelos son de una madera perfectamente barnizada y ese mismo material cubre el primer metro de altura de la pared. Nuestra habitación doble es amplia y el cuarto de baño limpio y suficiente. No, la culpa no es de las instalaciones sino de los festivos laosianos, porque estos días celebran el Año Nuevo como sólo en Luang Prabang saben hacerlo, arrojando agua a y desde vehículos y aceras, y hoy, como reza la tradición, ya la acompañan con polvos de talco. Obviamente, la red de abastecimiento local no soporta tal demanda para llenar cubos, palanganas, barreños, barriles y armas portátiles, así que el flujo es intermitente, más desaparecido que presente. Estamos, empapados sin embargo, en pleno Bun Pi Mai Lao (Año Nuevo Laosiano).
Llevamos aquí ya seis días, y nos dedicamos a la actividad principal en estos parajes que es, básicamente, no hacer nada, pasear y descansar. Ya os había comentado antes el espíritu laosiano y ese mismo virus se contagia, más rápido que una gripe (no, aviar, no, no mentemos la soga…) entre los turistas. Por un lado, la antigua villa colonial francesa se recorre cómodamente a pie, disfrutando de sus muchas casas magníficamente preservadas, y la tentación de irse deteniendo en locales en los que ir tomando café o batidos no es vencida por nadie. Luang Prabang sólo se abrió oficialmente al turismo después de la caída de la URSS (como un dominó, fue privando a otros gobiernos marxistas de los necesarios fondos para mantener artificialmente tan inútil, ineficaz e injusto sistema opresor) y para entonces cerca de 100.000 de sus habitantes (empresarios, aristócratas, intelectuales) habían huido en un éxodo que comenzó con la colectivización de las tierras y la confiscación de bienes e inmuebles privados y la abolición de la empresa privada, a partir de 1975.
En apenas una década, cuando los marxistas a regañadientes volvieron a permitir las actividades mercantiles privadas para seguir aferrándose al poder, la ciudad recuperó parte de su esplendor pasado y muchas tiendas fueron abiertas de nuevo, antiguas villas que habían sido abandonadas fueron restauradas y se abrieron nuevos negocios de cara al turismo. Ahora, desde aquí se pueden realizar todo tipo de visitas a atracciones naturales y artificiales a escasa distancia. Hemos ido, tras una travesía de una hora en bote, a la denominada “Cueva de los 1000 Budas” (su nombre correcto es Pak Ou), a unos 25 kilómetros del pueblo, y hemos visitado también unas preciosas cascadas con su correspondiente zona de picnic (para cuando el tiempo no esté tan nublado como estos días) que es muy frecuentada por los locales.
Y la otra actividad a la que nos dedicamos en cuerpo y alma es, invariablemente, a comprar en el mercado nocturno, con apagones esporádicos incluidos. De momento, ya hay varias unidades de algo que es un pequeño detalle (útil, no sólo de adorno) para nuestros amigos y vecinos aficionados a…bueno, no digo más porque hasta Diciembre de 2007 o Enero de 2008 no podré ir repartiéndolo (y que nadie se sienta ofendido si no he podido comprar para todos, pero el espacio en una mochila de 80 litros es, increíblemente, limitado).También hemos practicado, una vez más, nuestro limitada destreza en el arte del regateo a la hora de adquirir varias colchas hechas a mano por mujeres de un poblado cercano, pertenecientes a la tribu H´mong. En realidad son fundas de edredón nórdico (que la mayoría hicieron bajo pedido nuestro) pero si bien en Irlanda eso (llamado duvet) es habitual, en España no lo es tanto y seguimos apegados a sabanas, mantas, colchas y su elevado peso.
Lo de regatear es increíblemente laborioso y pesado, aunque ha de estar plagado de sonrisas pues no es un enfrentamiento sino la búsqueda de un entendimiento en que ambas partes salen ganando. Las vendedoras más que nosotros, creo yo. Acompañando a las fundas que mencionaba en el párrafo anterior, hemos encargado también, a las mismas mujeres H´Mong, varios cojines a juego. Explicar primero como los queríamos (la mayoría invertían los colores para evitar la monotonía) y después entender cuáles podían hacerse y cuales no (debido a que no habían trabajado nunca determinados tipos de tela) y redefinir nuestro pedido (no es pret-a-porter pero serán hechos a medida y el martes por la noche los recogemos) exigió la intervención de un voluntarioso y voluntario traductor local, entre nuestro inglés y el laosiano de las bordadoras. Y después, ya a solas con ellas, a negociar el precio, que no es tarea fácil. Por poner un ejemplo relacionado con la compra de nuestro dominó en Phnom Penh, si alguien te pide 20 y tú no pagarías más de 10, has de empezar ofreciendo 5 para que ellos bajen y tú subas…con cuidado de no acabar pagando 15. Ayer por la noche, nosotros dedicamos a todo el proceso ¡dos horas!.
Y no he mencionado cuando te acercas a un puesto, ves algo que te gusta, preguntas “¿Cuánto?” y te dicen “10 dólares”, para añadir a renglón seguido y sin que tú hayas tenido tiempo de hacer el cálculo en euros, “Pero para ti, con el descuento, son 8 dólares”…y a partir de ahí, a sentarte y negociar.
También está la picaresca y el doble precio, uno para el nativo y otro para el falang, el extranjero, ese billetero con patas que somos todos los que viajamos por Asia. En Laos, no hay demasiado doble rasero pero en Viet Nam era insultante. Un extranjero paga el doble, el triple o incluso diez veces más de lo que paga un local si no ha sido advertido del precio de referencia antes de empezar a negociar.
El único caso (anecdótico e infantil) que me he encontrado en Luang Prabang fue el de una pechuga de pollo a la parrilla, encajada entre dos palos que la mantienen sujeta y sirven para transportarla mientras la vas comiendo. Antes de ayer, Isa y yo compramos dos en un puestecito por 14000 Kips (aproximadamente 1,15 Eur) y ayer, al lado, yo pedí uno y la laosiana me dijo “8000 Kips”. Yo, sonriendo (eso siempre, recordadlo), le dije que ayer había pagado 7000 y ella me devolvió la sonrisa y dijo “Ok, 7000 Kips”. Así que desembolsé mis 0,57 Eur en moneda local y me fui comiendo la rica pechuga de camino al hostal.
En fin, termino ya porque necesito bajar a tomarme unas burbujas en forma de la aquí omnipresente Mirinda (chavales, si no conocéis esta bebida, popular en España hasta los 80, creo recordar, es que sois unos guajes) puesto que esta noche no he dormido bien, tengo el estómago en una permanente montaña rusa y he tenido que volverme a la guesthouse a descansar. Los dos crepes que, acompañados de abundante chocolate, me zampé ayer a medianoche parecen ser los culpables Así que me he perdido un par de aventuras de Isa, que ella os contará más adelante. La primera, como la rebozaron con polvos de talco, como a una croqueta, en la otra orilla del Mekong. La segunda, como cruzando en barco el río de vuelta a Luang Prabang se puso a grabar un vídeo que termina casi como el del Titanic.
Nota: Para viajar desde Vientiane hasta Luang Prabang se puede ir en avión (sólo 40 minutos de vuelo, pero un desembolso de un centenar de dólares) o diariamente en autobús “V.I.P.” (las horas de viaje suben a nueve para 384 km – calculad la media de velocidad – de distancia, el precio baja a 16 dólares), con aire acondicionado, la oportunidad de ser (otra vez) los únicos occidentales de todo el pasaje y (en nuestro caso), conductores que no fuman en cadena. La reputación de la peligrosa carretera, la ominosa Ruta 13, era hasta hace poco de “una máquina de vomitar” por sus constantes curvas, aunque, eso sí, el verde y frondoso paisaje era espectacular y se atraviesan multitud de poblados de minorías étnicas. En nuestro caso, no hubo ni un ápice de mareo y el viaje, con varias paradas para ir al baño, comprar aperitivos y comer, no tuvo mayor incidencia. Eso sí, después de salir de la capital y conforme nos adentrábamos en zonas montañosas, empezaron a aparecer las patrullas de militares (llegué a contar hasta 16, una cada par de kilómetros más o menos) que aseguraban la seguridad en la carretera (hace pocos años, un autobús fue ametrallado y además murieron dos ciclistas occidentales que pasaban por allí en ese momento; no se sabe si fue obra de bandidos o de guerrillas anticomunistas). Variaban en importancia y seriedad, desde el jeep acompañado por un blindado de reconocimiento hasta el adulto, sin uniforme, que estaba sentado al lado de la carretera con un fusil de asalto en el suelo. Lo que más me impactó fue ver a un grupo de cuatro adolescentes charlando al lado de una casa, construida peligrosamente cerca de la carretera (o viceversa) y que, al pasarlos el autobús, pude observar que a las espaldas de dos de ellos, con rasgos más infantiles que de futuros adultos, colgaban sendos Kalashnikov.
(Escrito por él, teatralmente postrado en la cama, en Luan Prabang, Laos, el 14 de abril de 2007)
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